Tenemos que Hablar de Chile: seis conclusiones que aprendimos tras escuchar
16.06.2021
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16.06.2021
Tenemos que hablar de Chile es un proceso de diálogos y escucha que convocó a más 100 mil personas y sumó más de 3.500 horas de conversaciones. Organizado por las universidades Católica y de Chile, entre otras entidades, surgió a finales de 2019 después del “estallido social”. Todo ese registro se sistematizó. En esta columna de opinión, el director de esa iniciativa cuenta que el informe final contiene “hallazgos” que “pueden ayudar un poco a mejorar las respuestas a las preguntas sobre la naturaleza del malestar (que manifiestan los chilenos), los resultados de las elecciones, el funcionamiento de la Convención Constitucional y el rol de los partidos”.
(*) El autor es director ejecutivo de Tenemos que Hablar de Chile.
Créditos imágenes: Tenemos que Hablar de Chile
Son tiempos de reflexión. ¿Qué pasa en Chile? ¿Qué piensan las personas? El menú trae opiniones variadas. Desde aquellos que ponen la mirada en las decisiones de las personas –donde aparecen los esperanzados–, hasta los que plantean que las personas están equivocadas y adoctrinadas, en un camino de voluntarismo. Otros discuten sobre el modelo: “que hay que arreglarlo”, “que hay que cambiarlo”. Aquí quiero compartir un intento más de sumar miradas a esos múltiples análisis y profundizar su sentido, tras haber tenido la suerte de participar en un gran proceso de escucha durante 2020 llamado Tenemos que Hablar de Chile. Y desde ahí, con humildad y transparencia, quiero compartir algunas reflexiones y aprendizajes.
Tenemos que Hablar de Chile nació a finales del 2019 como un proyecto impulsado por las universidades Católica y de Chile, junto a muchas otras casas de estudio y organizaciones. Entre abril y noviembre de 2020, más de 100 mil personas participaron mediante distintos mecanismos, destacándose uno de ellos: en grupos de cinco a seis personas, los participantes se unían a una videollamada y conversaban sobre lo que hay que cambiar, mejorar o mantener en Chile.
Se hicieron más de 3.500 horas de diálogo, sobre la base de grupos que representaran la diversidad del país de la mejor forma. Todo ese registro se sistematizó y resultó en un informe con varios hallazgos que se han hecho públicos. Estos nos pueden ayudar un poco a mejorar las respuestas a la pregunta sobre la naturaleza del malestar, los resultados de las elecciones, el funcionamiento de la Convención Constitucional y el rol de los partidos. O al menos, eso me han dicho varios académicos con los que hemos revisado los resultados.
Aquí un par de ideas en seis puntos.
La idea es más menos la siguiente: el malestar, según los diálogos de Tenemos que Hablar de Chile, tiene dos componentes. Por un lado, y aunque es muy diverso en sus razones, tiene una emoción de raíz común: la inseguridad y la fragilidad de los proyectos de vida. Las personas sienten que, si se pensionan, tienen un problema de salud, se quedan sin trabajo o sus hijos van a una escuela que no querían, su proyecto de vida se desmorona. Tenemos una inseguridad multidimensional, anclada en la percepción situacional de cada persona. Es decir, muchos sienten que tienen algo que perder y que, más aún, es fácil perderlo. Es la pandemia, pero también es desde antes de la pandemia. Es una mezcla compleja y amplificadora.
El segundo componente es el trato, tanto de las instituciones como de la sociedad. ¿Cómo toma forma esto? A través del chilenismo “me están cagando”. En el trato por parte del Estado, es “la eterna espera”; en el de las grandes empresas, es “la letra chica”, y en el de la política, es “solo vienen pal’ voto”. Es un mal trato en las relaciones a nivel de sociedad. Maltrato, literal y con todas sus letras.
Por eso, ojo cuando se dice que el malestar no es solo por los $30. Porque los $30 representan la inseguridad y el mal trato, en su dimensión material e inmaterial. Los $30 representan el modelo del funcionamiento de la vida de las personas, un modelo del que no discuten los políticos. Son diversos y variados los $30 en los que la institucionalidad no te ayuda, porque los $30 te dejan bajo el agua, te desestabilizan y si le sumas el “levántese más temprano” y “compre flores”, tienes la paciencia colmada. Lo vivimos en octubre de 2019.
Al parecer, ese quiebre desde el relato del jaguar latinoamericano que redujo la pobreza, expandió la educación, las carreteras, el agua potable y muchos otros indicadores, chocó con la subjetividad de las personas, su sentir y la desconfianza. La fragilidad (real) con la que sienten sus proyectos de vida, además del trato y la desconfianza en las instituciones, producen más incertidumbre e inseguridad.
La discusión de quienes participaron no fue “más o menos Estado”. La permeabilidad de los discursos políticos reinantes fue baja. La ciudadanía no habla en código político, menos con palabras o respuestas del tipo político/ideológicas. Emergió más bien un relato diverso, pero con un cierto hilo conductor. A saber, las instituciones importan, juegan un rol central en la seguridad de la vida y la convivencia. De igual forma, la política y sus representantes importan porque gobiernan las instituciones. Pero las instituciones no están funcionando y la política “no cocina pa’ la gente, ni con la gente”, solo se percibe como una disputa para ver quién se queda con el liderato en las instituciones, porque “allá dentro están asegurados”, dicen los participantes.
Este es un relato que en Tenemos que Hablar de Chile hemos llamado de protegidos y desprotegidos. Por eso toma tanta fuerza el anhelo de cambio. Se quiere un cambio frente al malestar.
De lo que escuchamos, pudimos percibir que el cambio tiene dos formas. Por una parte, el cambio de la política y la mejora de las instituciones y, en segundo término, el cambio social.
Lo que las personas manifiestan es que la política debe cambiar y las instituciones tienen que mejorar para que ayuden a que la vida sea más estable y segura. Un cambio estabilizador de la vida, las bases institucionales para que los distintos proyectos de vida se desarrollen. Las personas no quieren que el Estado les defina su proyecto de vida, pero sí que les ayude para surgir y convivir. Y para las personas, según lo que escuchamos, esto tiene mucho que ver con la política. No la disyuntiva entre presidencialismo y parlamentarismo, sino cómo funciona la toma de decisiones, cómo se gobierna. Y, en la mirada de las personas, hoy se gobierna capturando las instituciones. Y ahí hay radicalidad en el cambio que se espera. La política tiene que cambiar sus prácticas.
Respecto a las instituciones, la innovación apunta más bien a la integración. Las personas hablan de instituciones más integradoras, que permitan los diversos proyectos de vida, pero que ayuden también a que estos puedan surgir.
Lo que escuchamos sobre el cambio, es que también debe ser social. Un cambio en cómo nos tratamos. Y ahí también hay un relato de encuentro. No es un relato de ruptura. El fin, al menos en lo que escuchamos, son instituciones que ayuden a los proyectos de vida y a la convivencia. Ambas dimensiones, según los participantes, son abarcadas de mala manera por los partidos políticos: siguen en su disputa, se tratan mal y la vida sigue inestable. Ahí se produce la pérdida de confianza y la sensación de no sentirse representado/a. Es la falta de buen populismo y la sobra de demagogia.
Esta inseguridad e incertidumbre multidimensional tiende a veces a agruparse. Son las mujeres, la violencia de género, los territorios, los pueblos originarios, los grupos etarios, la diversidad sexual, las personas con discapacidad, los religiosos, los del agua, los de las empresas B, las pymes, entre tantos otros que se agrupan. Pero también hay una gran mayoría que no se hace parte de identidades específicas, que no está agrupada, que no está organizada en una causa. Y probablemente ahí está el rol de los partidos: canalizar y darle un espacio de encuentro al que no se articula por un interés específico, ni una identidad particular, ni tiene el tiempo para estar activo. Ellos son los que necesitan de representantes. Y, por lo que vimos, hay un espacio todavía muy grande para ello.
Quizás nunca imaginamos la magnitud de la sintonía que hubo entre lo que habíamos escuchado en los diálogos y lo que sucedió en las elecciones. Le escuché a un independiente que los partidos trataron de meter “gato por liebre”: mucho independiente, pero dentro de los partidos. Las personas se fueron por los “verdaderos” independientes. Aunque, la verdad, no son tan independientes, porque llevaban años haciendo trabajo territorial, agrupados por causas diversas y concretas. Además, con tantas listas, la barrera de votos para ingresar a la convención bajó y el mapa se rearticuló. De esta forma, les fue bien a varios jóvenes independientes y a algunos políticos clásicos que venían del Congreso. Es el aparecer de una ciudadanía diversa, de un pueblo o varios. Una ciudadanía de múltiples expresiones, orígenes, causas, territorios, edades e identidades. Una mezcla entre la ciudadanía que se ha agrupado por malestares específicos y representantes políticos de las personas no identitarias.
Los partidos, vueltos locos, trataron de reconfigurar sus fuerzas, intentando responder a un desafío para el que no tienen todas las respuestas. Porque siguen explicando desde su punto de vista los fenómenos que están ocurriendo, y no desde los muchos otros puntos de vista que hay fuera de ellos. Así, volvieron al típico discurso de vencidos y vencedores, de izquierda y derecha, de malos y buenos. Probablemente, las personas los vieron tratando de reordenar su fuerza para seguir en la disputa de las instituciones. Pero esta vez, mientras se atrapan en la dinámica electoral de las instituciones, deberían recordar que estamos en un tiempo para darles forma. Y que solo si eso se hace bien, considerando la inestabilidad que viven las personas, se podrá construir espacios para los partidos en el futuro de este país.
Lo que aprendimos escuchando es que posiblemente ese rol parte por ponerse los zapatos de la incertidumbre y ayudarnos a salir de ella. A no perder la esperanza, que todavía existe, pero que juega en el límite, y a proponer un camino para ello. Ese rol es ayudar a conducir y navegar la incertidumbre en que viven muchas personas, empatizar con la inseguridad generalizada, porque todavía deja espacio para la esperanza. Estamos en una pandemia, cambio climático, crisis social, política, económica, etc. Se necesitan partidos dispuestos a hacerse cargo de ese hilo delgado entre la esperanza y la desesperanza. Que sean, entonces, el espacio de encuentro para esa diversidad desorganizada, con otros organizados, en la construcción del país que viene. Es un esfuerzo hacia dentro y hacia fuera, porque vienen cambios y si estamos parados en una incertidumbre gigante, no es sano que nuestros representantes aumenten la inestabilidad. Se espera que la conduzcan a puerto.
Necesitamos proyectos estabilizadores de la convivencia social y del desarrollo de los distintos proyectos de vida. Y esto no es solo material. La inseguridad tiene que ver también con la confianza, el trato, el encuentro y la cohesión social. Hay mucha desconfianza, miedo y rabia entre las personas. Esto no se trata solo de soltar la billetera. O de las voluntades. Como si todo fuera un problema de voluntades.
Por eso el proceso constituyente es tan importante. Y su forma, la manera en que opere, sus prácticas, serán la base de los cambios. Las reglas que queden escritas son tan importantes como las reglas no escritas, aquellas que versan sobre cómo se van a tratar adentro y cómo integrarán a una gran ciudadanía no organizada.
La esperanza surgía, dentro de Tenemos que Hablar de Chile, en largas conversaciones con personas diversas. El diálogo era el camino para construir el camino. Antes de negociar, escuchar. Entender y escuchar.
Esa capacidad existe, lo aprendimos también en las miles de conversaciones que pudimos presenciar en Tenemos que Hablar de Chile. Hay una gran capacidad de diálogo, escucha, entendimiento y complementariedad, que hoy está cancelada porque nos encontramos solo entre los que piensan igual. Por eso, vetar al otro es igual a vetar nuestra diversidad. Vetar al otro es negarlo, invisibilizarlo, ignorarlo. Y ese no es el camino. Desde nuestra humilde experiencia aprendimos que el camino es construir en el encuentro un proyecto integrador de país, con la pluralidad de ideas y miradas diversas que existen en esta tierra.