Confiar en la desinformación: el error de la ministra
08.04.2022
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08.04.2022
«En política se deben tomar decisiones con la información que esté disponible. No hacer nada respecto a un problema no es opción, porque también es una manera de hacer algo (ignorarlo). Al recibir información toda autoridad está obligada a corroborarla y no dejarse llevar solamente por la cadena de confianza, pues debe entender que ésta es débil.»
El crédito político se acumula lentamente, pero puede perderse en un segundo. Bastó con que la Ministra del Interior, Izkia Siches, coronara esta semana una seguidilla de imprudencias con una declaración desafortunada para que hasta los tambores del cambio de gabinete comenzaran a sonar. ¿Por qué es tan grave lo que dijo la segunda autoridad política del país? ¿No tiene acaso la ministra derecho a equivocarse como todos los demás, especialmente si luego pide disculpas? Es cierto que el derecho a cometer un error es inembargable, pero tanto Izkia Siches como todas las autoridades tienen también lo que desde la filosofía podemos llamar «responsabilidad epistémica», y en esta columna quiero postular que es la falta de observancia a esa responsabilidad lo que ha generado la batahola.
Primero, ¿qué es la responsabilidad epistémica y cómo se genera? ¿Qué conductas denotan su incumplimiento? En los últimos años se ha insistido mucho en los ámbitos de la educación y el debate público en general sobre la necesidad de que las personas desarrollemos habilidades de «pensamiento crítico». El término fue acuñado inicialmente por el educador y pensador estadounidense John Dewey (1859-1952), quien lo definió como la «activa, persistente, y cuidadosa consideración de una creencia o supuesta forma de conocimiento, a la luz de los hechos que la soportan». En palabras más sencillas, el pensamiento crítico no es otra cosa que tener la habilidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso. Esto puede ser desafiante en un mundo en el que no solemos tener acceso de primera mano a la información, y la recibimos de muchas fuentes a veces contradictorias.
¿Cómo navegar, entonces, en la incertidumbre? La respuesta es un tanto sorpresiva: mediante cadenas de confianza. Como es imposible chequear todos y cada uno de los datos que recibimos, se hace necesario que confiemos en lo que ciertas personas nos manifiestan, porque nos parecen creíbles. En otras palabras: si mi mejor amigo me cuenta algo yo tiendo a creerle porque creo que no me mentiría (salvo que tenga antecedentes de que me mintió antes). La confianza puede ser también institucional: confiamos en medios, revistas científicas, gobiernos y organismos varios. Es imposible navegar la incertidumbre sin ese umbral de confianza.
Pero, he aquí, uno de los problemas. Si bien puedo creer que mi mejor amigo no miente, ¿cómo sé que a él no le mintieron? En general, mi amigo también cree porque confía en lo que le dijo quien estaba antes que él. La confianza entonces se encadena, y una mentira que se dijo al principio de la cadena puede seguir reproduciéndose después, hasta que alguien se da la tarea de verificarla.
Esto es problemático para cualquier persona, pero especialmente para los políticos. En política se deben tomar decisiones con la información que esté disponible. No hacer nada respecto a un problema político no es opción, porque también es una manera de hacer algo (ignorarlo). Entonces, al recibir información toda autoridad está obligada a corroborarla y no dejarse llevar solamente por la cadena de confianza, pues debe entender que ésta es débil.
Aunque con menor amplificación, hemos visto en los últimos años muchos casos como el de Izkia Siches en la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputadas y Diputados: parlamentarios que replican fake news, rumores y acusaciones sin sustento; o ministros y subsecretarios repitiendo talking points infundados. Quizás no se dan cuenta, pero se dejan llevar por la desinformación pues caen en sesgos de confirmación: quieren promocionar su relato específico de la realidad si es que este les entrega poder. Se trata de un juego peligroso e irresponsable, con ejemplos recientes por montones: desde el ex presidente Sebastián Piñera diciendo que en la Araucanía «se queman iglesias, muchas veces con mujeres y niños dentro», a la carrera constituyente de Rodrigo Rojas Vade.
Las autoridades están obligadas no solo a no mentir, sino también a no dispersar lo que el filósofo Harry Frankfurt explica como «bullshit» en el discurso público. La diferencia entre éste y la mentira es que si en el segundo caso quien habla sabe que repite una falsedad, en el caso del bullshit no sabe si es falso, pero tampoco si es verdadero: sencillamente no le interesa corroborarlo, sólo llevar adelante la versión de los hechos que más le conviene.
La ministra Siches, entonces, quiso desarrollar en el Congreso una versión particular de la realidad para la cual llevó adelante hechos no corroborados, aunque adquiridos mediante una cadena de confianza, sea cual sea su origen e intenciones. Ha caído, y con gran divulgación, en lo que de acuerdo a la definición de Frankfurt podemos llamar bullshit. En ese sentido, ha actuado con irresponsabilidad epistémica, pues el estándar que le debemos exigir a los políticos es mayor.