«Al tiro»: por qué urge una mejor institucionalidad en el control de armas
07.02.2022
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07.02.2022
Cada año sube la inscripción de armas particulares en Chile. Suben también, desgraciadamente, su uso homicida, la cantidad de armas extraviadas o sustraídas, y las personas con antecedentes penales que mantienen armas vigentes. Se observan además estadísticas insólitas, como la gran cantidad de armas inscritas a nombre de personas muertas e irrastreables. Lo que baja indefectiblemente es la fiscalización y la cantidad de recursos para ello. Un criminólogo e investigador de control armado vincula en esta columna para CIPER las preocupantes cifras, y sugiere propuestas de políticas que hagan más efectivo su registro y regulación.
Las armas de fuego se hacen presentes en nuestra rutina a través de cíclicas menciones en los medios de comunicación, mayormente exacerbadas en tiempos pre y post electorales (cuando las agendas programáticas securitarias puedan explotar desde los pavores sociales a las bien trabajadas —o mal satisfechas— sensaciones de inseguridad e impunidad). Se repiten también las referencias a la invasividad de la muerte, incluso contra las vidas de niños, niñas y adolescentes como víctimas inocentes. O de adultos apellidados en sus roles, delincuenciales o policiales. O de transeúntes de vía, compradores en ferias o recién llegados de vacaciones, cerca de sus casas o lejos de sus países de origen; todos alcanzados por el uso de los objetos letales de cañón horadado.
La respuesta ofrecida y exigida sigue manifestándose, en frenética reactividad, en nuevas modificaciones legales, aunque lejos de criterios de realidad y eficiencia en su ejecución. En torno a las armas de fuego ha sido permanente el uso y abuso de la apelación a nuestra percepción de miedo (en relación a quienes las empuñan y a quienes las apuntan) y de indignación (hacia quienes deberían regularlas y controlarlas).
«Al tiro»: tal como una de nuestras expresiones cotidianas más características y frecuentes, el pasado mes de enero fuimos sorprendidos con la casi simultánea presentación por el gobierno saliente de un Proyecto de Nuevo Código Penal (que sintetiza en cinco artículos la regulación armada) y la publicación de la Ley 21.412 que «fortalece el control de armas». Sobre dicha ley —cuya previa reflexión abarcaría, ojalá, un próximo artículo completo, y que cruzó nueve intentos en catorce años de la alternancia entre los cuatro gobiernos de los presidentes Bachelet y Piñera— nos retorna la siguiente reflexión: si modificar leyes significa mejorar el control de las armas, entonces sólo asoma un incipiente intento por implementar estándares de eficacia y eficiencia en la gestión sobre el ingreso/registro de múltiples sistemas de información/fiscalización y coordinación de las Instituciones castrenses que siguen como las encargadas del parque armamentístico privado del país (aunque la incorporación del Ministerio del Interior como sancionador conjunto del plan anual de fiscalización de armas de fuego devela un primer avance hacia el control civil de un fenómeno más de seguridad pública que de defensa nacional).
Ante la insoslayable relación constatada entre homicidios y armas de fuego, en plena transición de autoridades políticas, y en nuestra esquizofrénica confrontación estadística entre frecuencias delictivas que disminuyen y sensaciones de inseguridad que aumentan, ofrezco para desarrollar en sentido de urgencia las siguientes perspectivas. Incluyo algunas cifras de la Fiscalía Nacional que no suenan nada bien, tal como estruendo de bala disparada:
Sin entrar en esta ocasión a debatir sobre la necesidad y oportunidad para sustituir la institucionalidad controladora —por ahora, a cargo de la Dirección General de Movilización General (DGMN, con representantes de las FF. AA. y de Orden y Seguridad) y con Carabineros como autoridad fiscalizadora (súmese desde ahora la Policía de Investigaciones)— hay que referir necesariamente a las falencias detectadas por la máxima entidad administrativa de control, la Contraloría General de la República, en Informe 899/2019. Se trata de un pronunciamiento preocupante sobre el ejercicio del control armado por parte de la institucionalidad, que no ha sido prioridad de fiscalización:
Las armas fiscalizadas para las doce comunas del sector sur de la capital (incluidas Puente Alto, La Pintana y San Joaquín) en 2019 fueron 7.986, equivalentes a menos del 1% de las armas inscritas a nivel nacional. ¿Cuál es el porcentaje nacional de fiscalización anual? Una duda inquietante.
¿Debe mantenerse un sistema de control a cargo de una institucionalidad castrense cuestionada en el uso de los recursos, la eficiencia de su gestión y capacidad fiscalizadora, entre otras falencias anteriormente transcritas? Las armas inscritas por particulares son las más incautadas en los sitios del suceso y en la incremental participación de armas en los homicidios y delitos violentos en nuestro país. Si no se fiscalizan —sea yendo hacia ellas u obligando a que el ciudadano las presente a la autoridad, como el modelo argentino—, entonces ¿cómo se recuperan? Si no se impide el acceso delincuencial a ellas, ¿cómo se espera que se utilicen menos?
En relación a los pronunciamientos desde la propia autoridad fiscalizadora de Carabineros, en relación a la falta de recursos materiales y humanos para su cometido relacionado, y respecto a los fondos recaudados y su destinación pro-fiscalizatoria, se mantiene plenamente vigente lo referido en pasado reportaje de CIPER, en relación a la recepción desde la DGMN (al 31 de diciembre de 2018) de la suma de $2.742.909.871 por parte de Carabineros en concepto de trámites de permisos de armas para reinversión en esta delicada función fiscalizadora. Según el mismo informe de Contraloría, Carabineros rindió solamente $1.124.301.004 (al 24 de enero de 2019). Vale la pena revisar el artículo mencionado en relación al caso de desvío de parte de esos dineros como gastos reservados en una investigación vigente.
Sin abusar del método del miedo ni de la indignación, sin duda que, al promediar, en Chile cada año se mata más; y cada vez más con armas de fuego que con otro medio. Se requiere de una propuesta de control de armas de fuego como parte de una política criminal intencionada y decidida, más allá de lo normativo-legal, que considere mínimos comunes en balance de tres ejes: ingreso/control/extracción. El sistema completo de control de elementos peligrosos debe ser un obstáculo principal para evitar tempranamente el uso delincuencial homicida y violento de las armas de fuego inscritas en nuestro país.
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Comparto, en este sentido, las referencias de Romano y Cóncaro (2021) en torno a la necesidad de una Agencia de Control Armado, que concentre la toma de decisiones desde el Ejecutivo. Y de una política de control de armas que atienda las diversas dimensiones, sin dispersión y con capacidad, visión y previsibilidad: capacidad, como presupuesto suficiente para ejecutar eficientemente la política pública; visión, como capacitación de los recursos humanos en la materia; y previsibilidad, como capacidad de comunicar para la práctica y transmitir correctamente sus principios orientadores. El desarme como fundamento de la prevención de la violencia orientará a la sociedad en la búsqueda de soluciones alternativas para la resolución de sus conflictos. El desarme es la acción de una sociedad que voluntariamente entrega sus armas para vivir en una comunidad mejor organizada, más representativa, y alejada de las prácticas violentas. Y es la acción del Estado para recuperar los desvíos intencionados al uso criminal.
La política de armas de fuego debe integrar tres dimensiones, que reúnen medidas muy específicas a las que hay que saber dotar de sentido para construir una visión rectora de la sociedad hacia el desarme: i)la fiscalización del circulante legal; ii)la persecución del mercado ilegal; y iii)la prevención de la proliferación de armas de fuego en la sociedad.
El responsable de la política de control de armas de fuego no puede seguir funcionando como un mero registro, sin capacidad de controlar el mercado de las armas (adquirentes, fabricantes, usuarios). No conocemos cuáles son sus dimensiones, no podemos controlar que quienes las adquieren las usen efectivamente para los usos para los que están autorizadas ni que acaso fabriquen más de lo que corresponde. En desviaciones hacia el mercado ilegal, debe asegurarse que las armas luego de su vida útil, sean destruidas. Y garantizar que una vez que una persona ya no está autorizada para tener un arma de fuego, la entregue o ésta le sea secuestrada.
No existe en Chile un organismo con capacidad de controlar la proliferación y desbalance del circulante de armas que supere la cultura del mero registro. Sin recursos, sin presupuesto, es muy difícil que el organismo pueda cumplir con sus capacidades y compromisos de control. Hoy tenemos un organismo sobrepasado en eficacia y en eficiencia para poder llevar adelante una política de control. Pero se necesita de recursos y fiscalizadores (policiales o no) que controlen una masa de 800 mil armas —cuyo 25% se encuentra inscrito por ya fallecidos— sobre fabricantes, importadores, exportadores, comerciantes y usuarios. ¿Bastarán los más de $2.700 millones anuales para fiscalizar las 815.514 armas inscritas entre 758.069 inscriptores?
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A modo de colofón, los principales problemas de las armas de fuego no son las armas en sí, sino sus resultantes al desvío: el daño que producen en términos de vinculación social y salud pública. La sociedad occidental contemporánea es el producto de relaciones de poder y dominación que condecoran siempre al más fuerte. Esto genera varios problemas: nos vuelve predadores sin presa, nos transforma en predicadores de facilismos falsamente eficaces, nos desconecta de la naturaleza y de su ritmo, y nos desvincula de la comunidad, aun en la comprensión de las aparentes sensaciones y fantasías de «seguridad» que otorgan las armas de fuego en manos particulares. Pero ese ya es otro ambicioso tema (y eso que no nos adentramos aún en el de las armas de cargo fiscal, de uso institucional…).
Necesitamos por ahora de un verdadero control de armas, como manifestación natural de una política institucional que contribuya en la obstrucción al desvío del armamento inscrito por particulares para su uso delincuencial de violencia homicida. Y que propenda a la tenencia mínima y responsable de armas de fuego.