(5) Igualdad y no discriminación
29.05.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
29.05.2022
«La propuesta de nueva Constitución —entendida como un proyecto inacabado, derivada de su menor rigidez— constituye un interesante ejercicio de adecuación tanto a las diferentes identidades que habitan un país como una pretensión de que los conflictos se solucionen sin negar esas mismas diferencias.»
A las ciudadanas y ciudadanos de Chile, que anhelan una Constitución justa:
Tanto el principio como el derecho a la igualdad han sido parte de la tradición republicana de nuestro continente desde hace más de doscientos años. En 1805, cuando el resto del mundo era gobernado por monarquías, la Constitución de Haití incluía un derecho a la igualdad ante la ley, cláusula que se repetiría en virtualmente todos los textos constitucionales de la región aprobados durante la primera mitad del siglo XIX. A pesar de lo revolucionario que podían parecer estas cláusulas, inspiradas por los ideales ilustrados, la igualdad ante la ley no impidió a los legisladores de aquel entonces crear, mantener y consolidar las más groseras discriminaciones y desigualdades. Bajo este enfoque, la igualdad jurídica no era otra cosa que la igualdad formal, la noción aristotélica de que debemos tratar igual a los iguales, y desigual a los desiguales, o la garantía de la generalidad en la aplicación de la ley. Si la naturaleza había hecho distintos a los hombres de las mujeres, entonces lo correcto era juridificar estas diferencias. El derecho a la igualdad, tal como se configuró durante los complejos procesos de construcción de las naciones latinoamericanas, no implicó una ruptura con el orden social y económico de la era colonial.
Siguiendo esta tradición, y casi por inercia, las constituciones de 1883 y 1925 en Chile incluyeron un derecho a la igualdad después de casi nulas deliberaciones. Ni en las palabras de los constituyentes de la época ni de los comentaristas de aquellos textos se consideró que el derecho a la igualdad implicaba un cuestionamiento a las diferencias sociales o naturales que eran evidentes para el pensamiento dominante. La historia de aquellos procesos constituyentes nos muestra que la igualdad constitucional seguía dando un amplio margen de acción para el legislador, y que el derecho a la igualdad no implicaba, en modo alguno, un mandato de tipo sustantivo. Ni las primeras medidas para hacer frente a la cuestión social, ni las denominadas leyes laicas ni la inclusión del voto femenino implicaron un cambio en la comprensión de la igualdad constitucional. Paradójicamente, fue la Constitución de 1980 la que por primera vez en nuestra historia incorporó el término «discriminación» al lenguaje constitucional. En diversos numerales del artículo 19 se incorporó la idea de que las discriminaciones, entendidas como diferenciaciones o distinciones arbitrarias, estarían prohibidas incluso para el legislador. Nuevamente, esta aparente revolución de nuestra comprensión de la igualdad constitucional no significaría mucho. Al momento de discutir el actual artículo 19 n°2, los miembros de la Comisión Ortúzar entendieron que la comprensión de la igualdad constitucional implicaba alejarse un poco de la igualdad formal y reconocer ciertas cuestiones de tipo sociológico, pero jamás un cuestionamiento de las diferencias que se entendían como «naturales». Quizás el hito más importante de la comprensión que tenemos acerca de la igualdad constitucional ha sido la promulgación de la Ley 20.609, que establece medidas contra la discriminación, más conocida como «Ley Zamudio». Tanto en la intención legislativa expresada en los debates al interior del Congreso como en su práctica jurisprudencial, la «Ley Zamudio» se ha entendido como una comprensión o interpretación legislativa del Derecho constitucional a la igualdad ante la ley. Sin embargo, al no contar con herramientas efectivas para luchar contra la discriminación, esta normativa no ha generado los cambios ni las transformaciones prometidas.
Llegados hasta este punto, ¿qué es lo que nos ofrece la propuesta del nuevo texto constitucional en esta materia? En primer lugar, la propuesta incluye un principio general de igualdad sustantiva: «La Constitución asegura a todas las personas la igualdad sustantiva, en tanto garantía de igualdad de trato y oportunidades para el reconocimiento, goce y ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales, con pleno respeto a la diversidad, la inclusión social y la integración de los grupos oprimidos e históricamente excluidos.» Si bien la opción por dejar atrás una noción meramente formal de la igualdad parece evidente, la redacción no aclara el significado de la igualdad sustantiva, al entenderla «en tanto garantía de igualdad de trato y oportunidades». En términos generales, consagrar la igualdad sustantiva supone una opción del constituyente para que la comprensión de la igualdad constitucional no se remita únicamente a la forma general en que deben redactarse las leyes, sino a cuestiones sustantivas o de justicia que inciden en una dimensión relacional de la igualdad. Sin embargo, establecer la igualdad sustantiva como un principio —algo inédito en el constitucionalismo comparado— parece incurrir en una suerte de «petición de principio». La sustancia de la igualdad, aquello que incide en si acaso formamos parte de una misma comunidad política unida a través del Derecho, es algo que va cambiando de acuerdo a patrones históricos, a movilizaciones sociales o a conflictos políticos que parece extraño pretender articular o, peor aún, congelar constitucionalmente en la parte declarativa de una Constitución. Aquí la Comisión de Armonización tiene mucho trabajo por delante. Es indudable el compromiso constituyente con la igualdad sustantiva, pero ello no puede hacerse a costa de nublar la comprensión de un principio tan fundamental para la vida política como complejo de articular en un texto con consecuencias institucionales.
Los defectos de esta primera norma general contrastan con la claridad de la norma sobre el derecho a la igualdad y no discriminación —iniciada y discutida en varias rondas en la Comisión de Derechos Fundamentales—, y que aun requiere algunas pequeñas correcciones. Para partir, es importante analizar la cláusula respectiva, que tiene un encabezado que sugiere un compromiso por dejar atrás una cierta idea de «Constitución neutra» (Lambert y Scribner, 2009). Desde ahora en adelante, hablaremos del «derecho a la igualdad y no discriminación», asumiendo que las distintas formas de discriminación constituyen un atentado a la idea de que vivimos en una comunidad de iguales y que, en último término, afectan la idea de que las leyes se crean y aplican por igual a todas las personas. La primera parte de la cláusula respectiva comienza señalando que «[l]a Constitución asegura el derecho a la igualdad», a secas, dando a entender que la igualdad ante la ley, tal como la habíamos entendido en nuestra tradición constitucional, no tiene sentido si acaso el Derecho es indiferente a los múltiples factores que impiden, en la práctica, que seamos iguales ante la ley. Además, esta cláusula actualiza ciertos compromisos presentes en la tradición constitucional desde los orígenes de nuestra república. Aparte de repetir la idea de que «[e]n Chile no hay persona ni grupo privilegiado», reconducible a cierto sentimiento antiaristocrático presente en los albores de la república (a los escritos de Fray Antonio de Orihuela, Camilo Henríquez o al mismo Bernardo O´Higgins), la nueva cláusula de igualdad y no discriminación actualiza y da sentido al compromiso con la no esclavitud. ¿Qué sentido tiene, en el siglo XXI, que la propuesta de constitución sostenga que «[q]ueda prohibida toda forma de esclavitud»? Es imposible negar que la globalización y las nuevas formas de relación entre el capital y el trabajo, así como el surgimiento de nuevas formas de explotación sexual, han dado lugar a nuevas formas de esclavitud, erosionan la igualdad constitucional.
Además de este encabezado, el nuevo «derecho a la igualdad y no discriminación» contempla una prohibición expresa de «toda forma de discriminación», siguiendo las fórmulas propias del Derecho internacional de los derechos humanos. En virtud de esta fórmula, como ha sostenido el Comité CEDAW, se prohíben la discriminación directa, indirecta, la denegación de ajustes razonables y la violencia sexual como forma de discriminación. Por otra parte, y siguiendo una cuestión relativamente pacífica en el Derecho constitucional comparado, se incorpora, a modo ejemplar, una lista de categorías protegidas, también denominadas como «sospechosas», en virtud de su particular asociación con grupos sociales marcados por la desventaja en el acceso a ciertos bienes o por estereotipos o prejuicios negativos. El listado es lo suficientemente amplio como para que el o la intérprete constitucional vayan considerando los diferentes tipos de injustos discriminatorios que impiden que, en nuestro país, nos podamos relacionar como iguales. Además, se genera cierta orientación en torno al tipo de injusto discriminatorio que se castigará, incluyendo no sólo aquellas distinciones basadas en las categorías protegidas, sino aquellas que «tengan por objeto o resultado anular o menoscabar la dignidad humana, el goce y ejercicio de los derechos de toda persona.» Esto permitirá, en el futuro, ir enfrentando nuevas formas de discriminación no asociadas a las categorías protegidas tradicionales, como aquellos grupos puestos en situación de particular desventaja a propósito de la intermediación algorítmica de la vida (Wachter 2022).
El abandono de la neutralidad se expresa, además, en el mandato constitucional de crear una ley que «determinará las medidas de prevención, prohibición, sanción y reparación de todas las formas de discriminación, en los ámbitos público y privado, así como los mecanismos para garantizar la igualdad material y sustantiva entre todas las personas.» En tal calidad, la nueva ley antidiscriminación tendrá que ir más allá de la mera creación de una acción judicial, generando deberes positivos de prevenir todas las formas de discriminación en los más diversos ámbitos. Con este soporte constitucional, es esperable que el nuevo marco legal antidiscriminatorio pueda migrar hacia una progresiva administrativización de la acción estatal en la materia, marcada por la creación de mecanismos cuasi-judiciales, por la elaboración de planes nacionales de igualdad y no discriminación, o por el desarrollo de esquemas de evaluación de impacto discriminatorio de toda medida o acción pública. En último término, la nueva cláusula incluye una especial consideración de lo que se ha denominado como «interseccionalidad», considerando el modo en que, respecto de una misma persona, confluyen diversas categorías protegidas, lo que obliga al Estado a adoptar un determinado enfoque, más abierto a los matices y a las formas en que se produce y reproduce la discriminación.
En diversas partes del borrador, existen menciones al acceso o goce de ciertos derechos fundamentales sin discriminación; por ejemplo, a propósito de la Educación Superior o del acceso a las Fuerzas Armadas. Además, existen cláusulas específicas para ciertos grupos desventajados, que se explican más por el alto grado de movilización e influencia que tuvieron durante el proceso constituyente. A pesar de estas menciones, que sugieren cierta redundancia normativa o eventuales problemas a la hora de hacer efectiva la igualdad constitucional, una lectura de buena fe permite sostener lo contrario. Humildemente, creemos que la robustez y contundencia de esta nueva cláusula podrá ayudar a prevenir interpretaciones o lecturas que apunten hacia la fragmentación de diversos grupos desaventajados o hacia la jerarquización de categorías protegidas. Antes que estatutos o regímenes separados para cada grupo desaventajado, la orientación constitucional parece ser clara: aspirar a vivir en una república en que la garantía de la igualdad ante la ley, entendida como el mandato constitucional de aplicar imparcialmente toda norma jurídica, no implique reproducir las desigualdades sociales que erosionan la igual consideración y respeto de todos los miembros de la comunidad política. De algún modo, el compromiso republicano con una idea de igualdad como no subordinación permite evitar las lecturas que apunten hacia las consecuencias perjudiciales de ciertas concepciones de la denominada «política de identidad».
Más aún, la propuesta de Constitución, entendida como un proyecto inacabado, derivada de su menor rigidez, constituye un interesante ejercicio de adecuación tanto a las diferentes identidades que habitan un país como una pretensión de que los conflictos se solucionen sin negar esas mismas diferencias. Abordar los conflictos políticos, propios de cualquier comunidad, supone un cierto compromiso porque la esfera pública política no esté plagada de barreras jurídicas, sociales y económicas que impidan la paridad participativa.
Entre mayo y agosto de 2022, la sección de Opinión de CIPER comparte a través de la serie #Constitucionalista análisis bisemanales para el borrador de nueva Constitución de la República. Las columnas son redactadas por académico/as de diferentes universidades chilenas, y buscan que las y los votantes tomen una decisión informada en el plebiscito fijado el 4 de septiembre («plebiscito de salida»), convocado para aprobar o rechazar democráticamente el texto elaborado por la Convención Constitucional.
El grupo #Constitucionalista lo integran: Pablo Contreras (UCEN), Domingo Lovera (UDP), Raúl Letelier (UCH), Yanira Zúñiga (UACh), Flavio Quezada (UV), Felipe Paredes (UACh), Pascual Cortés (UAI), Belén Saavedra (Georgetown U.), Alberto Coddou (UACh), Viviana Ponce de León (UACh), Matías Guiloff (UDP), Antonia Rivas (PUC), Lieta Vivaldi (UAH), Constanza Salgado (UAI), Belén Torres (Northwestern U.), Claudio Fuentes (UDP), Diego Pardo (UAI), Julieta Suárez-Cao (PUC), Valeria Palanza (PUC), Jorge Contesse (Rutgers U.), Rosario Palacios (PUC), Flavia Carbonell (UCH) y Pablo Soto (UACh).