Derecha extrema e incorrección política: distinciones necesarias
29.04.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
29.04.2022
Entender el debate como un enfrentamiento entre enemigos, no solo polariza la discusión pública sino que además puede distorsionar ciertos conceptos, advierte la autora de esta columna para CIPER. Es un texto dedicado, sobre todo, a sectores de la política chilena que a su juicio hoy «miran en el ojo ajeno la paja de una supuesta dictadura de la corrección política, sin ser capaces de ver la enorme viga que tienen en el suyo propio.»
Como tantas personas ya lo han dicho, la democracia chilena se enfrenta hoy a varios peligros en desarrollo; entre otros, la amenaza populista, el identarismo corporativista, el debate asambleario, etc. Pero además, y muy en línea con algunos de estos riesgos, enfrentamos hoy la polarización; esto es, la existencia de derechas e izquierdas extremas que se caracterizan fundamentalmente por concebir la política como una lucha entre amigos y enemigos.
Así como existe un sector de la izquierda que le niega a su contraparte el carácter de legítimo adversario ―como se expresó en la desleal oposición a los gobiernos de Piñera I y II―, hay también una derecha que hoy considera necesario combatir a toda costa lo que califica como «dictadura de la corrección política», empleando en esta tarea medios crecientemente agresivos, especialmente desde una perspectiva discursiva.
Para ese sector de la derecha, la izquierda habría acogido como propias una serie de causas identitarias —LGBTIQ+, feminismo, ecologismo, incluso el veganismo—, y así ganar lo que se denomina la «batalla cultural». Aunque pueda ser cierto que la izquierda extrema tiende a instrumentalizar a quienes representan a tales causas, una cosa muy distinta es oponerse a ellos considerándolos per se autoritarios; y por tanto como enemigos a combatir, aunque sea de un modo gramsciano o cultural.
Argumento en esta columna lo equivocado que resulta un enfoque maniqueo sobre asuntos relacionados a la cultura e identidad personales, mostrando algunas falacias que al respecto circulan en el debate político. Estimo que si la derecha chilena aspira a tener algún crecimiento futuro, debe mostrar habilidad en dos frentes: i) enfrentar a la izquierda antidemocrática que aún subsiste en Chile (como al interior de la Convención Constitucional, y que, ante la debilidad de la antigua socialdemocracia, parece ser hoy hegemónica en el conjunto de la izquierda); y ii) hacer lo propio con su propia ala extrema, representada hoy en el Partido Republicano, en la figura de José Antonio Kast, y en no pocos propagandistas de baja estofa, como precisamente los que —muy sueltos de cuerpo— miran en el ojo ajeno la paja de la dictadura de la corrección política, sin ser capaces de ver la enorme viga que tienen en el suyo propio.
El problema es que dicha derecha suele razonar de modo muy grueso: los matices y las distinciones no son precisamente lo suyo. Por ejemplo, ¿por qué sería «dictatorial» —como describen algunos— que la compañía Disney se proponga incorporar en sus historias a parejas del mismo sexo [imagen superior]? ¿Acaso no lo es también —o no lo fue en el pasado— la fantasía de mujeres que esperan a su príncipe azul para, como sujetos accesorios o dependientes de ellos, alcanzar la felicidad?
¿Qué gesto dictatorial hay en estimar que deben evitarse los discursos deshumanizantes en contra de las personas LGBTIQ+; sin que, en cambio, se juzguen como tales esos mismos discursos, que históricamente han considerado a esas personas como parias, enfermas y enemigas de la sociedad?
Como ya lo hizo ver John Stuart Mill en Sobre la libertad (1869), las sociedades siempre tienen sus «tiranías de la opinión», como aquellas que afectaban a las mujeres en el siglo XIX, apuntando a subordinarlas a los hombres. El punto central de esta columna no es tanto si existen o no dictaduras de lo «políticamente correcto», sino más bien la posición que se adopta frente a ellas. En este sentido, lo que hacen los miembros de la derecha extrema al condenar una supuesta dictadura de la corrección política es prolongar por otros medios —discursivos y, por tanto, diferentes de la fuerza física— el estado de cosas que les parece «natural», «correcto» y «sano» para la preservación de Occidente. En ese contexto, la defensa que algunos portavoces y comunicadores de la derecha extrema hacen del «derecho a ofender» no podemos sino interpretarla como equivalente a, por ejemplo, el derecho de los supremacistas blancos a criticar a los afrodescendientes e inmigrantes (pero nunca como el derecho de hacer lo propio de los defensores de estos últimos, a los que algunos tachan de «neoinquisidores»). En el caso de las personas LGBTIQ+, el supuesto derecho a ofender suele asociarse a discursos que apuntan a criminalizarlas, patologizarlas o presentarlas como viciosas y peligrosas para el desarrollo sexual de los niños (es ésta, de hecho, la visión de Agustín Laje, un activista argentino fervorosamente alabado por José Antonio Kast).
Los miembros de esa derecha extrema no son capaces de distinguir entre perspectivas liberales y colectivistas en las causas de los grupos históricamente discriminados. Aunque —valga insistir— estas causas han tendido a ser acogidas por la izquierda (y, en buena medida, por la izquierda más extrema), ello no quita que puedan ser resignificadas a la luz del liberalismo. Hablo de liberalismo porque, curiosamente, los integrantes de la derecha extrema suelen presentarse a sí mismos como «verdaderos liberales» o «defensores de las libertades», aunque en realidad no son capaces de llevar a cabo dicha resignificación. Son personas más bien colectivistas; no por nada expresan la necesidad de combatir estas causas en defensa de una supuesta «cultura occidental» (como si las causas que combaten no fueran también parte de Occidente).
Por lo mismo, ¿por qué no sería «occidental» la libertad de las personas LGBTIQ+, y sin embargo sí lo sería lo que Adrienne Rich llama «heterosexualidad obligatoria»? ¿Por qué sí la corrección política que favorece los discursos racistas, homofóbicos y patriarcales; y no aquella que defiende la emancipación de las personas históricamente subordinadas?
Se da la paradoja de que los integrantes de la derecha extrema suelen ser grandes defensores del libremercado. Sin embargo, en su incapacidad de hilar fino, no son capaces de darse cuenta de que ha sido precisamente éste un sistema que ha servido a la emancipación de grupos discriminados. Gracias al lugar conseguido dentro del mercado, segmentos como el de las mujeres trabajadoras, minorías raciales, inmigrantes y personas LGBTIQ+ han podido emanciparse, al menos de manera parcial (todavía falta mucho por hacer). Por lo mismo, resulta curioso criticar a Disney por visibilizar a las parejas del mismo sexo y, al mismo tiempo, sostener que el derecho a discriminar es una consecuencia del derecho de propiedad, como sostienen grupos libertarios (que, al mismo tiempo, son conservadores en cuestiones morales).
Al fin, la principal convicción de la derecha extrema es la necesidad de imponer, de arriba hacia abajo, una concepción sustantiva de «la vida buena». Es todo lo contrario al liberalismo, que se basa en la idea de que todas las concepciones morales pueden desplegarse en el espacio público, salvo que afecten el mismo derecho de las demás. Si el bus naranja (o «bus del odio», como también se le denominó) tuvo derecho a circular por las calles de Santiago, también lo tienen las personas LGBTIQ+; quienes pueden hacerlo a plena luz del día, expresando abiertamente sus afectos y contando o no con el apoyo de Disney o de cualquier otra empresa.