Por qué los derechos de autor deben estar en la nueva Constitución
05.04.2022
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05.04.2022
Esta semana se estará discutiendo en el pleno de la Convención Constituyente el segundo informe de la Comisión 7, uno de cuyos artículos se refiere a los derechos de autores e intérpretes en nuestro país. En columna para CIPER, Eduardo Carrasco —reconocido músico, profesor universitario y director del conjunto Quilapayún— hace un recorrido por la historia del concepto en la legislación chilena y reinstala la necesidad de su reconocimiento.
Todo derecho existe única y exclusivamente si es reconocido como tal. Por eso no hay diferencia entre la forma en que se instituye el derecho de propiedad sobre bienes muebles o inmuebles, y el derecho de propiedad intelectual: en ambos casos, lo esencial es que tal derecho se reconozca.
Los bienes intelectuales tienen, sin embargo, un carácter propio. No son cosas materiales, sino música, ideas, poemas, invenciones, imágenes, coreografías, etc. ¿Quién podría negar que lo que cada uno crea —esto es, algo que no existía y que pasa a existir solo por el hecho de que alguien le da vida— es consecuentemente de su propiedad?
Las discusiones en curso de la Convención Constituyente sobre temas de patrimonio y cultura [ver detalle] no pueden significar un retroceso en el reconocimiento de los derechos de autor conseguidos por los artistas y creadores nacionales durante los últimos años. Por el contrario, deben significar un afianzamiento de derechos ya adquiridos y una apertura hacia mejoras que podrían hacerse en el sentido de respaldar de mejor manera la labor de los artistas y asentar definitivamente su rol esencial en la construcción del nuevo Chile. No tanto más que lo que ya hemos logrado a través de nuestras luchas —muchas veces incomprendidas por algunos—, pero tampoco menos, porque un retroceso en la afirmación de los derechos autorales sería un atentado en contra del patrimonio cultural de nuestro Chile.
El derecho de autor consagrado desde los inicios de su historia como un derecho individual se presenta esencialmente como un derecho personal, que incluye el del creador a divulgar su obra, el del respeto de la integridad de esta y el derecho de paternidad (esto es, de vincular la obra al nombre del autor). Por otra parte, también se presenta como un derecho patrimonial, vinculado a la explotación de su obra en lo que concierne a su reproducción bajo forma material, con la comunicación, difusión y trasformación de esta (traducción o adaptación).
Y sin embargo, a pesar de estas observaciones que parecen obvias, el reconocimiento de los derechos intelectuales en Chile y en el mundo ha requerido de importantes luchas de los artistas e intelectuales. La Convención de Berna de 1886 inició un proceso de convenciones internacionales con las que se logró universalizar la protección internacional del derecho de autor, dando lugar a una época de consolidación mundial de sus principios, proceso en el que quedó puesto en evidencia el carácter universal de la cultura.
Tal como ocurre con la propiedad privada sobre otros bienes, el carácter individual de este derecho no tiene por qué contraponerse al interés común o a los proyectos colectivos que tienen que ver con la difusión de la cultura. Existen claros límites entre unos y otros intereses, los cuales pueden regularse armónicamente sin dar lugar a conflictos. Es eso lo que ha hecho hasta ahora la legislación vigente en nuestro país.
En la cultura, lo universal no está reñido con lo particular, sino que, por el contrario, ambos aspectos se compenetran mutuamente. Todo bien cultural se dirige al pueblo de donde proviene, pero también a la humanidad en su conjunto. Y con mayor razón esta pertenencia tan personal e individual en su origen, es también patrimonio de su pueblo y a la vez de la Humanidad. De ahí que tanto la protección de los derechos de autor como el derecho de los ciudadanos a acceder a la educación y a la cultura formen parte del artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El Estado debe velar por el respeto a los derechos individuales de los creadores y artistas y, a la vez, facilitar la circulación de personas, bienes, servicios y conocimientos vinculados a la actividad cultural, preservando la identidad de la nación y las libertades de creación y de difusión de los bienes culturales. La forma de facilitar esta circulación no puede ser entendida como una disminución de los derechos de los autores, sino como los aportes que hace el Estado para que existan más bienes culturales para todos los ciudadanos.
En Chile, la incipiente norma de propiedad intelectual introducida por el jurista Mariano Egaña en el siglo XIX corresponde a los principios señalados, y su consagración fue su inclusión en la Constitución de 1833. La primera ley referente al tema fue la Ley sobre propiedad Literaria y Artística del año 1834. Después de algunos cambios y modificaciones al respecto, finalmente, más de un siglo después, en 1970 se promulga la Ley sobre Propiedad intelectual, con lo cual se da inicio a la integración de Chile al sistema internacional a través de la firma de los tratados de Berna, en 1974, de la Convención Universal, en 1975, y del Convenio de Roma, en 1975. En 1985 se modifica por primera vez esta Ley, con el objeto de establecer medidas de protección de los programas computacionales y tomar medidas en contra de la piratería; y en 1992 se modifica por segunda vez, estableciéndose en Chile la gestión colectiva que dio origen ese mismo año a la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD). Esta medida marca el inicio de una nueva época en la historia del derecho de autor en Chile, estableciéndose el principio de la administración de derechos por parte de los propios creadores y quedando atrás otras formas de administración que cumplieron su ciclo y mostraron sus deficiencias y limitaciones. Esto ha permitido que nuestro país haya quedado integrado de un modo mucho más coherente al sistema de protección internacional de derechos.
Es importante darse cuenta de que esta evolución histórica de los derechos de autor en Chile nos ubica en una cierta línea de evolución legislativa que es preciso mantener, pues no es debida a decisiones caprichosas o voluntaristas, sino a nuestras propias particularidades culturales e históricas. Este inicio y este desarrollo indican que el centro de toda la evolución de estos derechos se encuentra en el creador, y que estos son la base sobre la cual se eleva la posibilidad de que éste encuentre sus medios de subsistencia en su propia creación. La Revolución Francesa terminó con la relación de mecenazgo que fue durante siglos la única forma de subsistencia de los artistas, los que solo podían pensar en vivir de su obra y difundirla en la medida en que encontraban una protección de la parte de las clases que sustentaban el poder. Por eso, la más esencial forma de reconocimiento de una sociedad a sus artistas, no reside en el establecimiento de premios, homenajes o incentivos —que también son necesarios—, sino en el reconocimiento de la propiedad sobre sus obras; esto es, en el fortalecimiento legal y social del derecho de autor.
La cultura chilena necesita de sus autores y creadores como factores fundamentales de la creación de su identidad, pero también como constructores protagónicos de la construcción de nuestro mundo. El arte no es solo una locura de individuos aislados que buscan realizar sus sueños, sino también una apelación a todos nosotros para que juntos construyamos un país con identidad y creatividad. Eso es lo que ha ocurrido en estos años de cambios en los que los artistas han sido un factor protagónico, acompañando las reivindicaciones más sentidas de sectores discriminados que ahora han hecho escuchar su voz.
En medio del tráfago de un mundo que no cesa de cambiar a velocidades cada vez más vertiginosas, la creación del artista y el poeta no se queda nunca únicamente en lo contingente, y mantiene su vigencia a través del tiempo. Esta propiedad del arte de resistir al poder corrosivo del cambio es lo que transforma finalmente su obra en patrimonio. Si nos interesa el derecho de autor es porque en el breve tiempo que dura la existencia de los principales forjadores de nuestro patrimonio cultural es de toda justicia intentar proveerles de su legítimo derecho a la subsistencia. Que todos nuestros artistas puedan llegar a vivir de su propio trabajo creador es una reivindicación básica para que al final su obra sea una herencia viva con la que podamos construir un país más digno, más profundo e imaginativo.