Libros: Ecologismo, econstitución, ecosuicidio
23.02.2022
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23.02.2022
Comentario de Por una Constitución ecológica. Replanteando la relación entre sociedad y naturaleza, de Ezio Costa Cordella (2021, Editorial Catalonia).
Cuenta Rafael Gumucio que Nicanor Parra se volvió ecologista más o menos a los 70 años. Desconfiado como él solo, siempre sospechó de la militancia en el tema. Por un tiempo fue absolutamente categórico al asumir que la humanidad se aproximaba a su fin, y que la causa del desenlace sería la catástrofe ambiental. Pero entre sus 80 y 100 años de edad cambió de opinión: su «catastrofismo» se convirtió en un «catastrofismo moderado».
«Los empresarios van a salvar el mundooooo», decía; tal vez debido a que las tecnologías se han vuelto cada vez más limpias y porque veía en el emprendimiento comprometido con la Naturaleza la única manera de recuperar ecosistemas perdidos.
Como quiera que evaluemos la posición del antipoeta, en estos momentos de cambio —o, mejor dicho, refundación— vale la pena preguntarse por el carácter de nuestro ecologismo. No sea que, como se explicará en esta reseña, una forma extrema del mismo acabe por engendrar las bases de su destrucción. Es probable que de aplicarse las directrices expuestas en el libro Por una Constitución Ecológica, de Ezio Costa Cordella (abogado ambientalista y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile), terminemos en un par de años transitando hacia parajes de políticas y movimientos que hagan oídos sordos a la crisis ambiental. No estamos lejos de aquello: en Europa, de hecho, han surgido partidos y movimientos con posiciones abiertamente negacionistas del cambio climático que encuentran acogida en aquellos sectores afectados por políticas para combatir la crisis [2018, Lockwood]. Nada de esto se menciona en el libro de Costa, hoy de gran influencia entre los convencionales.
El autor presenta un diagnóstico de las causas y del estado actual del deterioro ambiental de Chile para luego exponer una de sus soluciones: una Constitución ecocéntrica, que ponga a la naturaleza en «el centro». La crítica principal que desplegaremos puede resumirse así: pese a que el libro reconoce que la Naturaleza es un sistema complejo, olvida que la política también lo es. De este modo, omite diversos aspectos sociológicos, electorales, materiales y económicos que podrían surgir al implementar una Constitución entendida bajo sus términos.
En las primeras páginas de Por una Constitución Ecológica, Costa afirma que «las constituciones, de alguna manera crean a los países», y sigue a continuación, con ciertos matices: «Son un acto formal y, aunque por supuesto no constituyen el único que define cómo será un país, son un eslabón fundamental en el proceso de construcción de un país, porque marcan el espíritu con el que se enfrentará la vida social, señalando caminos más cercanos al individualismo o lo colectivo que irán siendo perseguidos en lo sucesivo por las leyes, los jueces, las políticas públicas y las deliberaciones».
Que una Constitución determine la «creación» de un país, tal como indica Costa es tan importante como cuestionable: conforma la antigua creencia de que es posible diseñar el orden social desde arriba (tal como lo intentó Pinochet), pero por ejemplo Carlos Peña sostiene todo lo contrario. Cuando Peña expone su tesis de la Constitución sociológica, sugiere que ésta se va acomodando a los cambios de la estructura social, y no al revés (la tesis de Peña parece más persuasiva y consciente de los límites del Derecho). De todos modos, la frase refleja muy bien y coincide con la tónica de la Convención Constituyente hasta ahora: crear un país. En otras palabras, refundarlo todo; usar materia prima para que manos orfebres vengan a moldear nuestros usos, costumbres y relaciones.
La realidad no es tan simple. Las Constituciones son herramientas político-jurídicas que van mejorando a través de un proceso de ensayo y error, no a tabula rasa. Estas son solo un artificio humano, y como tales poseen un alcance limitado. El constituyente está muy lejos de ser el «pequeño dios» huidobriano.
Son este tipo de creencias que hacen que las Constituciones pierdan su finalidad. Ciertas ideas sobre constitucionalismo se han ido desdibujando y perdiendo su orientación primigenia, convirtiéndose más bien en meras declaraciones de poder; en otras palabras, en instrumentos políticos que aseguran el dominio de unos grupos sobre otros (quizá por eso tanta insistencia en que la que hoy se prepara en Chile sea feminista, plurinacional, ecológica, regional) [Ferrajoli, 2012]. La idea de Constitución Ecológica de Costa refuerza esta premisa, y deja la posibilidad de que, bajo la urgente premisa de protección a la Naturaleza, la carta fundamental sea una herramienta que habilite a funcionarios estatales, políticos y grupos de activistas ambientales para hacer y deshacer.
La definición del autor para una Constitución Ecológica «que ponga a la protección del medioambiente en el centro de las preocupaciones de la sociedad, tendiendo a una armonización entre las actividades sociales y la naturaleza» (p. 37) es deficiente, pues no contiene ni género próximo ni diferencia específica [1]. Aunque el autor no lo diga expresamente, tales directrices conducirían por vía judicial a la paralización de varias actividades, y no sólo aquellas de carácter «económico-rentista», sino incluso las de supervivencia. Se afirma en el libro, por ejemplo, que superar la crisis climática y ecológica es un «deber ético»: «… conservar un bosque nativo o un humedal, dejar de quemar carbón y leña tiene consecuencias inmediatas y de largo plazo sobre nuestras condiciones de vida» (p. 31). En eso estamos de acuerdo; el problema es que el tránsito hacia las soluciones no es tan sencillo y los intelectuales deben contribuir advirtiéndolo.
En gran medida, tales cambios dependen de las condiciones materiales y tecnológicas del país. Es más, fueron estas mismas condiciones las que han permitido a Chile ser una de las naciones pioneras de la región en la descarbonificación de la matriz energética. El libro parece olvidar que el peligro de retroceder siempre existe, acaso porque el autor posee intenciones nobles pero excesiva confianza en las formas propuestas. Tan solo recordemos que pese a que se fijó a 2025 como fecha de cierre para las termoeléctricas, la central a carbón Ventanas 1 tuvo que volver a funcionar debido a la crisis energética causada por la sequía, una catástrofe que si bien tiene una dimensión antropogénica, también posee otra natural (lo que tampoco se menciona). El presente no es un problema de mera voluntad política.
No existen fórmulas de generación espontánea para cambiar matrices energéticas de un segundo a otro. Chile, con esfuerzo, ha ido avanzando hacia mejores estándares. De hecho, si comparamos el PIB y la cantidad de toneladas de gases con efecto invernadero de nuestro país con otros países de Constituciones Ecológicas-modelo —tales como Bolivia, Ecuador, y Colombia—, la proporción indica que, al menos en esta materia, el nuestro es menos contaminante.
Esta es la oportunidad para que la nueva Constitución regule y consagre la protección de los ecosistemas y nuestros recursos naturales, pero no desde el maximalismo escuchado hasta ahora en el debate constituyente (¿asesorías incorrectas?; ¿soberbia de los convencionales?; ¿ignorancia?). Aunque es casi un lugar común decir que las comunidades, el mundo empresarial y las autoridades están en deuda con el mundo natural, es bueno repetirlo. En tiempos de una megasequía histórica, también estamos al debe con aquellos chilenos que hoy sufren los efectos degradantes de la contaminación y la destrucción de su entorno natural. La vía jurídica para retribuirlos debe ser realista y efectiva; más cercana a deberes exigibles e imperativos morales que a derechos y judicialización excesiva. Pero aquello no servirá de nada si no se avanza en otro punto importante y que Costa sí remarca: se trata de virtudes, de ética (p. 149).
Según Roger Scruton, el verdadero cambio nace de abajo hacia arriba; desde personas comunes, que asociadas con otras deciden hacerse cargo del cuidado de la propia comunidad (no de la presión de activistas políticos camuflados). La actitud de cada uno irá provocando el cambio; por ejemplo, al dejar de consumir algunas cosas y privilegiar otras. Costa caricaturiza la economía restringiéndola a la acción del homo economicus y a la mera maximización de las utilidades de las empresas, sin detenerse en el tipo de preferencias cotidianas e individuales que también la impulsan. Necesitamos un cambio ético sobre la conformación y relación con nuestro entorno. La Constitución puede sin duda ayudar a aquello, pero no conseguirlo por sí sola.
Como dice Parra: «¡Hay que cambiarlo todo de raíz!». Pero primero debemos reconocer esas raíces en nosotros mismos. La «econstitución» mencionada por el antipoeta y que pone fin a este libro (p. 177) no es una herramienta jurídica, sino más bien hace referencia a la propia constitución del ser humano, aquella con ‘c’ minúscula que nos constituye y que nunca debió pensarse fuera de la Naturaleza. Lo advirtió hace varias décadas Luis Oyarzún, escritor y ecologista pionero, de quien Parra sacó estas ideas. Que hoy se busque imponer aquello del «nuevo modelo de desarrollo» (p. 160) por la fuerza estatal a través de una nueva ley suprema, hay que decirlo, no es más que un cliché que causa al menos desconfianza. No vaya a ser que una Constitución llena de buenas intenciones termine sacando lo más sucio del ser humano a la superficie.
[1] Para ver una definición de Constitución ecológica y profundizar en el tema véase: COLLINS, Lynda (2021). The Ecological Constitution. Reframing Environmetal Law. (Routledge Focus).