Patria sin alma
21.03.2022
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21.03.2022
«Chile es aún un país joven, que ha ido conformando su identidad a costalazos. Pero no nacimos del vacío. […] Alterar de manera gruesa la institucionalidad del Estado es como disparar bajo la línea de flotación de la nación.»
El traspaso del mando presidencial hace brotar una emoción republicana. Es un ritual simbólico de antiguas tradiciones. El Presidente que asume siempre parece crecer en dignidad, y algo así como una magia lo envuelve en un aura especial. Se respira algo de virtud y de nobleza que nos hace sentir orgullosos. Pero no es un arranque patriotero, sino una emoción genuina que brota desde nuestra memoria e identidad, y se conecta con aquello que llamamos el «alma nacional»: esa memoria, tradiciones y rituales compartidos en una comunidad de historia y de destino, de cultura y conciencia que nos distingue de otros. Esa identidad en común que algunos llaman patria o nación, y que otros ven como la reunión de varios pueblos en uno solo.
Lo anterior no significa que tengamos una sola ni la misma identidad colectiva. Cada uno participa de muchas ―ya sean étnicas, familiares, religiosas, indígenas, etarias, culturales, sociales, de género, etc.―, pero toda esa diversidad no niega nuestro sentido de pertenencia a una nación. Si en Chile decidimos darnos una nueva Constitución fue precisamente para reencontrarnos, sanar heridas y recomponer esa identidad hasta volver a sentirnos partícipes de un proyecto común. Buscamos, también, reconocer e incorporar en esa identidad común a los excluidos, ofrecer derechos sociales que dignifiquen y establecer una democracia más participativa. Encargamos tal tarea a una Convención Constituyente que anhelamos cumpla esa misión de manera exitosa.
Hasta ahora, sin embargo, lo que aparece en su proyecto es una Constitución muy reglamentaria y extensa; difícil de comprender, interpretar y aplicar, incluso para los expertos. Ponerla en marcha será complejo, lo que naturalmente anuncia controversias futuras. No entraré ahora en fisuras técnicas ni jurídicas, sino por una grieta gruesa y profunda que preocupa. El cambio de la fisonomía del Estado chileno ―de su organización institucional, así como de algunos principios ya aprobados por el pleno― se apartan demasiado e innecesariamente respecto de nuestra memoria histórica y tradición republicana, institucional y constitucional. Por cierto, nada es intocable ni está ajeno a la crítica, el debate ni los cambios, pero el texto redactado hasta ahora por ejemplo borra algunas instituciones de un plumazo, y transforma otras de manera radical, más allá de lo razonable y conveniente. Aquellas que se crean aparecen con un texto farragoso y contenido impreciso.
En casi todas las normas aprobadas hasta ahora uno parece nadar a tientas entre oleajes verbosos y exceso de adjetivos, sin significado claro para el chileno de a pie ni para el experto ilustrado. Hay instituciones a las que se les cambia el nombre, aunque sigan cumpliendo las mismas funciones. Tanto es el enredo, que Amaya Alvez, una de las más preparadas e influyentes de las convencionales, pide al nuevo gobierno que «ayude a hacer una campaña de pedagogía para que se entienda el texto» [El Mercurio, 13/3/22]. A confesión de parte, relevo de prueba.
Nadie puede sentirse integrado ni identificado con algo que no entiende. No se puede amar lo que no se conoce. El riesgo de que los ciudadanos no se reconozcan en esta nueva institucionalidad y su lenguaje es muy alto. Es un proyecto de Constitución hasta ahora alejado de nuestro sentido común, que por momentos más parece una pretensión voluntarista por «refundar» y «transformar este Chile», cambiar el molde y redefinir nuestra sociedad y sus costumbres, por la simple imposición de nuevas normas constitucionales.
Este constructivismo racional deliberado es comparable a la ingeniería social aplicada en la dictadura por los neoliberales de Chicago en Chile, cuando su proyecto de refundación fue incluido en la Constitución de 1980 y en una ráfaga de reformas estructurales posteriores; aquellas a las que Joaquín Lavín llamó «la revolución silenciosa». Pudieron llevarse adelante sólo al amparo de una dictadura, porque en democracia tal refundación no habría sido posible. Pero en democracia también tuvimos hace dos siglos una Constitución refundacional aprobada por un Congreso Constituyente, que por su voluntarismo transformador y en su afán de regularlo todo a través de una institucionalidad enredosa, finalmente fue imposible aplicar. Se llamó la «Constitución Política y Permanente» de 1823, conocida como la «Constitución moralista» por su carácter normativo y reglamentario, incluso del comportamiento privado. Fue redactada por Juan Egaña, un gran jurista. Tenía nada menos que 277 artículos, que se hicieron impracticables y no cuajaron con la identidad nacional. De «permanente» esa Constitución tuvo nada más que el nombre, pues se aplicó apenas un semestre y murió al año víctima de sus propios enredos y de su distancia con nuestra alma nacional. Las buenas intenciones y el voluntarismo no pudieron evitar que se chocara con el muro de la realidad.
En su Balance Patriótico de 1925, Vicente Huidobro decía que «toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: falta de alma. […] Una nación no es una tienda, ni un presupuesto una Biblia […] y es que el espíritu cuenta y cuenta por sobre todas las cosas, pues sólo el espíritu eleva el nivel de una nación y de sus compatriotas. Sólo aquellos que lograron representar el alma nacional llegaron hasta nosotros…».
Cuesta construirse un alma. Chile es aún un país joven, que ha ido conformando su identidad a costalazos. Pero no nacimos del vacío.
Mario Góngora, historiador extraordinario, molesto por la intrusión neoliberal en Chile sostuvo hace más de cuatro décadas que en el caso de Chile el Estado es la matriz de la nacionalidad: ésta no existiría sin aquél, que la ha configurado en los siglos XIX y XX. Somos un caso singular. Antes habíamos aprendido, al revés, que el Estado era la organización política y jurídica de la nación.
Podríamos deducir, entonces, que alterar de manera gruesa la institucionalidad del Estado es como disparar bajo la línea de flotación de la nación.
En, precisamente, El alma de Chile (1986), Raúl Silva Henríquez nos lo decía de otra forma: «Una Patria no puede echarse a andar indiferentemente por cualquier camino. La Patria no se inventa, sólo se redescubre y revitaliza, y siempre en la fidelidad a su patrimonio de origen…». Cuando una nación busca su sendero fuera de su tradición, su apostasía deriva fatalmente en anarquía y disolución. La patria no se inventa ni trasplanta, decía el cardenal, porque es fundamentalmente alma; alma colectiva de un pueblo, consenso y comunión de espíritus que no se puede violentar ni torcer, ni tampoco crear por voluntad de unos pocos: «Esta afirmación imperativa de nuestra propia identidad se dejará solamente encontrar en la fidelidad a nuestra tradición».
En fin, Jorge Millas, el más respetado de nuestros filósofos, en su discurso en el Caupolicán en 1980 invitó a la reflexión sencilla del sentido común: «… siempre confiamos en la fuerza del orden interior de los espíritus y en la profundidad histórica de las instituciones, que triunfaban siempre». Y cuando, en algún periodo excepcional, se temió la ruptura del equilibrio creado día a día por nuestros desacuerdos —pues eso es la democracia— pensamos que había llegado la hora de revisar algunas de nuestras instituciones. Eso: reexaminar algunas instituciones, no demoler la democracia misma como piensan algunos compatriotas, ni inventar ahora nosotros, de espaldas a la experiencia de las naciones en la Historia, una «nueva democracia», concluía Millas.
Creo, modestamente, que sería un grave error que el proyecto de Constitución fuese un quiebre o discontinuidad histórica tan profunda y voluntarista de la institucionalidad. No sólo rompería parte de la tradición republicana del Estado chileno y sus principios fundamentales, sino que dificultaría que los chilenos nos sintiéramos reconocidos en el proyecto. Puede que una Constitución incida en algo en la identidad o conciencia común de las naciones, si se impone por algún tiempo por la fuerza. Pero lo cierto es totalmente al revés: es el alma nacional fiel a cierta tradición la que debe reconocerse en la Constitución; al decir de Burke, esa sociedad formada «entre los que están vivos, los que han muerto y los que nacerán».