Exclusión, discriminación y humillaciones: la dolorosa travesía para encontrar colegio en Chile
28.03.2022
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28.03.2022
El siguiente es un testimonio que da cuenta de la exclusión inscrita en el sistema educacional de nuestro país para quienes requieren de consideraciones especiales en su aprendizaje —por su condición de inmigrante u otra diferente—, y la proximidad del inescapable círculo de la escasez que les acecha. Comenta la autora en columna para CIPER: «Los colegios no han recibido apoyo de ningún tipo para implementar un sistema de reforzamiento para estudiantes que no hablen español como primera lengua. Los profesores no saben —pues nadie se los ha enseñado— trabajar en contextos multiculturales, y las adaptaciones de nuestro currículum cargado de nacionalismo y eurocentrismo requieren tiempo, que es por lejos el recurso más escaso de todos.»
Durante 2021 pasé cinco meses en un colegio de la comuna de Estación Central recolectando datos para mi tesis de doctorado. La idea inicial era realizar observaciones de clases y entrevistas para conocer la experiencia de educación presencial durante la pandemia en un contexto con alta matrícula de estudiantes migrantes. Pero la necesidad en el colegio era tan grande que en verdad esos cinco meses los pasé ayudando a apagar incendios. Formé parte de la planta docente algunos días; de la planta de inspectores, otros; e incluso del equipo directivo en ocasiones. La pandemia llevó a los colegios una carga de trabajo extra que hasta ahora no ha sido compensada con un aumento en recursos materiales ni profesionales. Aparecieron nuevos roles para cumplir con todos los protocolos de prevención de contagio, como el de inspección sanitaria. Se intensificaron antiguos desafíos, como el de entregar apoyo emocional a estudiantes que pasan por situaciones traumáticas. Y se agrandaron eternos fantasmas, tales como el de nivelar a estudiantes con rezago educativo.
Fue en ese contexto en el que conocí a un estudiante de 13 años que estaba en el sexto básico. Un problema de conducta obligó a la comunidad educativa a convocar a un consejo extraordinario y reflexionar en torno al rezago educacional de seis años que arrastraba el estudiante. En esa conversación el foco no estuvo en culpar a la familia ni su nacionalidad, ni el hecho de que vive en un campamento y el castellano no es su primera lengua. Muy por el contrario, se realizó un mea culpa sobre la responsabilidad del colegio en el comportamiento y el desempeño académico del estudiante. Fue una reunión cargada de humanidad, durante la cual se presentaron todas las evidencias que hubiesen justificado con creces la expulsión del estudiante, pero desde ahí se creó un plan para apoyarlo y ampliar su acceso a oportunidades. Se conversó, por ejemplo, sobre la influencia que tiene en su conducta el casi nulo desarrollo de habilidades de lecto-escritura. En otras palabras, se especificó que él no es analfabeto funcional, sino analfabeto directamente. También se presentaron antecedentes sobre su compromiso con el colegio, como cuando a pesar de haber pasado la noche en una casa que se llovía (en los temporales del pasado septiembre), el chico se presentó en el colegio con su ropa empapada para participar en la celebración de fiestas patrias. Esa situación fue muy reveladora: dejó al descubierto a un estudiante extranjero poniendo un esfuerzo sobrehumano para celebrar a una patria que desde todos los frentes le grita que no es bienvenido y que se devuelva a su país. Todos los frentes lo increpan — institucionales, sociales, políticos, etc.—; todos excepto uno, el de sus profesores y asistentes de la educación.
El plan de acción para apoyar al alumno estaba cargado de buenas intenciones y sinceras aspiraciones de un futuro mejor. Pero aquel colegio de Estación Central no cuenta con las herramientas para entregar lo que un estudiante como él necesita, una tutoría personalizada y dirigida para aprender a leer y escribir. A pesar de las ganas de mantenerme al margen e influir lo menos posible en mi caso de estudio, me ofrecí, desde la completa inexperiencia e ignorancia, a crear un plan de apoyo y realizar sesiones de reforzamiento dos horas al día. Haciendo uso de las herramientas que he adquirido en mi programa de doctorado, traté de encontrar sabiduría en la investigación académica. Busqué los estudios disponibles y les pregunté a investigadores expertos en el área, pero, al parecer, en este tema la analfabeta es la academia.
Con esa puerta cerrada, recurrí a mi instinto de mamá de un niño de 4 años. Tomé el silabario y comencé a trabajar con este estudiante igual como haría con mi hijo. Mi apoyo se sentía tremendamente irresponsable porque no tenía (ni tengo) las herramientas para realizar tutorías como las que estaba haciendo. No había recibido la formación adecuada para ello, y además mi presencia en el colegio duraría hasta diciembre. Pero estaba consciente de que, lamentablemente, era yo el mejor recurso disponible en ese momento. Mi recolección de datos terminó a fines de diciembre, y volví a California, Estados Unidos, donde estoy trabajando en el análisis y escritura de mi tesis (que busca esclarecer y analizar las barreras institucionales que enfrentan colegios con alta matrícula de estudiantes migrantes en el contexto de la implementación de la ley de inclusión y de la pandemia). Sin embargo, aún no logro desvincularme del colegio ni de su comunidad educativa. En febrero pasado me enteré que un problema grave había puesto en riesgo la seguridad del estudiante en su colegio y en el campamento donde él vivía. Por resguardo debió cambiarse de comuna y se fue a vivir con familiares, lo cual gatilló la búsqueda de un nuevo colegio. En la realidad de este alumno, el colegio representa una oportunidad de cambio de trayectoria única porque la deserción escolar aumenta dramáticamente sus posibilidades de caer en el círculo de la escasez. Escasez laboral, escasez económica, escasez social y escasez emocional. Si esto ocurre, todos y todas nos hacemos más pobres porque esa falta de oportunidades nos repercute directamente como sociedad. En cambio, si este estudiante logra repuntar, termina el colegio, ojalá con un diploma técnico profesional, su inserción en el mundo laboral aumenta nuestro bienestar general como sociedad. Sí, es un granito de arena. Pero si no hay granitos de arena no hay playa.
La búsqueda de un nuevo colegio se volvió entonces trascendental. «Buscar colegio»: esa frase de dos palabras, tan cotidiana y por la que pasa toda familia con niños, puede ser una pesadilla cuando no se conocen los mecanismos ni códigos del contexto nacional. Me embarqué en este proceso y partí por seleccionar los colegios que tuvieran cupos, según la información disponible del Mineduc. Llegué a una lista de dieciséis establecimientos ubicados a un máximo seis kilómetros de la nueva dirección del chico. De esos, sólo nueve contestaron alguna de las tres veces que llamé por teléfono en distintos horarios. Y de los nueve apenas cuatro tenían efectivamente cupo disponible para séptimo básico. Sin embargo, sólo un colegio mostró disposición a recibirlo. En los otros tres también había estudiantes haitianos, pero cuando les comenté que este alumno iba a necesitar apoyo académico y contención emocional, me recomendaron que le buscara en otro lugar. Que no tenían los recursos, ni las herramientas, ni los conocimientos (su recomendación llegaba con tal rapidez que sonaba a que tampoco tenían la voluntad de recibirlo). Estos colegios están ubicados en San Bernardo, El Bosque, La Pintana, en contextos donde es probable encontrar niños y niñas con carencias afectivas y rezago educativo. La búsqueda de responsables por la falta de opciones y voluntad de recibir e integrar a un estudiante extranjero me empuja a mirar al sistema educacional. La estructura institucional ha creado las condiciones que fuerzan a los colegios a rechazar a estudiantes que son más difíciles de educar. El incentivo —usando los términos económicos que abundan y deshumanizan el mundo de la educación— de los recursos extra se desvanece para estudiantes extranjeros sin RUN, porque ellos no califican para recibir la Subvención Escolar Preferencial (SEP). Los colegios no han recibido apoyo de ningún tipo para implementar un sistema de reforzamiento para estudiantes que no hablen español como primera lengua. Los profesores no saben —pues nadie se los ha enseñado— trabajar en contextos multiculturales, y las adaptaciones de nuestro currículum cargado de nacionalismo y eurocentrismo requieren tiempo, que es por lejos el recurso más escaso de todos. Finalmente, los estudiantes extranjeros que no han recibido oportunidades de educación formal antes de llegar a Chile bajan los puntajes en pruebas estandarizadas, que es el principal indicador de efectividad escolar en un contexto en el que lo esencial es invisible al Simce, como diría el Principito si pudiera analizarnos.
¿Quién no escuchó la pregunta «profe, ¿esto entra en la prueba?» en la época escolar? Había sólo una razón detrás de esa pregunta: saber si agregar o descartar el contenido en cuestión; si aprenderlo o ignorarlo. Y la respuesta estaba cargada de un mensaje significativo, porque lo importante entra y lo nimio, no. Si este estudiante trajera más recursos, más puntajes y ningún problema; si este estudiante fuera importante, los colegios se pelearían por agregarlo. Pero como quien ignora lo que no cuenta, lo que no sirve, lo desechable, los colegios me dijeron que buscara otra alternativa. Estos colegios están inmersos en un sistema en el que un estudiante se puede descartar, tal como se obvia aquello que no entra en la prueba.