El fantasma portaliano: desprecio y violación a la República
14.04.2022
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14.04.2022
Cuando Diego Portales propuso un híbrido que diera forma a «un gobierno fuerte y centralizador» instaló un patrón autoritario que avanzó en la historia de Chile a través de pactos oligárquicos. Es esa concepción de una república de privilegios la que hoy se ve amenazada por el proceso constituyente en desarrollo, postula el autor de esta columna para CIPER. «Desde el inicio del proceso constituyente ha tenido lugar el desprecio a una legalidad de índole democrática; desprecio que expone a la luz del día el miedo a perder el poder, a que el fantasma portaliano desaparezca. Por eso, no se trata sólo de cambiar una Constitución, sino, sobre todo, de destituir un fantasma».
Si hubo un partido orientado a desactivar la revuelta y hacer retroceder a los pueblos —y que sin embargo falló en su propósito, cuando el proceso constituyente se abrió sin posibilidad de retorno— fue el «Partido Neoliberal», una articulación que opera como un metapartido; instancia fáctica que consensúa los intereses oligárquicos en base a las cúpulas de partidos y coaliciones de carácter legal.
No se trata de algo anómalo en la historia política de Chile. Más bien, constituye la forma contemporánea de una articulación de tipo oligárquico mucho más decisiva y de larga data. Podemos llamarla el «Partido Portaliano» (PP), originalmente formado a partir de los vencedores de Lircay en 1830, y capaz de mantener su continuidad hasta hoy gracias a los vencedores de 1973 y, luego, los de 1988.
Insisto: no se trata de un partido legal sino fáctico, una formación política que no existe en los registros electorales y por la que ni siquiera vota la ciudadanía, pero que todos los días actúa a través del resguardo obsesivo de una concepción oligárquica del orden. Pese a ello, el Partido Portaliano no es reaccionario, sino que más bien ha logrado articular hábilmente la modernización de su discurso junto al astuto resguardo de los privilegios hacendales.
«La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra, y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos.»
Es clave el extracto anterior de una carta de 1822 de Diego Portales Palazuelos a su socio Juan Manuel Cea. Para Portales no es posible volver a la monarquía, pero tampoco resulta verosímil instalar una democracia. Así, la vía media será proyectar una república latinoamericana ceñida bajo el deber de contemplar «un gobierno fuerte y centralizador», capaz de conducir al conjunto «vicioso» de los ciudadanos por el recto camino de la «virtud».
El híbrido régimen político aquí planteado —que no cabe en la monarquía, pero que tampoco puede decirse democracia— es una singular república que ofrece un sistema autoritario de poder que actúa bajo la excusa de que los ciudadanos carecerían de virtudes cívicas. Una república sin ciudadanos: he aquí el singular orden político sostenido por el portalianismo.
Y es más: podríamos decir que Portales inventa la idea de transición. Como se deja ver en su carta a Cea, la república viciosa, sin virtudes ciudadanas, aparece como transitoria («cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal y libre…»). Así, la República aparece como una realidad política que, desde las primeras décadas de su Independencia, se halla en una (eterna y autoritaria) transición hacia la democracia.
Los últimos treinta años de episteme transicional, impugnados por la revuelta de octubre, han sido, por tanto, los doscientos años de República. Y en consecuencia los doscientos años de funcionamiento del Partido Portaliano. Como se advierte en su carta a Cea, Portales hibridiza un régimen manteniendo la monarquía en el seno de la República, tal como desde 1990 la lógica de la transición profundizará un híbrido entre dictadura y democracia. Esta capacidad de hibridizar es clave: expresa cómo la oligarquía ha podido sobrevivir no resistiéndose a los cambios, sino incorporándolos al precio de mantener sus privilegios. Portales mismo no quiere «volver» a la monarquía, pero tampoco acepta la posibilidad de entregar el mando a los pueblos (su querella es contra Ramón Freire y el federalismo), sino aferrarlos bajo «el gobierno fuerte y centralizador» de una nueva república. Por esta razón, el PP no ha sido una formación invariante, sino más bien axiomática, mutando internamente en función de los ajustes requeridos para las nuevas fases del capital, en tres pactos oligárquicos (1833, 1925 y 1980) que dieron luz a tres proyectos constitucionales. Bajo esta perspectiva, el portalianismo debe ser entendido como un fantasma; es decir, un regulador del deseo de los pueblos que posibilita la sutura entre Estado y Capital durante la totalidad de la historia republicana.
El Partido Portaliano es uno de los mecanismos por los que dicha sutura se abrocha. Pero la característica más decisiva de dicho fantasma reside en que debe tener la capacidad de anudar en una misma maquinaria ley y excepción, derecho y violencia. Por eso los doscientos años de República han estado atravesados por golpes de Estado, dictaduras explícitas o implícitas —cada una con sus respectivas masacres—; en suma, intensificaciones del «gobierno fuerte y centralizador» de la híbrida y axiomática república portaliana (axiomática: adaptable a las transformaciones del capitalismo mundial). En otros términos, el fantasma portaliano hará de la República de Chile un orden donde el estado de excepción deviene regla. De ahí la aparición de lo que llamaremos desprecio: actitud oligárquica de tipo fáctico contra la posibilidad de transformación, vía nueva Constitución, de la distribución del poder de la portalizada república.
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De un tiempo a esta parte, el asedio a la Convención Constitucional (CC) se ha intensificado sistemáticamente. Observamos en ello a personeros de la ex Concertación, pequeños poetas que escriben en El Mercurio y dicen ser «de izquierdas», tecnócratas de la educación que llaman a «golpear la mesa» y, por supuesto, un conjunto de personajes de derecha que insisten en que la nueva Constitución no puede ser «partisana» (pese a que durante casi cuarenta años pudieron gozar precisamente de una Constitución partisana a su favor). Incluso ex presidentes de la República manifiestan su preocupación por los bríos democráticos —«poco democráticos», les llaman— en circulación. Se trata de una amenaza, un chantaje permanente, que sobre todo confirma una cosa: el Partido Portaliano —cristalización fáctica del citado fantasma histórico— debe estar presente en la CC si se quiere un orden estable y una Constitución que, supuestamente, sea «la casa de todos».
Tal metáfora familiarista expresa muy bien lo que está en juego: el portalianismo de la última fase neoliberal —que era, efectivamente, la «casa» en la que habitaba la oligarquía en sus dos facciones (progresista y conservadora)— ha perdido poder, y por eso ha debido iniciar una campaña sistemática de corte fáctico contra la posibilidad de que la democracia destituya sus privilegios.
No ganó en las urnas, pero puede hacerlo en la publicidad. No se impuso por vía democrática, pero podrá quedarse con el ejercicio excepcional del poder. Así, el Partido Portaliano ha puesto en marcha una campaña orientada a horadar la legitimidad de la Convención y eventualmente la legitimidad de la nueva Constitución. «Sin nosotro/as, nada puede ser legítimo», parece ser su mensaje. En suma, se ha instalado una habladuría sobre el proceso constituyente que podríamos calificar de desprecio, y cuyo objetivo es suspender el trabajo de la CC para operar desde la facticidad excepcionalista.
Con justa razón, se ha esgrimido que la causa del desprecio oligárquico a la nueva Constitución no es otra que la pérdida de poder; la amenaza —real o virtual; tal diferencia aquí no funciona— de que el Partido Portaliano pierda privilegios. Pero esta tesis debe complementarse genealógicamente con el modo en que, históricamente, el PP ha logrado articular un discurso de desprecio a la democracia de los pueblos; a cualquier cosa que no sea el autoritarismo del «gobierno fuerte y centralizador» que, según Portales, debía caracterizar a la República. En suma, se desprecia cualquier forma no oligárquica de ejercicio del poder. O, lo que es igual, intenta instaurar facticidad en contra del movimiento de los pueblos.
En una decisiva carta del 6 de diciembre de 1834 dirigida a su amigo Antonio Garfias, Portales escribe:
«Con los hombres de ley no puede uno entenderse, y así, ¡para qué carajo! sirven las constituciones y papeles, si son incapaces de poner remedio a un mal […]. En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje».
Estos fragmentos han de considerarse verdaderos dispositivos discursivos que, una y otra vez, serán reproducidos y monumentalizados por la oligarquía. Portales habla a través de ella pues Portales se hace sistema político; deviene máquina de poder capaz de estructurar los contornos más decisivos de la República. El privilegio de la excepción por sobre la ley y la idea de que «las constituciones y papeles» no sirven, articulan el discurso oligárquico y muestran por qué, desde que los pueblos plantearon la necesidad de cambiar la vetusta Constitución de 1980, el partido portaliano esgrimió que las constituciones «no solucionan todos los problemas».
Contra ese movimiento que, es cierto, amenaza sus privilegios, surgió una respuesta oligárquica formateada de antemano por aquel discurso portaliano que genealógicamente se puede reconstruir desde sus cartas. Por eso, no se trata sólo de cambiar una Constitución, sino, sobre todo, de destituir un fantasma: cuando los Warnken o los Fontaine hablan hoy contra la CC, en rigor es Portales quien habla a través de ellos. Así, desde el inicio del proceso constituyente ha tenido lugar el desprecio a una legalidad de índole democrática; una legalidad que exigía ir más allá del híbrido de república monarquizada o democracia dictatorializada que ofrecía el partido portaliano. Incluso cuando éste fue fomentado «desde arriba» durante el gobierno de Michelle Bachelet.
El desprecio será, entonces, el desprecio oligárquico sobre los pueblos; desprecio que expone a la luz del día el miedo a perder el poder, a que el fantasma portaliano desaparezca.
«De mí, sé decirle que con la ley o sin ella —escribe Portales a su amigo Garfias—, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad!».
La Constitución aparece bajo investidura femenina. Ella es la «señora», que acto seguido es reducida a «parvulita». Pero como es una parvulita que ha sido violada incesantemente, una violación más no hará ninguna diferencia. Impunidad total del Estado, que mantiene y profundiza la violación y ejerce su poder solo por vía de la excepción.
Las circunstancias lo ameritan, diría Portales. Circunstancias que sólo el soberano puede decidir y que, por tanto, jamás son asunto puramente externo, como el de una producción interna a su propio dispositivo. Tautología soberana de un arte de gobierno que debe saber cómo administrar la excepción («palo y bizcochuelo», nos ilustrará el triministro en otra de sus cartas). Porque si bien es cierto que Portales no posee un ideario político, sí conserva un «arte de gobierno» que será la clave de su gestión.
Ahora bien, la violación no es cualquier cosa. Constituye una violencia excepcional que apunta a la apropiación de los cuerpos, a dejar una marca sobre éstos y a separar a todo cuerpo de su eventual potencia, escindiendo así vida y deseo. Violar es capturar cuerpos y, por eso mismo, desterrar de ellos el pulso de lo sensible. Práctica de la guerra por la cual soldados capturan los cuerpos de las mujeres de los vencidos. Práctica de un estado de excepción que se inocula paradigmáticamente de diversas formas al interior de diferentes artes de gobierno y a las que el portalianismo, en cuanto tal, será una de sus versiones.
Si Diego Portales devino fantasma del orden político es porque dicho orden, que no es más que un efecto del arte de gobernar, será el de la violación institucionalizada. Que el abuso haya sido la denuncia de los pueblos contra el orden constitucional de 1980 reproduce fantasmáticamente la apuesta biopolítica de la violación indicada por Portales, y reproducida ahora en la forma de un sistema político. El asedio del Partido Portaliano contra el movimiento de los pueblos hoy no es más que una gradación posible de la «violación» como forma institucionalizada del ejercicio excepcionalista por el que funciona el «gobierno fuerte y centralizador»: gobernar es violar será la verdadera consigna de nuestra república. Consigna que, por cierto, la imaginación popular tendrá que desterrar.