Cine: El interior de Colonia Dignidad en dos versiones
28.04.2022
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28.04.2022
Una desde la ficción inspirada en hechos reales y la otra desde el documental, las dos películas estrenadas el último mes en Chile sobre el enclave alemán se enfrentan a una misma disyuntiva: cómo retratar el horror (si es que acaso es posible hacerlo).
En menos de un mes llegaron a la cartelera dos películas chilenas sobre Colonia Dignidad, aunque ambas muy diferentes entre sí. El 31 de marzo fue el turno de Un lugar llamado Dignidad (2021), ficción y segundo largometraje de Matías Rojas Valencia. Dos semanas más tarde llegó al fin a salas comerciales Cantos de represión (2020), documental de Estephan Wagner y Marianne Hougen-Moraga, que hace dos años ganó tanto el Festival de Cine de Valdivia como el de Documentales de Santiago (Fidocs).
Viéndolas casi en paralelo, y teniendo frescas otras dos producciones recientes en torno al tema —la celebrada animación La casa lobo (2018), de León y Cociña, y la comentada serie de Netflix Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile (2021)—, resulta inevitable pensar en cómo los resultados de cada una nos llevan de diferente modo a las representaciones, consecuencias y particularidades de este enclave que continúa siendo una espesa mancha sobre la memoria del país.
Del verdadero y cruel régimen que levantó Paul Schäfer en el sur se ha escrito bastante, sobre todo tras la muerte del «jerarca», en abril de 2010. Están instaladas en la opinión pública grandes generalidades en torno al tema, referidas a todo tipo de abusos, incluyendo los de torturas y asesinatos a prisioneros políticos en complicidad con la dictadura. ¿Cómo poder representar todo ese horror? ¿Es posible; es necesario? ¿Dónde hallar las particularidades de quienes los padecieron?
Frente al Holocausto judío de Auschwitz, el filósofo Georges Didi-Huberman planteó en su imprescidinble libro Cortezas: «Es Inimaginable; entonces, debo Imaginarlo pese a todo». La batalla por la representación es necesaria para que estos hechos no se vuelvan peligrosas anécdotas, pero ponen en juego el respeto por la memoria, la humanidad de las víctimas y las justicias a esas mismas historias implicadas. Frente a hechos de tal magnitud, y más en el caso de una representación ficcionada, el cine siempre camina en terrenos pedregosos. La potencia de la imagen en movimiento y el peso que acarrea esa supuesta verdad que proyecta el cine son una carga y responsabilidad gigantes.
Resulta frecuente que al intentar representar sucesos humanamente insoportables ―sobre todo en el campo de la ficción, y protagonizados por actores famosos o enclaustrados en narrativas propias del cine―, estos se conviertan en obras que fatalmente pierden fuerza, hasta incluso llegar a lo inverosímil. Si bien Un lugar llamado Dignidad, el largo de Rojas, está muy consciente de la gravedad de lo que exhibe, manteniendo un tono solemne y pulcro en términos formales (con una cuidada fotografía sobre planos arquitectónicamente bien compuestos y quietos), hacia el final su propuesta se resiente por esto mismo. Su historia, centrada en un niño chileno que es «becado» en Colonia Dignidad para luego caer en el círculo de abusos de Schäfer, termina justamente quedando desajustada al intentar adentrarse en esos horrores. La ficción no logra remover esas densas profundidades, se queda corta, resulta hasta inverosímil intentando imaginar los pensamientos de un niño enfrentado a tal realidad. Además, atentan contra aquello las pocas aristas emotivas de un filme bastante apesadumbrado, en el que los colonos se ven como autómatas, como si ya sus humanidades estuvieran rendidas para siempre. De todas formas, es un intento con muchas mayor altura que esa olvidable cinta que fue la superproducción Colonia (2016), con Emma Watson y Daniel Brühl (casi un filme de acción, repleto de efectismos terribles y atentatorios contra la dignidad de las víctimas).
Frente a estas ficciones, quizás el caso de La casa lobo resulta mucho más poderoso. Sin remitir directamente a los hechos ni presentarse como un filme que reconstruya sucesos y personajes reales, su intención es ir a las entrañas de los horrores vividos por las víctimas. El poder de una animación genialmente construida con objetos de distinta procedencia consigue más capas de sentido, las que se vuelven lecturas alegóricas y poéticas de eso que, a pesar de todo, hay que intentar imaginar. El resultado es un cuento de terror de tintes germánicos-decimonónicos, que se vuelve a su vez universal.
¿Y cómo podría presentarse un documental ante lo que sucedía ahí dentro? Creo que lo que hace Cantos de represión [foto superior] es de alto vuelo en este sentido. Por más de dos años, Estephan Wagner y Marianne Hougen-Moraga ―él alemán y ella, danesa; ambos hijos de chilenos―, recorrieron lo que hoy es Villa Baviera y conocieron a sobrevivientes de Schäfer, con los que consiguieron establecer lazos de confianza. Ha sido muy comentada el último año la serie documental de Netflix sobre este tema, dirigida por Cristián Leighton y construida de testimonios y sorprendentes registros fílmicos que la misma comunidad producía, con una estructura clásica y un relato en general ordenado y formal. En comparación, y aunque en algunos casos presenta testimonios de personas coincidentes, Cantos de represión da espacio para mostrar los bordes de los formalismos que contiene una entrevista frente a cámara, exponiendo esos pequeños instantes de preparación que permiten atisbar algo más genuino y puro de parte de los personajes. Es ahí donde se juega de verdad el sentido de la película.
Son pequeños segundos de autenticidad que aparecen, por ejemplo, cuando alguien como Jurgen se encarga de recibir a los turistas que visitan el recinto para tomar cervezas, escuchar canciones típicas y disfrutar de un sauna. Frente a cámara, el ex colono se ve compuesto, remarca que sufrió pero que su alegría demuestra sus ganas por vivir y que ha superado ese pasado. Pero la cámara sigue rodando más allá, y en esos segundos fuera de los formalismos de una entrevista, sus gestos nerviosos y su inquietud frente a los espacios dicen mucho más que sus palabras.
Tales búsquedas de parte de Wagner y Hougen-Moraga se evidencian aún más claramente en un matrimonio convertido en suerte de parias al no estar de acuerdo con el «borrón y cuenta nueva» que parece haberse instalado en el recinto. Ellos no superan ese pasado, ni las culpas que igualmente ella y él acarrean por haber estado ahí. Son víctimas y victimarios, y no pueden escapar porque no saben manejarse en el «mundo real», en ese afuera que implica trabajar por un dinero y pagar por todo. El dolor que ellos proyectan en sus vidas cotidianas, presos del espacio y de la imposibilidad de cualquier otro futuro, es el reflejo de un denso pasado que se extiende hoy, demostrando que la muerte de Schäfer no fue suficiente para un nuevo comienzo. Las heridas siguen abiertas.
Acá podría hablarse fácilmente de cómo esta suerte de transición del recinto se parece mucho a la del Chile de la posdictadura, de cómo esas verdades apenas se susurran para no entorpecer la convivencia de las alrededor de ciento veinte personas que aún ahí viven bajo las mismas condiciones materiales que antes. Pero sería muy fácil hacer esa lectura. Creo que en lo que Cantos de represión triunfa es en aquello que logran las buenas películas: permitir asomarnos a dimensiones que no son posibles de nombrar. Esos horrores y pesares inimaginables que el cine a veces no tiene por qué representar de forma literal, sino simplemente mostrando las costuras y rastros de los verdaderos protagonistas de esas oscuridades para que uno complete el sentido. Así, con conciencia y respeto hacia existencias resquebrajadas, se abren sigilosa y artísticamente las puertas para conocer de primera fuente esas fracturas, esos pesares, esas esperanzas y persistentes ganas de vivir.