Respuesta a #Constitucionalista: sobre Estado social y república solidaria
27.05.2022
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27.05.2022
El autor hace en esta columna una defensa de la subsidiariedad, despejando lo que considera malos entendidos sobre el concepto, junto a una crítica a la propuesta de un Estado benefactor que desliga a la ciudadanía de su responsabilidad en la participación y solidaridad. Su texto responde a «Hacia un Estado social y una república solidaria», publicado este mes en CIPER como parte de la serie #Constitucionalista.
La primera columna de la serie #Constitucionalista en CIPER respalda la decisión de la Convención Constitucional (CC) de declarar al Estado de Chile en el borrador de nueva Constitución como «un Estado social y democrático de Derecho» (art. 1). En respuesta a los argumentos expuestos me interesa a continuación controvertir la definición que allí se presenta del principio de subsidiariedad, mostrar las diferencias que a mi juicio se olvida exponer entre tal principio y el modelo de bienestar que se defiende, y al fin reivindicar una noción de solidaridad que no se confunde con el estatismo.
1. TERGIVERSADA CONCEPCIÓN DE LA SUBSIDIARIEDAD
La citada columna comienza con una caricatura de la subsidiariedad que concibe el Estado como una entidad «secundaria, accesoria» [1]. No es un invento suyo, pues lo mismo fue antes divulgado en Chile por los supuestos defensores de tal principio (gran parte de la derecha política que por años lo identificó con un Estado pasivo), aunque bien podría haberse consultado la ingente bibliografía jurídica y filosófica [2], y descubrir de ese modo que una de las líneas de trabajo que en la actualidad se ha desarrollado procura distinguir el principio de subsidiariedad de la idea de suplencia liberal, que es lo que la columna realmente critica [3].
En términos gruesos, la subsidiariedad se distingue del modelo de suplencia liberal al exigir que el Estado ocupe una posición de garante del bienestar social. Aunque la citada columna no lo considera, la subsidiariedad comparte con el principio del Estado Social la tesis de que entre los fines del Estado se encuentra la tarea de la «procura existencial». Esta es una de las tesis centrales del brillante ensayo El Estado subsidiario, de la filósofa francesa Chantal Delsol [4]. Su argumento es que la subsidiariedad no se fundamenta en la libertad, sino en un valor humano más elevado, que es la dignidad: «La dignidad comprende la libertad, pero no se confunde con ella, y no le basta» [p. 181]. Es en virtud de esa base, mucho más sólida, que la subsidiariedad reclama como un aspecto básico de la justicia social el acceso universal a ciertos bienes y servicios. En este sentido, el Estado, sin ocupar el papel de protagonista en la consecución del bienestar social, debe asegurar que a nadie le falte lo necesario para ese bienestar.
Conviene tener en cuenta el aporte que ha hecho la tradición política y moral bajo la cual se articula el principio de subsidiariedad a la superación de la concepción liberal decimonónica del Estado. Un documento de singular importancia dentro de esa tradición es la encíclica Rerum Novarum (sobre la situación de los obreros), publicada a fines del siglo XIX por León XIII, y en la que se encuentran las bases del principio de subsidiariedad. Basta con recorrer sus páginas para comprobar que gran parte de las injusticias que en ella se denuncian se sustentan en un diagnóstico social similar al formulado por Herman Heller. La columna citada, de hecho, podría haber mencionado esa encíclica (y, en general, la Doctrina social de la Iglesia) entre los factores que motivan «la revisión de la propuesta liberal»; como lo hace, por ejemplo, el destacado catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Aragón Reyes, al hablar del surgimiento del Estado Social [5].
La subsidiariedad no es, pues, una doctrina liberal que propugna un Estado mínimo, defiende la aplicación de la lógica de mercado en todas y cada una de las esferas sociales y se opone a cualquier política social. Es errónea la afirmación según la cual «en un Estado subsidiario la concreción de los derechos es una cuestión contingente, un efecto supuestamente posible del respeto a las libertades». La caricatura, aunque haya sido impulsada por ciertos grupos políticos, debe ser rechazada en el debate académico que busca tener impacto público. La academia, en efecto, debería hacer un esfuerzo por advertir y subsanar esas deformaciones conceptuales, no perpetuarlas.
2. DIFERENCIAS ENTRE EL MODELO DE ESTADO SOCIAL DEFENDIDO POR LOS ACADÉMICOS Y EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
A partir de esa tergiversada imagen de la subsidiariedad, la columna citada nos presenta una dicotomía simple y parcial. Las opciones —a juicio de los académicos firmantes— son o continuar con un sistema que no se interesa en lo más mínimo por las desigualdades sociales, u optar por uno que es auténticamente solidario y tiene todas las herramientas para asegurar el bienestar. Puestas así las cosas, es obvio que es sumamente fácil defender el texto de la Convención, pero al hacerlo no se acusa recibo de las tensiones internas de la propuesta.
La variante del Estado social que se promociona (modelo de bienestar) estatiza los esfuerzos para alcanzar el bien común. El problema de esta estatización no tiene que ver únicamente con una eventual menor eficiencia en la provisión de bienes y servicios sociales (la subsidiariedad no es, como algunos creen, un principio de eficiencia). El problema fundamental es el recorte de la libertad de los ciudadanos para trabajar precisamente en pos de las diversas dimensiones del bien común. En otras palabras, y como lo expone Delsol en otro breve pero profundo ensayo sobre los fundamentos antropológicos de la subsidiariedad, el Estado subsidiario y el Estado de bienestar, si bien coinciden en que su objetivo consiste en proporcionar a los ciudadanos lo que requieren para su bienestar, difieren en el modo en que definen tal «bienestar».
El principio de subsidiariedad entiende que parte constitutiva del bienestar de los ciudadanos consiste en colaborar personalmente en la «construcción del bienestar social». Siguiendo la estructura de un argumento expuesto por John Finnis, el bienestar en la vida social no se reduce a pagar impuestos y recibir bienes y servicios del Estado, sino que exige alcanzar esos bienes por la propia agencia y trabajar para que los demás también los disfruten [6]. En otras palabras, la vida en sociedad no consiste sólo en exigir y recibir, sino también —y, sobre todo— en hacer y dar. He aquí la gran diferencia que #Constitucionalista no considera. La subsidiariedad defiende una libertad no para desvincularse, emanciparse de las «ataduras» sociales ni liberar al individuo de la comunidad de la cual es miembro, sino todo lo contrario: la subsidiariedad supone que la responsabilidad por la consecución del bien común les corresponde a los ciudadanos, y que son ellos quienes deben procurar alcanzarlo (para todos).
En este sentido, la subsidiariedad puede ser entendida como un llamado de atención dirigido a los ciudadanos para que asuman sus responsabilidades sociales, evitando que estas caigan en manos del Estado; y no porque ello sea algo per se negativo, sino porque la vida en sociedad consiste en eso… una vida compartida, que supone como mínimo una disposición y apertura para ayudar personalmente al prójimo. Por ello, desde su primera formulación en la encíclica Quadragesimo Anno en 1931, la subsidiariedad se opone a una doble injusticia: por un lado, es injusto que el Estado anule (sustituya) a los ciudadanos y las agrupaciones que estos forman a fin de alcanzar diversos bienes que constituyen elementos o dimensiones del bien común (cultura, educación, salud, deporte etc.); por otro, es también injusto que los ciudadanos no asuman esas responsabilidades.
Subsidiariedad no significa secundariedad ni accesoriedad como sugiere la columna. La expresión proviene de la palabra en latín subsidium, que significa ayuda o asistencia. Lo que la subsidiariedad le exige al Estado, en relación con los individuos y las agrupaciones sociales, que son los protagonistas del bien común, es que los ayude a desplegar su potencial, para que cada uno pueda entregarle a la sociedad su propio aporte. La subsidiariedad, en efecto, supone que «el sujeto siempre [es] capaz de dar algo a los otros» (Caritas in veritate, 57). Esto no implica que el Estado desatienda su posición de garante, pero sí que no ocupe un protagonismo que no le corresponde. En este sentido Delsol argumenta que la subsidiariedad logra escapar de la alternativa «entre un Estado todopoderoso que enajena las libertades y un Estado en retirada que olvida la dignidad» [4, p. 209]. La propuesta del Estado de bienestar es injusta, en resumidas cuentas, debido a que despoja a los ciudadanos de sus responsabilidades sociales y los sustituye en sus funciones y esfuerzos.
Una vez que se vislumbran las diferencias más importantes entre el principio de subsidiariedad y el modelo de bienestar, es posible advertir que la distancia que media entre este modelo y el liberalismo no es tan radical como la columna supone. En efecto, tanto el liberalismo como el modelo de bienestar tienden a atomizar al individuo. Lo «liberan» de sus responsabilidades sociales. La desintegración social que de la mano de Carlos de Cabo los académicos firmantes denuncian es exactamente hacia donde conduce el modelo que defienden. Una desintegración que consiste en el desarraigo de los ciudadanos respecto de su comunidad, a la que terminan por considerar como mero instrumento de bienestar. La lógica liberal del modelo de bienestar es sutil, pero profunda: los ciudadanos pagan una cuota (impuestos) que les asegura cierto bienestar sin que ellos deban comprometerse con su consecución. Por el contrario, luego de ese gesto «solidario», los desliga de los problemas sociales, pues para ello está la burocracia estatal. A fin de cuentas, su esquema sigue atrapado en la lógica individualista. Paradójicamente, el modelo que se defiende en el borrador de nueva Constitución termina por tender hacia el supuesto social base del Estado liberal que en teoría se critica: la dialéctica de la Revolución Francesa, donde la relación individuo-Estado es la única posible.
3. UNA SOLIDARIDAD NO ESTATIZADA
Los académicos firmantes de #Constitucionalista aciertan al señalar que la solidaridad tiene que ver con la pregunta sobre «aquello que nos une como sociedad». Sin embargo, aquello que nos uniría bajo el modelo que patrocinan es, por así decirlo, algo sumamente escuálido. Al promover que el Estado tenga «un rol protagónico en la construcción del bienestar social» olvidan a los verdaderos protagonistas de la vida social. Los olvidan porque no reparan en el fundamento de ese protagonismo, que es la dignidad.
La solidaridad, de este modo, queda reducida a la provisión de bienes y servicios por parte de organismos estatales. Lo que «uniría» a los ciudadanos, en este contexto, sería el hecho de ser receptores de esos bienes y servicios. A partir de esta noción de solidaridad —que denominan «institucionalizada», aunque bien podrían llamar estatizada—, formulan el contrapunto con la «solidaridad particular en la que cada persona colabora, en aplicación de sus principios morales, con el bienestar de otros de una forma relacionada con la beneficencia». De nuevo, la dicotomía es simple y parcial.
La solidaridad dibujada por el modelo de bienestar implica un vínculo indirecto y abstracto de los ciudadanos entre sí, y directo y concreto de los ciudadanos con el Estado. Si acaso la solidaridad es lo opuesto al individualismo, y el individualismo es la filosofía que encierra a los individuos en sus propios intereses, entonces no se ve de qué modo es posible que un modelo de bienestar pueda ser descrito como solidario. La crítica en contra del modelo de bienestar que se formula desde la subsidiariedad no implica —valga la insistencia— que el Estado olvide su posición de garante del bienestar social, sino que exige subrayar la importancia decisiva (para el bienestar) de la relación colaborativa entre los ciudadanos.
La subsidiariedad, decía Benedicto XVI —en continuidad con la tradición social que inicia Rerum Novarum— «es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios» (Caritas in veritate, 57). Aquí se muestra una dimensión del principio de subsidiariedad que se suele olvidar al analizar únicamente las exigencias que de él se siguen en relación con el Estado (la importancia de esta dimensión también ha sido considerada por una parte de la literatura al comienzo citada). En efecto, la subsidiariedad implica una dimensión horizontal, de ayuda recíproca entre los ciudadanos, no como una forma de altruismo, sino como algo realmente debido. El mismo argumento que en la columna se formula para criticar —con razón— el modo en que nuestro régimen político, a partir de una tergiversada manera de entender la subsidiariedad, ha abordado los problemas sociales, se puede utilizar para criticar el modelo que ésta ahora defiende. Al individualismo liberal subyace una noción de ciudadanos similar a la que promueve el individualismo de bienestar. Si bien es cierto que debe fortalecerse el rol social del Estado, también es cierto que debe fortalecerse el rol social de los ciudadanos. No existe realmente solidaridad si esta es tarea exclusiva o preferente del Estado, y esto es lo que procura evitar la subsidiariedad. Si lo que entre otras cosas se busca superar con la idea de una «república solidaria» o de una «ciudadanía social» es la cultura individualista, cuyo impacto en nuestro modo de concebir la sociedad sin duda se relaciona con la crisis política en la que nos encontramos, con la propuesta que defienden los académicos (como diría C. S. Lewis) no subimos en realidad un solo peldaño.
Por último, aunque no menos importante, la solidaridad concebida como la provisión estatal de bienes y servicios es incapaz de ofrecer un tipo de ayuda cuya importancia conviene meditar. Es cierto que, por su posición de garante, el Estado debe llenar las carencias sociales cuando la sociedad no se hace responsable de sí misma (esto explica y justifica políticas estatales permanentes de ayuda social). Pero también es cierto que esa ayuda jamás podrá sustituir el valor e impacto de «una entrañable atención personal» (Deus caritas est, 28). El caso más palpable es el de los hogares de niños que son abandonados, pero uno puede pensar también en ejemplos menos dramáticos. Por decirlo en términos simples, por más eficientes y universales que sean los servicios del Estado, siempre serán incapaces de reemplazar la donación personal, desinteresada y afectuosa de un amigo, un familiar, un vecino. La subsidiariedad, en efecto, le exige al Estado que no se olvide de la dignidad de quienes necesitan ayuda y que acuda prontamente a ofrecer sus servicios, pero antes les exige a quienes están existencialmente cerca de los que sufren que asuman sus responsabilidades. El Estado subsidiario, al contrario del Estado de bienestar, tiene como objetivo que los ciudadanos se conviertan en verdaderos protagonistas de la vida social.
[1] John Finnis, profesor de filosofía del derecho de la Universidad de Oxford, argumenta que el nombre subsidiariedad es adecuado para denominar al principio «con la condición de que advirtamos que no significa secundariedad ni subordinación, sino asistencia» (Ley Natural y Derechos Naturales, Abeledo-Perrot, 2000, p. 176). En todo caso, es posible entender los adjetivos ‘secundario’ y ‘accesorio’ de un modo diferente que el empleado por los académicos que firman #Constitucionalista (y compatible con el principio de subsidiariedad), pues ellos lo utilizan como sinónimo de «superfluo», al punto de que luego argumentan que «en un Estado subsidiario la concreción de los derechos es una cuestión contingente, un efecto supuestamente posible del respeto a las libertades».
[2] Entre la literatura publicada recientemente sobre el principio de subsidiariedad cabe destacar el libro Global Perspectives on Subsidiarity (Springer, 2014), editado por Michelle Evans y Augusto Zimmermann, que reúne diversos ensayos jurídicos y filosóficos sobre el tema. Por otro lado, el volumen 61 (1) 2016 de la revista The American Journal of Jurisprudence estuvo dedicado al principio de subsidiariedad a propósito del simposio que se realizó en torno al artículo «Situating Subsidiarity» de N. W. Barber y Richard Ekins. Más recientemente, la misma revista dedicó el volumen 66 (1) 2021 al simposio sobre el libro The Principles of Constitutionalism, de N. W. Barber (Oxford University Press, 2018), el cual nombra a la subsidiariedad entre esos principios (cap. 7). En ese simposio intervino la prolífica estudiosa de la subsidiariedad, Maria Catherine Cahill, cuyo artículo se titula «Subsidiarity as the Preference for Proximity».
[3] El vínculo que los académicos firmantes de #Constitucionalista dibujan entre el estado actual de nuestro modelo político y social y el modelo liberal decimonónico es también exagerado. Ni en Chile la protección social está completamente abandonada a la lógica del mercado, ni en el modelo liberal del siglo XIX la intervención social del Estado era completamente inexistente.
[4] DELSOL, Chantal. El Estado subsidiario. Traducido al español en IES, 2021.
[5] Estudios de Derecho Constitucional (CEPC, 2013), p. 647.
[6] Ley Natural y Derechos Naturales, VI.5.