Ucrania al medio de cambios tectónicos en el sistema internacional
23.03.2022
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23.03.2022
Una secuencia de decisiones de las superpotencias mundiales preparó, desde fines de la Segunda Guerra Mundial, el mapa político sobre el que hoy diseña su estrategia Vladimir Putin. Dos académicos expertos en el tema detallan en esta columna para CIPER esa sucesión de hitos, que en parte explica la tácita alianza de China y Rusia en la invasión de Ucrania: «Más que una ideología, la idea principal que pareciera unir a Xi con Vladimir Putin es el desdén por Occidente, una combinación entre resentimiento por cómo sus países han sido tratados en el pasado, y una sensación de superioridad cultural.»
El sistema internacional vigente fue creado en dos puntos cruciales del siglo XX. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el poder de Estados Unidos y la visión de sus líderes permitió construir una arquitectura económica y política que todavía se mantiene de pie: instituciones como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y las Naciones Unidas.
En el caso de la ONU la tarea no fue fácil, ya que hubo que tener el consenso de los tres vencedores de la guerra: EE.UU., la Unión Soviética y el Reino Unido. En la Conferencia de Yalta en 1945, Roosevelt, Stalin y Churchill establecieron las bases de funcionamiento de la seguridad colectiva y principalmente del Consejo de Seguridad, con sus miembros permanentes con derecho de veto para las decisiones que no fueran procedimentales. En manos de este órgano principal de la Organización, se dejó la función de paz y seguridad internacional. El veto fue el seguro dado a las potencias para no verse envueltas en decisiones contrarias a su voluntad ni que, particularmente, significaran el uso de la fuerza con intervenciones armadas. Ya en 1950 quedó asentado que la abstención no equivale a veto, y en 1978 se aumentaron los miembros de este Consejo de nueve a los actuales quince. Para modificar la Carta de la ONU, estos cinco Estados —los tres ya nombrados más China y Francia— pueden ejercer su veto, por lo que nada se aprueba si alguno lo rechaza.
En Occidente, el shock de la Guerra y el Holocausto inspiraron una serie de objetivos liberales, claramente no siempre alcanzados, pero por lo menos articulados. Ideas como la libertad del individuo, los derechos humanos, la paz y el respeto por la soberanía de los Estados están consagrados en la Carta; muchos de estos, además, establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y desarrollados en otras convenciones multilaterales. Incluso al otro lado de la Cortina de Hierro, las dictaduras socialistas intentaban justificar su existencia en los mismos términos.
El segundo momento surge tras el derribo del muro de Berlín, el colapso de la URSS, el fin del Pacto de Varsovia y de la bipolaridad. Se comienza a hablar entonces del surgimiento de un «nuevo orden mundial». El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó en 1990 la intervención militar luego de que Irak invadiera Kuwait, con Rusia —continuador jurídico de la personalidad internacional de la desaparecida URSS— votando a favor. China se abstuvo.
Al final de la Guerra Fría, Estados Unidos quedaba como el poder dominante, y el colapso de los socialismos reales llevó a algunos a suponer una situación de supremacía permanente. El fin de los debates ideológicos coincide, además, con la Tercera Ola de Democratización en América Latina, de manera que nuestra región adopta las políticas liberales que malamente se interpretarán como un «consenso» (el de Washington). En términos generales, en la década de los noventa el mundo celebra el fin de la competencia entres dos superpotencias nucleares, recibiendo una nueva era de globalización, democracia y crecimiento económico impulsado por el auge de internet. Aún no se apreciaba que la Guerra Fría le otorgaba al sistema internacional un equilibrio —garantizado por la estrategia de la destrucción mutuamente asegurada y la disuasión nuclear—, que pronto extrañaríamos.
Los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono en 2001 representan un tercer momento en que deberíamos habernos dado cuenta que las dinámicas unipolares no eran tan sencillas. Quedó en evidencia que existían otros poderes no estatales capaces de amenazar a EE.UU. En una estrategia escalofriantemente bien pensada, Osama bin Laden y Al Qaeda atacaron con aviones comerciales a la superpotencia mundial en su propio territorio; en el seno del capitalismo mundial, el World Trade Center de Nueva York, y en el corazón de la potencia militar, el Pentágono. Si el avión del vuelo 83 hubiera llegado al destino que los terroristas tenían trazado, seguramente habrían también atacado el poder político estadounidense, sea en el Capitolio o la Casa Blanca. Las respuestas estadounidense al 11/S no se hicieron esperar: primero la guerra en Afganistán, invocando por única vez en la historia de la OTAN el Artículo V del Tratado del Atlántico Norte —es decir, la legítima defensa colectiva—, y luego la guerra ilegal de 2003 contra Irak. Esto no hizo más que adelantar el inicio del fin del sistema internacional liberal de posguerra.
El daño de la invasión de Irak fue enorme, no solamente porque estuvo basada en una justificación inventada (la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos del régimen iraquí), sino porque su efecto más duradero fue el impacto que tuvo en la opinión pública estadounidense, que regresó a sus tradiciones más aislacionistas. Donald Trump aprovechó y cultivó el sentimiento, pero ya durante el gobierno de Barack Obama EE.UU. explícitamente había reconocido los límites de su poder. Obama llega a un acuerdo con sus aliados de la OTAN en 2014 para que éstos aumentaran hasta al menos el 2% de su PIB en Defensa, lo que los europeos no cumplieron ni ante las presiones diplomáticas del presidente Obama ni más tarde tampoco ante los exabruptos y exigencias poco ortodoxas de Trump.
Sin los recursos políticos y económicos para seguir en guerras lejanas, EE.UU. le entregó demasiado espacio a otros poderes, como Irán y Rusia. Las masacres del pueblo sirio se transformaron en un costo hundido de la entrega del Medio Oriente —o por lo menos sus fronteras más norteñas— a la esfera de influencia rusa. Íbamos a observar, sin embargo, cómo Putin emplearía en Siria estrategias y armas que hoy vemos, con distintos resultados, en Ucrania.
A pesar de que, por el tamaño de su población, China ha sido miembro del Consejo de Seguridad, durante buena parte de los últimos setenta años el gigante asiático ha estado más preocupado de sus asuntos internos (esencialmente, asegurar la estabilidad del régimen, y para aquello, trabajar para que su masiva población tenga qué comer). Varios experimentos ideológicos y económicos fracasaron, incluyendo el Gran Salto Adelante a fines de los años 50 y comienzos de los 60. Para los soviéticos, tal política representó un rechazo de su modelo de desarrollo e industrialización, y produjo un enfriamiento importante entre los dos poderes comunistas. A comienzos de la década de los 70, estancado en su guerra en Vietnam, Richard Nixon vio la oportunidad para explotar el quiebre Sino-Ruso, por lo que viaja a Beijing para establecer relaciones, abriendo a China al Occidente y a su acercamiento al capitalismo. Esto tardaría unos años, pero llegaría bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, quien optó por reformas económicas que utilizaran lo mejor del capitalismo, mientras mantenía el firme control partidario sobre el sistema político. El pragmatismo de Deng se resumía en el conocido refrán chino, «no importa si el gato es blanco o negro, sino que atrape a los ratones».
El resultado fue que, durante los años 90, Occidente observó con satisfacción cómo la adopción de políticas de mercado permitieron un rápido crecimiento económico, llevando a una inserción inédita de China en la economía global. Esto fue tolerable para EE. UU. en la medida que el país se concentraba en su crecimiento interno.
La llegada al poder de Xi Jinpin representó un quiebre con los liderazgos del pasado, especialmente en materia de política exterior, Xi adoptó una política más agresiva hacia el extranjero, conocida como la política de «el Lobo Guerrero». El crecimiento económico chino le ha permitido duplicar su gasto militar desde 2014. La nueva postura de China en el campo internacional surge en parte de la convicción por parte de Xi de que Occidente se encuentra en una fase de declive, mientras que Oriente continúa en su trayectoria ascendente. Las posturas que ha tomado EE. UU. en las últimas dos décadas —en Irak, Afganistán e incluso en América Latina— solo han servido para fortalecer tal idea. De la misma manera, la política interna estadounidense, con sus conflictos políticos y culturales, subraya la sensación de crisis terminal. Esto es clave para entender las futuras movidas que China tomará en la crisis actual.
Más que una ideología, la idea principal que pareciera unir a Xi con Vladimir Putin es el desdén por Occidente, una combinación entre resentimiento por cómo sus países han sido tratados en el pasado, y una sensación de superioridad cultural. Las diferencias políticas y económicas entre China y Rusia son tanto o más profundas que en el pasado, pero hoy sus líderes rechazan la idea de tener que someterse a las reglas de un sistema internacional dominado por EE. UU.. Y aún menos a los principios liberales que lo rigen. En el mejor de los casos, desean volver a un sistema bipolar Oriente/Occidente equilibrado; en el peor, reconstruir el sistema internacional a su pinta.
Como hemos visto en la última semana, un problema es que si bien ambos países pueden compartir dicha ambición, difieren en enfoques tácticos. Rusia tiene una postura rupturista, como vemos en Ucrania (y antes en Crimea y otros casos); y está dispuesta a tomar medidas para desordenar el sistema internacional, romper la OTAN, dividir Europa e incluso interferir en elecciones foráneas. China tiene una visión de más largo plazo, dispuesta a esperar que Occidente se caiga por el peso propio.
Las diferencias económicas entre ambos países son enormes. China representa un 15% del PIB global; Rusia, menos del 2%. Por el momento, la primera necesita los mercados que ofrecen EE. UU. y Europa, mientras que a la vez es dueña de más de US$1 trillón en deuda estadounidense: no le conviene destruir su cliente número uno.
Finalmente, China está muy consciente de que su principal deber — y es lo que permite que el Partido Comunista se mantenga en el poder— es asegurar que su población tenga sustento. Cada uno a su manera, tanto Puti como Xi temen que les ocurra lo que a los líderes después de la Primavera Árabe. Putin cree que puede evitar dicho destino a la fuerza. Xi entiende que debe asegurar el crecimiento constante de su economía. En otras palabras, en el escenario actual Rusia de alguna manera lucha desde la debilidad, y China desde la fuerza.
La implicancia de lo anterior es que Putin probablemente se equivoca si cree que tiene en Xi a un aliado incondicional. El apoyo chino es conceptual: comparte con Rusia una visión global y no criticará a otro gobierno que toma medidas que están en línea con dicha visión. A China no le molestaría que la OTAN se dividiera ni que Rusia vuelva —como lo desea Putin— a dominar a velikaya Rus, las tierras de la Gran Rusia de antaño. Pero China no quiere ver una economía global en el piso, ni que Estados Unidos sea un baldío nuclear. Es por eso que muchos creen que el camino hacia la paz pasa por Beijing.
Para Europa, y la Unión Europea, esta guerra viene a echar por tierra tabúes y principios que creíamos escritos en piedra. El Acuerdo de Asociación celebrado por el bloque junto a Ucrania en la época de Viktor Yanukóvich vino a encender las alarmas del Kremlin. Si bien no era un tratado de adhesión, el solo mensaje de acercamiento fue intolerable para Putin. Inmediatamente hizo que Yanukóvich echara pie atrás y empezara la revolución que sería conocida como el Euromaidan en 2014. Bien conocida es la anexión de Crimea por parte de la Federación Rusa y la autoproclamación de repúblicas independientes en el Donbass de Lugansk y Donetsk. Ocho años de guerra civil casi inadvertida para la prensa mundial pero que ya lleva más de quince mil muertos.
Putin, en la búsqueda de esa Gran Rusia de sus sueños, estima como líneas rojas que Ucrania sea miembro de la OTAN y de la UE. Considerándola la cuna de la Rusia añorada, no dudó en invadir y destruir gran parte de ella para someterla a su control. Hoy se están cometiendo crímenes de guerra tipificados en el art. 8 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. A petición de Lituania, el fiscal de la CPI ya se encuentra investigando los hechos para solicitar a los jueces medidas provisionales para impedir que continúen los ataques. Por su parte, ya existe fallo de la Corte Internacional de Justicia ante la demanda de Ucrania v. Rusia invocando la Convención para la prevención y sanción del Genocidio. Con fecha 16 de marzo, la CIJ emitió fallo, y por 13 votos contra 2 (los de los jueces de Rusia y de China), la Corte ordenó que «la Federación de Rusia debe suspender inmediatamente las operaciones militares que comenzaron el 24 de febrero de 2022 sobre el territorio de Ucrania». No obstante las sanciones de todo tipo de los países de la OTAN y de la UE, el repudio internacional, la provisión de armamentos, recursos económicos y recursos a Ucrania y el cuasi estrangulamiento de la economía y poder rusos, Putin no cesa su ofensiva.
La destrucción cuasi absoluta de la ciudad costera de Mariupol y los más de 3,5 millones de refugiados y 10 millones de desplazados, según la ACNUR, no solo son una muestra más de la disposición de Putin a seguir adelante a cualquier costo. Si el mandatario ruso quería a Ucrania fuera de la UE, ahora ésta pidió su adhesión. Si la quería lejos de la OTAN y con unas fronteras desmilitarizadas, erró el tiro: Europa saldrá más militarizada de esta guerra y con Ucrania armada hasta los dientes; dándole así un nuevo leitmotiv tanto a la UE como a la OTAN para reforzar sus lazos. La primera ha actuado como nunca antes unida en política exterior y de seguridad y defensa, logrando incluso el apoyo de Viktor Orbán, de Hungría, gran amigo ideológico de Putin dentro del club europeo. Tras calificar Trump de «obsoleta» a la OTAN y a Macron de estar con «muerte cerebral», hoy Estados tradicionalmente neutrales en política exterior (como Suecia y Finlandia) piensan en considerar la alternativa de su ingreso, incluso apoyados por su opinión pública. La siempre neutral Suiza hoy ha recurrido a su arma bancaria, sancionando a bancos rusos. Y Alemanía ha abandonado su tradicional pacifismo y bajo perfil en materia militar para apoyar decididamente a Ucrania incluso con armamento pesado (y el aumento de su gasto en defensa a un 2% del PIB de «la locomotora de Europa»).
Si todo esto nos lo hubieran predicho hace dos meses, habríamos pensado que era una broma. Más que ochenta días del 2022, parece que han pasado dos siglos y medio. Un movimiento telúrico de proporciones es el que está viviendo el sistema internacional, y no sólo no sabemos cuántas réplicas habrá ni con qué intensidad, sino que tampoco conocemos la duración y efectos a mediano y largo plazo en las relaciones internacionales. Vemos a miles de inocentes que mueren y a millones que abandonan sus casas. Es más «la guerra de Putin» que la guerra de Rusia.