18/O – 2 años: la «tercera fase» del largo proceso de destrucción de Valparaíso
15.10.2021
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15.10.2021
Lo acontecido en la ciudad-puerto desde el estallido social es la tercera fase de un extendido «proceso de destrucción» de Valparaíso, estima el autor de esta columna, historiador y académico porteño. Sobre sus fases, sus responsables y sus consecuencias sobre todo sociales se extiende este diagnóstico tan crítico como desesperanzado. «Valparaíso es aún una ciudad «posportuaria»; es decir, que no ha encontrado su nuevo rumbo o motor de reemplazo. La juventud que desde octubre del 2019 se ha arrojado a las calles sin duda vislumbra ya su falta de lugar y su deseo de darse alguno».
Valparaíso parece ser, más que antes, una ciudad que funciona con respiración artificial. El llamado estallido social y la pandemia no hicieron más que extremar lo que ya era insostenible: la ciudad no tiene qué ofrecer a sus habitantes, hace tiempo que se estrechan las posibilidades de hacer una vida en la «ciudad-puerto», las fuentes de trabajo son escasas, es el Estado, en sus distintas expresiones, el que da empleo (el resto son actividades de autosubsistencia). El proyecto patrimonial fracasó y hoy se reduce a unos pocos hoteles y restaurantes-boutique en un barrio que se desconectó de la ciudad (los cerros Alegre y Concepción), al extremo que los habitantes históricos del puerto se han autoexcluido de él (se les miraría con sospecha, no podrían comprar algo ahí).
Es difícil plantear estas cosas abiertamente. Se suele interpretar como boicot a quienes han asumido la administración de la ciudad (la «alcaldía ciudadana»), pero la verdad es que poco tiene que ver con esto, pues nos enfrentamos a una realidad que los excede con creces. Valparaíso parece ser una ciudad ingestionable o en donde solo cabe una gestión paliativa. El Valparaíso actual es resultado de un proceso cuya peculiaridad consiste en ser una versión radical del proceso general que ha vivido el país los últimos cincuenta años.
En efecto, si hoy nos exigimos una lectura a dos años del estallido es justamente por las particularidades locales que éste tuvo en la ciudad. Si en otras urbes chilenas la manifestación general fue el saqueo del comercio y la destrucción de infraestructura pública, en Valparaíso se destruyó aún más. Incluso cuando, en buena lógica patrimonial, se suponía que acá la ciudadanía tendía a la conservación (una «ciudadanía patrimonial»). Sobre las razones y el destino de esa peculiaridad avanza esta columna[1].
Valparaíso es hoy una ciudad devastada cuya devastación puede ser entendida como la culminación de un proceso de largo aliento.
Aunque la categoría de proceso no goza de buena reputación en historiografía, pues se la asocia a una mistificación de la realidad histórica por vía de imprimir necesidad a una realidad siempre contingente y en donde se descubre la libertad humana, la reivindicamos acá ―corregida del vicio legaliforme― como una posibilidad de dar sentido a lo que ha ocurrido con una ciudad en la que se vive, pero que no se entiende. Y esto en primer lugar porque, pese a la retórica patrimonialista, el pasado ya no nos asiste para comprender el presente, sino que está dispuesto para ser consumido según las expectativas del turista. El problema es que generalmente éste ha terminado siendo el único pasado al que pueden acceder los habitantes de Valparaíso: un Valparaíso bohemio, poético y cultural por el que nunca se llega más allá del mero estereotipo. Y los estereotipos son reconfortantes, pero suelen ser la forma más perniciosa de la ideología: portan prejuicios que, de informar la toma de decisiones, nos condenan a reafirmar o reiterar unos males de los que mejor quisiéramos escapar[2].
El proceso de destrucción de Valparaíso comenzó a inicio de los años ochenta, pero sus condiciones de posibilidad –como la de tantos otros procesos afines en Chile– fueron instaladas con el Golpe de 1973. La tendencia se mantiene aún hoy; lo que cambia son los agentes y sus móviles más inmediatos. Y esto es precisamente lo interesante –y lo trágico–, pues ¿qué explica entonces la destrucción de Valparaíso por sobre las diversas formas en que esta se ejecuta? Y si en verdad se trata de un proceso, ¿cuál es su naturaleza?
Valparaíso fue una ciudad particular, su forma de habitar y su entramado social se fueron dando como la búsqueda propia del mundo popular para darse una vida. Hablamos de una época (de los 40 a los 70) en que la maestranza, el matadero y el puerto demandaban ejércitos de trabajadores, pero hablamos también del trabajo en un momento de avance de los derechos de las clases media y proletaria en Chile. Las universidades y las instituciones del Estado no hacían poco: estudiantes en su mayoría pobres venían del campo o eran hijos de trabajadoras y trabajadores; eran los pocos que lograban sostener la fábula meritocrática, pero al mismo tiempo los muchos que copaban los espacios de sociabilidad popular porteña. La marina en aquel tiempo no era enemiga del pueblo: en sus filas había muchos hijos de madre sola que, sin poder mantenerlos, les daban el mejor destino que podían y «los entregaban a la patria» (la oficialidad siempre fue otra cosa). La calle, los almacenes, las bodegas, los emporios, los restoranes, los bares, los cines de barrio, las fiestas y la farra lo mezclaban todo y hacían de Valparaíso un lugar en sentido antropológico, es decir, un «dónde estar» con sus propias normas de residencia.
Como va descrito –y ante las carencias del presente– puede sonar a idealización, a retrotopía, pero sería cosa de preguntar a los viejos y viejas del puerto por ese mundo ya «sido». Pobreza –miseria– también había, como preocupación y acciones reales por superarla y no solo enmascararla. También había trabajadores analfabetos que manejaban un gran excedente económico. Es sabido que, con lo que ganaba en un turno, un obrero estibador podía incluso subcontratar a un segundo y éste aún a un tercero («medio pollo» y «cuarto pollo» en jerga portuaria). Ese excedente era puro gasto y goce que iba a parar directamente a la ciudad; otro tanto inyectaban en dólares los marinos mercantes extranjeros, cuando un buque debía estar mínimo seis días para descargar y cargar.
Esto, abreviadamente, era Valparaíso. Por eso luego su caída a un abismo sin fin, porque nada fue más castigado que el mundo popular desde el Golpe en adelante; en pocos años retrocedió lo que había conquistado en décadas. Valparaíso era una ciudad tramada casi completamente por la sociabilidad popular, y con el final inducido de ese mundo se inaugura el proceso de destrucción de la ciudad. La dictadura empobreció a los trabajadores, asesinó dirigentes portuarios, abortó la industria local, sacrificó el ferrocarril, despotenció a los sindicatos, redujo el presupuesto destinado a educación, persiguió, torturó y asesinó a estudiantes universitarios, declaró toque de queda, clausuró la noche porteña y envileció a la marina. El resto lo hizo la apertura económica al mundo sin los mínimos resguardos nacionales y la introducción de las tecnologías de la logística portuaria, por las que ya casi no se requiere trabajo humano. En este sentido la destrucción de Valparaíso quizá no sea otra cosa que la expresión radical de la destrucción de Chile, que ya es la versión radical de la destrucción de un país, de su transformación en un mero paisaje periférico de la globalización.
La patrimonialización de parte de la ciudad efectuada desde mediados de los 90, con su retórica conservacionista, no es más que una segunda fase de la destrucción/modernización de Valparaíso. Es una afirmación fuerte y en apariencia contradictoria, pero cuando la gestión patrimonial se lleva a cabo sin un marco legal adecuado, con precario apoyo del Estado y entregada a la expectativa de inversionistas por obtener retornos inmediatos vía turismo, lo que resulta es la destrucción del lugar. En efecto, los sitios patrimoniales devienen no-lugares, según el ya clásico concepto de Marc Augé; es decir, espacios de tránsito en donde no logran establecerse normas de residencia, lugares en que realmente nadie habita. Sin lugar se desvanecen los lazos sociales, y la memoria social –que es un saber para la vida en común– entra en crisis. Quizá en este punto se pueda ir aclarando lo que queremos decir con «destrucción de Valparaíso» más allá de su deterioro, abandono o deliberada destrucción física: se trata de la imposibilidad de un lugar donde hacer una vida, desde luego dentro de la definición convencional (¿pequeñoburguesa?) que en nuestra cultura tiene este término. Puede que en algunos barrios y cerros, subsista aún algún lugar para hacer la vida, la pregunta es hasta cuándo, si ya ni Valparaíso o sus alrededores poseen nuevas fuentes de trabajo donde «ganarse la vida» que no sean en el reducido y elitista espacio de lo que hoy es el campo de los servicios (educación, salud, turismo, gobierno, finanzas), o la cesantía enmascarada en los «trabajos» temporales, informales y domésticos por los que a duras penas logra subsistir parte de la población porteña, a lo que tal vez habría que sumar el narco. Por último, se podrán reinventar barrios de fin de semana, segundas vidas en segundas viviendas, pero no hablamos de esto cuando decimos hacer una vida (una vida verdadera).
Valparaíso es aún una ciudad «posportuaria»; es decir, que no ha encontrado su nuevo rumbo o motor de reemplazo. Nos inclinamos por ahora a pensar que lo que hay aquí es la frustración y sinsentido de lo que Zygmunt Bauman llamó –en su clásico libro Vidas desperdiciadas (2005)[3]– una «humanidad residual». Con dicho término se refería al saldo humano de todo proceso de modernización, entendido éste como un componente propio de la dinámica de la modernidad: la conformación de todo nuevo orden implica la prescindencia de individuos –y de vastos sectores de la población– que antes eran indispensables para el funcionamiento del viejo orden. Son humanos residuales, por ejemplo, todos aquellos que desempeñaban labores en la vieja sociedad industrial-portuaria, antes que fuesen desplazados por la liberalización y automatización. Son aquellos y aquellas que ya «han perdido interés como objeto de explotación»[4]. Privados de sus antiguas formas de subsistencia y de sentido, esas existencias devienen superfluas y malditas, la vía de las políticas de reconversión laboral (incluidas el turismo y el patrimonio) nunca dan abasto. En tanto «políticas» siempre terminan revelándose como mera coartada de la impotencia de un Estado periférico, o de la desidia y complicidad con las nuevas formas de acumulación de riqueza por parte de quienes lo ocupan. La juventud que desde octubre del 2019 se ha arrojado a las calles sin duda vislumbra ya su falta de lugar y su deseo de darse alguno.
Esta última fase de la destrucción de Valparaíso es quizá la más difícil de entender, y no pocos riesgos se corren deslizando hipótesis o meras intuiciones acerca de lo ocurrido. En contraposición a las dos fases anteriores (extinción del mundo industrial-portuario y patrimonialización), en que podemos localizar sujetos clásicos de la acción (la Dictadura en un caso, la Concertación en otro), la actual fase se realiza, aparentemente, de modo inorgánico, podríamos decir que se efectúa «desde abajo». Claramente no se trata aquí de descartar lo que le pueda caber de responsabilidad al gobierno, a las fuerzas de seguridad y a algunos grupos de interés para, en su lugar, cargarlo todo a un chivo expiatorio (el de siempre: los pobres), sino de asumir –para pensar– lo que ineludiblemente hemos visto acontecer: cientos de jóvenes y pobladores en las calles. Motivos, sabemos, hay de sobra para explicar el malestar social y aproximarnos de manera comprensiva al fenómeno de la violencia que ha recorrido Chile desde octubre de 2019, la que hemos vivido de manera aguda en Valparaíso, probablemente porque aquí los mismos motivos se padecen con tanto o más dramatismo y dolor desde hace mucho tiempo. Pero descubrir las causas no implica automáticamente que podamos acceder en lo inmediato al sentido de esa violencia, a lo que conduce. El cliché de la destrucción creativa ronda como una posibilidad luminosa, pero demasiado ingenua a nuestro juicio visto lo difícil que es trastocar la estructura de poder de un país cruzado por tantos (y tan potentes) intereses concertados.
Es la destrucción de Valparaíso a manos de su humanidad residual, las y los sacrificados de la modernización neoliberal –que abarca a toda existencia caduca, indiferentemente de su adscripción política– lo que permite dar unidad al fenómeno, lo que nos autoriza a hablar de «un proceso». Se deshacen de una ciudad que no les brinda nada más que la escenografía melancólica de sus vidas desperdiciadas. ¿Y los «valores patrimoniales»? Pues será cosa de turistas, emprendedores de la cultura, el Ministerio respectivo y de esos micronacionalistas que practican el culto chauvinista a la ciudad.
Fue justamente a mediado de los 90, época de negociaciones para la reconversión de los últimos trabajadores portuarios y de entrada de los grandes grupos económicos monooperadores (que desplazaron a los pequeños empresarios afines a la dictadura que se habían repartido las distintas funciones portuarias), que se registraron las primeras iniciativas por parte del gobierno de turno –Frei Ruiz-Tagle– para hacer de Valparaíso Patrimonio de la Humanidad, lo que implicaba asumir que la situación del puerto era irreversible y apostar por el turismo, la cultura y los servicios como principal motor económico de recambio de la ciudad. La cúpula política de la Concertación de Partidos por la Democracia ya poseía una proyección del futuro para Valparaíso, así al menos se dejó entrever al poco tiempo en las descuidadas declaraciones de sus altos personeros. El 2007, en un programa de televisión de horario estelar, Soledad Alvear (en aquel momento presidenta del Partido Demócrata Cristiano), señalaba:
«Tenemos que potenciar las regiones con lo que tenemos como alternativa. Hay regiones que se deben potenciar desde el punto de vista servicios. A mí me gusta hacer una mirada como optimista; como adelante, hacia futuro. Una dice, ¿pero por qué una región como Valparaíso que tiene tantas universidades, tanta gente tan brillante no puede ser capaz de pensar que puede ser un Miami en materia de servicios en América Latina? Yo creo que es posible»[5].
Años más tarde, en una entrevista sobre los orígenes de la sociología en Valparaíso, Ernesto Ottone Fernández (asesor del gobierno de Ricardo Lagos) trazaba una retrospectiva al respecto:
R: Perdona, yo siempre he pensado: ¿se puede planificar tanto una ciudad como Valparaíso, en que de repente pesa también mucho lo espontáneo?
E: Pero, ¿lo espontáneo…? ¿Por qué surgieron los restaurantes entre el 2003 y el 2006, y no entre 1995 y 1998 que estábamos creciendo como locos? Claro, tienes que tener un cuento, un relato, nosotros le hicimos un relato a Valparaíso[6].
El Valparaíso patrimonial es el relato concertacionista de la ciudad, es su ingreso a una nueva lógica cultural y la redefinición de su vocación portuaria. Valparaíso entra, desprevenida y repleta de contradicciones, a la era postindustrial. Así entendida, la patrimonialización de la ciudad fue una operación efectuada «desde arriba». En efecto, la denominada «gestión patrimonial» constituye su última estrategia modernizadora, pues convierte en mercancía todo aquello que aún se resistía (la memoria, la cultura, la historia), incluyendo también las ruinas de la ciudad portuaria que fue Valparaíso.
Pero la apuesta patrimonial, aunque fracasada[7], parece haber dejado una herencia: la de entender que hay una nueva fuente de negocios, los intangibles, la cultura, los relatos, las causas. Se abre paso hoy la política-emprendimiento tomando elementos y prácticas del mundo de los negocios y de las viejas prácticas políticas. Así un individuo combina en su ruta sentido de oportunidad y oportunismo, espíritu de empresa y fuertes dosis de retórica humanista (usualmente vehiculizada en la víctima como héroe de nuestra época)[8]. Es una nueva época, y hay que saber leerla en sus oportunidades: ya no hay que estudiar ingeniería comercial, sino ciencia política.
El «humanismo burgués», aquel que el viejo pensamiento crítico (Althusser y Foucault) tanto se esforzaron por desmitificar, vuelve hoy en su versión más barata ―inconsciente de su historia―, en una suerte de renovada filosofía del self-made: en la figura del emprendedor, el empoderamiento e incluso en la fantasía de deconstruirse a voluntad (quien se deconstruye dobla su valor en el mercado de las causas).
Valparaíso ha sido escenario privilegiado («plataforma», suele decirse) de este tipo de emprendimientos que, pese a sus mensajes progresistas y antisistema, se aplican dócilmente para continuar en una lógica global. Porque en un país como Chile la política misma, antes de la adhesión a tal o cual ideario, es neoliberal.
[1] Los principales planteamientos de esta columna han sido expuestos previamente en mi libro La destrucción de Valparaíso. Escritos antipatrimonialistas (Valparaíso: Ediciones Inubicalistas, 2020). Se puede descargar libremente desde aquí.
[2] El filósofo chileno Sergio Rojas ha señalado: «El turismo es una máquina del tiempo que permite viajar al pasado (¿quién querría viajar al futuro en tiempo de neoliberalismo?) Desde un presente que se vive ‘sin alternativa’. Sabemos que la memoria de la ciudad que el turista recoge en la forma de souvenirs no coincide con la memoria de los habitantes del lugar». «Contra la memoria en sepia», citado en en ARAVENA, Pablo, La destrucción de Valparaíso…, p. 19.
[3] BAUMAN, Zygmunt (2005). Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (Barcelona: Paidós).
[4] En el documental Chile. Los héroes están fatigados (Marco Enríquez-Ominami, 2002) se registra la honesta posición de José Joaquín Brunner: «Hay una frase feroz de Fernando Enrique Cardoso, todavía como sociólogo, antes de que fuera presidente, que dice: «El riesgo de los países de América Latina es que si no logran asociarse a la revolución contemporánea –la llama así, pero está hablando de la globalización, los mercados, la competitividad– es que van a perder incluso interés como objeto de explotación»».
[5] ALVEAR, Soledad, en «Tolerancia Cero», Chilevisión, noviembre de 2007.
[6] LEAL, Valentina, en entrevista realizada en el contexto del proyecto «Memorias de la sociología en Valparaíso», 2010.
[7] Al respecto se puede consultar en internet el Informe realizado por Pablo Trivelli: The sustainability of urban heritage preservation: interventions to support economic and residential investments in urban Heritage areas of latin america and the caribbean (rg―t1620): case study Valparaíso, Disponible en: www.prduv.cl
[8] Ver GIGLIOLI, Daniel. Crítica de la víctima (Barcelona: Herder, 2017). También HARTOG, François, «El tiempo de las víctimas», en Revista de Estudios Sociales N°44 (Bogotá, diciembre de 2012), pp. 12-19.