Propuesta de un «Mes del cine chileno»: para mirarnos bien
26.05.2022
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26.05.2022
«En los grandes medios —y, últimamente, también entre youtubers o comentaristas en línea—, hace más ruido el gatillo fácil que apuntala defectos del cine nacional, con frases que cada cierto tiempo reflotan. A mí entender, se trata de ideas que nacen del escaso conocimiento sobre nuestra historia cinematográfica».
Mayo debiese ser el mes oficial del cine chileno. Doy fechas para pensarlo: el 13 de mayo de 1893 nació Pedro Sienna, uno de los pioneros del género, director de El húsar de la muerte, la sobreviviente y notable película muda sobre Manuel Rodríguez. Y fue el 30 de mayo de 1897 que se exhibió por primera vez una cinta rodada en el país, cuando el fotógrafo Luis Oddó exhibió en Iquique Una cueca en Cavancha, filme lamentablemente perdido.
Pero de lo anterior poco se habla, poco se sabe; y he ahí la tragedia. Ante la inmediatez y la pesadez del presente, el patrimonio audiovisual chileno siempre corre por la berma. Es cosa de ver la forma en que deben operar las instituciones que conservan gran parte del acervo audiovisual del país. En primer lugar, la Cineteca Nacional de Chile no es aún un organismo estatal (aunque la ley que creó el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio así lo estipula, han pasado más de cinco años sin que haya cambios), por lo que sus grandes proyectos de restauración, conservación y ampliación de sus bóvedas para seguir conservando el cine chileno de todos los tiempos depende de fondos concursables anuales.
Son esos mismos fondos patrimoniales a los que deben postular la Cineteca de la Universidad de Chile, la entidad más antigua dedicada a conservar el archivo audiovisual, y entidades como el Archivo Patrimonial de la USACH y el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso. Todos dependen de una ruleta, y quedar fuera de la lista de beneficiarios no sólo pone en peligro su supervivencia y la de sus trabajadores, sino que además arriesga aquello que protegen: la memoria audiovisual de Chile. Quizás lo peor de este esquema es que genera una inevitable competencia interna entre entidades que debieran estar coordinadas y hermanadas.
Dentro de esa misma precariedad entra también la difusión del patrimonio cinematográfico del país. Resulta preocupante pensar lo poco que realmente sabemos de la historia de nuestro cine, partiendo, por ejemplo, por la historia de Luis Oddó y su odisea por lograr aquellas cuatro primeras películas rodadas en Iquique en 1897. Sin ir más lejos, la ciudad nortina no tiene ninguna referencia que homenajee el heroico logro técnico de echar a andar una cámara encargada a Europa para capturar la cueca de una pareja junto al mar, la fachada de una compañía de bomberos, la llegada de un tren a una estación —al estilo Lumière, presumiblemente— y el desarrollo de un partido de fútbol. Nadie tampoco pone ninguna corona en la tumba de Oddó (fallecido en junio de 1899), ubicada en el mausoleo de los bomberos en el Cementerio General de Santiago.
El cine es memoria y fuente histórica potente. Es también un buen reflejo que nos hace reflexionar respecto a nuestro recorrido en común. Desde ese punto de vista, ninguna imagen es descartable. Entonces, ¿cómo podemos aprender de su acervo? Pensemos en otra injusticia que en algo responde a esta pregunta: el programa «Escuela al Cine», que funciona dentro de la Cineteca Nacional, preparando profesores y acudiendo a escuelas de todo el país para difundir la historia del cine chileno y su importancia cultural, también depende de fondos concursables. Es más: pasa varios meses sin financiamiento esperando que se abran las postulaciones para poder seguir funcionando.
De todo esto poco nos enteramos. En los grandes medios —y últimamente también entre youtubers o comentaristas en línea—, son tiempos en los que hace más ruido el gatillo fácil que apuntala ciertos defectos del cine nacional, con frases que cada cierto tiempo se reflotan: «El cine chileno es malo técnicamente»; «es un nicho de privilegiados»; «no habla de nuestra realidad»; «… es ombliguista»; «… es para una elite intelectual»; «nadie lo ve por lo mismo…».
A mí entender, se trata de ideas que nacen del escaso conocimiento de nuestra historia, y de cómo se mueven hoy realizadores y realizaciones nacionales en el espacio restringido que se les asigna. Quienes las formulan dudo que estén en posición para ver el panorama completo.
No es cierto que el cine chileno sea en general ombliguista y destinado a una elite intelectual. Lo que pasa es que los espacios de exhibición son cada vez más reducidos y escasos. Tal estrechez de mirada termina por perjudicar a la audiencia. Por ejemplo, poco pensamos en lo importante que son salas independientes y festivales de cine —sobre todo, los de regiones— para difundir nuevas películas. Es ahí donde hemos podido ver las películas de la alabada Claudia Huaiquimilla (codirectora de la comentada serie 42 días en la oscuridad) o acceder al cortometraje Bestia un año antes de que llegase al Oscar. Es el circuito natural para filmes que hablan de la realidad de forma directa y lúcida, tales como Trastornos del sueño (de Sofía Paloma Gómez y Camilo Becerra), Piola (Luis Alejandro Pérez), El cielo está rojo (Francina Carbonell) y Visión nocturna (Carolina Moscoso), por nombrar algunos ejemplos recientes.
Todos estos realizadores acá nombrados, por lo demás, no vienen de cuna de oro ni de sectores privilegiados, como también se está repitiendo peligrosamente. Es curioso que cuando se menciona que «quienes siempre ganan fondos no dejan que nuevos nombres emerjan», no se den el tiempo para buscar a esos realizadores que ya están ahí hace un rato, golpeando pantallas con mirada certera.
En el Festival de Cannes ahora en desarrollo, lo de ver más allá la bruma de las grandes producciones se ha instalado a través de las palabras de algunos cineastas. Guillermo del Toro señaló hace unos días que nunca antes como ahora se habían creado tantas imágenes, pero a la vez, que nunca antes habían sido tan ignoradas. Mientras, James Gray advirtió que la preponderancia de la industria a solo destacar grandes producciones (Marvel, DC y los demás) no solo llevan a ignorar la multitud de películas que habla sobre el presente y reflexiona sobre el mundo de hoy, sino que permiten algo más grave de fondo: que el mercado destruya una expresión cultural fuertemente comunitaria, como es el cine. Es labor de nosotros como analistas, divulgadores y comunicadores luchar contra este estado de las cosas, ampliando la mirada y nuestros horizontes para no caer en juicios que solo hacen alejarse al público de nuestras imágenes, que es como distanciarnos de lo que fuimos, somos o queremos ser.