El royalty minero y la teoría económica
04.06.2021
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04.06.2021
¿Qué es el royalty minero? Para el autor de esta columna, el economista José Gabriel Palma, se trata esencialmente de “el ejercicio de un derecho” y de una oportunidad que “puede transformarse en la solución a problemas urgentes”, como “reactivar el crecimiento de la productividad”, “recaudar los tan necesitados ingresos públicos” y “revertir nuestra obscena ―y autoconstruida― desigualdad”. Con el debate instalado en la agenda, Palma advierte que “ya no hay espacio ni tiempo para seguir farreándonos nuestras oportunidades” y que el tema debería zanjarse cuanto antes. “Tal como ocurre con la desigualdad, lo constitucional y tanto más, en democracia cada país se merece el royalty que tiene”, concluye.In Dieppe, the Duke’s bodybuilding club is struggling with the health crisis oral steroids 12 foods to burn fat (1/3) muscu bodybuilding tips.
Sorprende la liviandad del debate económico. Lo del royalty es un buen ejemplo (el TPP-11 es otro). Como el empresariado, la derecha y tanto experto del “partido del orden” ―ese grupo transversal de economistas con fuertes vínculos con conglomerados― eran dueños del “sentido común” (según la perspectiva de Gramsci), ellos rayaban la cancha y monopolizaban el debate. La superficialidad les jugaba a favor.
El desorden analítico en lo del royalty es tal, que no sólo los que están en contra, sino también muchos a favor, están convencidos que no es más que un “impuesto”. Unos quieren que siga la fábula de Lagos y Eyzaguirre y su recaudación neta insignificante (la bruta no llega al equivalente del 1% de las ventas, y hay que restar las franquicias tributarias relacionadas); otros prefieren el 3% de las ventas (progresivo); y el Frente Amplio antes sugería 5% (promedio de otros países).
La Academia de la Lengua parece ser la que más entiende de teoría económica, pues define al royalty como “la cantidad que se paga al propietario de un derecho a cambio del permiso para ejercerlo”. Esto es, lo que los propietarios del cobre que está en la roca, nosotros, debemos cobrar por el permiso para explotarlo. Digan lo que digan los decretos corruptos de la dictadura (como la Ley Minera de 1981), y de la democracia (como la Ley Longueira y la piñata de “concesiones plenas”), es así de simple. Eso también aplica al agua de las lluvias y deshielos, a las cuotas de pesca, y a tanto otro bien común de nuestra exclusiva propiedad. Ojalá que la nueva Constitución sea clarísima en eso, y haga que algunas tergiversaciones, como las mencionadas, sean inconstitucionales.
Es como si yo tuviese una casa en la playa y pusiera un aviso: cobro tantos pesos como “impuesto” por arrendarla en febrero. O una tierra en el sur, y le dijera a un mediero que el “impuesto” que le voy a cobrar por el derecho a trabajar mi tierra, equivale a tal porcentaje de las ventas. O como si a una constructora le dijese que el “impuesto” que va a tener que pagarme por comprar mi sitio, es tanto. Así de absurdo.
Pero como nuestra oligarquía cree que seguimos en los tiempos del Gran Señor y Rajadiablos, creen tener el “derecho a pernada” respecto de nuestros recursos naturales. Así, sólo entre 2005 y 2014, las mineras se llevaron “rentas graciosas” (sin justificación económica) más altas que el costo total del Plan Marshall (en moneda actual), que reconstruyó a la Europa devastada por la guerra (ver el siguiente documento). La oligarquía está tan acostumbrada a vivir de recolectar la fruta que está al alcance de la mano, que cree que todo lo que nos dio la naturaleza es de su propiedad.
Junto a burdas hipocresías como el TPP-11 (ver aquí y aquí) ―provenientes de un gobierno a la deriva, que busca que el próximo período sea aún más ingobernable―, el royalty transparenta mejor que nada la ideología neo-liberal: insiste en la santidad de los derechos de propiedad individual, pero ignora los colectivos (lo que recuerda a los “patriotas” que violaron los derechos de propiedad colectivos de nuestros pueblos ancestrales, pese a que estaban reconocidos en la legislación de esa época). Esto caracteriza el discurso oligárquico: crear relatos y armonizar narrativas con elementos que no solo son heterogéneos, sino contradictorios.
Si bien el salitre también se privatizó corruptamente, Santa María y Balmaceda al menos recuperaban su renta ―el royalty llegó al tercio de las ventas―. Es más, como estos Presidentes ―a diferencia de los actuales― entendían sobre economía, no sólo recuperaban dicha renta, sino también la invertían en generar nuevas capacidades productivas, en infraestructura (ferrocarril), en la diversificación productiva (manufactura), en educación (Balmaceda sextuplicó ese gasto) y en salud pública.
Actualmente, en cambio, se regalan sin siquiera imponer obligaciones recíprocas, como el ser invertidas en la industrialización minera o en reparar impactos ambientales de las actividades extractivas. Además, durante el superciclo, el consumo saltó del 65% del PIB (2007) al 76% (2014, cuando terminó el primer período presidencial de la derecha después de medio siglo). La extravagancia fue tal, que la cuenta corriente cayó de un superávit del 5% del PIB (2006), a un déficit del 4% (2013). ¡Populismo con esteroides!
Un problema serio de la teoría económica neo-clásica es que ignora que el total de la renta de los recursos naturales se apropia en lo meramente extractivo. Luego vienen actividades industriales que sólo ofrecen utilidades operativas “normales” (fundición, alambrón, etc.), pues usan tecnologías maduras y generan productos homogéneos. Para volver a generar rentas hay que avanzar más, hasta llegar a productos donde se requiera innovación (ver el siguiente enlace).
Por eso, las economías desreguladas que regalan dichas rentas, sin un Estado inteligente en el sentido que postula Mazzucato ―como la chilena de hace 50 años― se queden inevitablemente pegadas en lo meramente extractivo. Rentas no faltan ―el Banco Mundial estima que el promedio de dichas rentas es mayor al 15% del PIB por año desde el inicio del super-ciclo―, pero estas rentas se transforman en “no-productivas”, pues no hay nada endógeno en el mercado que incentive su inversión en diversificación productiva. Por esta falla de mercado, Chile termina con la escoria como su principal producto de exportación por volumen. ¡Receta para quedarse pegado en el subdesarrollo!
Tampoco debería sorprender que, cuando lo extractivo toca techo, los conglomerados rentistas buscan el “más de lo mismo” en países vecinos, donde aún quedan nichos extractivos. Los activos aparecen allá, pero los pasivos quedan en Chile. Junto a la fuga de capitales, paraísos fiscales y departamentos en Palm Beach, esa diversificación externa también es parte de su “exit strategy”.
La principal lección del “Modelo Nórdico” es que la forma de solucionar dicha falla de mercado es que hay que “empujar” lo meramente extractivo y transformarlo en algo de mayor valor agregado. Se necesitan políticas industriales que coordinen la inversión pública y privada. El capítulo 12 de La Teoría General también ilumina.
¿Y las ventajas comparativas?, diría nuestro experto. Como explicaba un Presidente del Banco Central Coreano, “nuestra ventaja comparativa fue hacer lo que se nos dio la gana, pero hacerlo bien”. ¡Da gusto ver que al menos algunos expertos entienden de economía!
Entre nuestros “expertos”, en cambio, tenemos a uno que le gusta dar cátedra contra un royalty de verdad, y que cuando era Ministro de Hacienda ―además de negarse a comprar Los Bronces a un precio que hoy resulta irrisorio, parte de la reserva de cobre más grande del mundo―, vendió a los chinos un millón de toneladas de cobre a precio de outlet. Hasta el Servicio de Impuestos Internos (SII) dijo que se implementó de forma ilegal. El precio de venta resultó ser menor a la mitad del promedio de los 15 años del contrato, con una pérdida para el país mayor a lo que hubiese costado comprar Los Bronces. Al lado de este “expertazo”, el Davilazo es cuento de niños.
Hoy, las ventajas comparativas se encuentran en productos y actores. Por eso el Asia emergente gana tanto más que nosotros con el comercio internacional, pues sus conglomerados se llevan la tajada del león de sus beneficios cuando interactúan con exportadores de escoria. En la década previa a la pandemia, allá la productividad crecía más de 10 veces más rápido que el discreto encanto de nuestro 0.4% anual.
Sí, sin duda entre 1986 y 1998 tuvimos tasas asiáticas (3.9%), pero cuando lo extractivo topó techo, se desaceleró a 2.1% (1998-2008), y 0.4% (2008-2019). Lo extractivo se agotaba, pero sus rentas no-productivas eran incapaces de generar diversificación productiva.
Para “hacerlo bien” también hay que invertir en investigación y desarrollo; pero nosotros ¡para qué!, si nos quedamos paralizados en lo meramente extractivo. Un 2% de Corea sobraba… Y de esa miseria, nuestro sector privado contribuye apenas un tercio ―en Corea el 80%―. La fruta que está al alcance de la mano no necesita mayor innovación, así como tampoco la especulación, distorsionar mercados o aceitar la política (las exenciones tributarias ya se acercan a los US$10 mil millones al año). Como decía proféticamente Miguel de Unamuno: ¡Que inventen ellos!
El secreto Nórdico y del Asia emergente es que hay distintos tipos de capitalismo (equilibrios múltiples). Uno “disciplina” a la élite a hacer cosas socialmente útiles, mirando hacia adelante. Otro, el neo-liberal, dice que lo único que importa es tener a los ricos contentos. También hay otros.
Ocurre lo mismo con la inversión extranjera: bienvenida, pero con obligaciones recíprocas, como en Asia. Y sin emocionarse con sus lamentos: o le regalamos la renta, o no pueden ser “competitivos” exportando escoria (incluso a los precios actuales) ―. Dichas lágrimas de cocodrilo son una falta de respeto a la inteligencia de las chilenas y chilenos. Otras actividades tienen que ser competitivas pagando por sus insumos, pero la gran minería no: si no le regalemos su insumo principal ―el cobre que está en la roca― no se la pueden. Y aun así se sorprenden de que cada día haya más gente que se pregunta si un país que tiene a un Codelco, necesita de rentistas de salón para exportar escoria.
No entiendo por qué Latam no argumenta que, para poder ser competitivo, necesita que les regalemos el combustible. Igual la construcción con el cemento.
Para Keynes, la única legitimidad del capitalismo ─donde pequeñas élites se apropian de un porcentaje tan alto del producto social― descansa en su capacidad de usarla en forma productiva. No así en el neo-liberalismo. En Estados Unidos, el 1% más rico gana US$2 billones más de lo que ganaría si la desigualdad fuese la misma que cuando Reagan fue electo, pero la inversión es US$1 billón menor a la que habría si la tasa de inversión fuese la de entonces. Gana dos más, pero invierte uno menos. Y después reclaman que China los deja atrás. Además, en EE.UU. ese 1% paga impuestos como si fuese propina de restauran (a discreción, según le guste el servicio). De eso se trata el modelo: rentas fáciles para unos, capitalismo para los otros ―incluido la pequeña y mediana industria―. Lo demás es telenovela.
Cuando Keynes analizó el contraste entre los países “emergentes” de finales del siglo 19 con Gran Bretaña, dijo:
“Los nuevos ricos del siglo XIX [Alemania y EE. UU.] preferían el poder que les daba la inversión a los placeres del consumo inmediato. Aquí yace la principal justificación del sistema capitalista. Si los ricos hubiesen gastado su nueva riqueza en su propio goce, un régimen así se hubiese hecho intolerable”.
¡Ciertamente intolerable! Ese fue el mensaje del estallido social de octubre de 2019.
En un mundo de equilibrios múltiples ―donde, a diferencia de lo que dicen los neo-clásicos, sí existen diferentes formas para hacer las cosas en forma eficiente―, la democracia es el mecanismo para elegir entre alternativas reales en áreas como lo productivo, distributivo y bienestar. Por eso la actual Constitución no sólo es ilegítima y tramposa, sino también intrínsecamente anti-democrática: facilita una alternativa, y hace todo lo imaginable para obstaculizar otras.
La nueva Constitución tiene que ser “habilitadora” (ver el siguiente enlace). Es decir, que de verdad nos permita escoger entre alternativas reales en un mundo altamente incierto y cambiante. Pero debe haber un piso común: la protección del medioambiente, la protección social, la de los consumidores, la propiedad social de todos los bienes comunes, etc.
Ese piso debe transformar en inconstitucional ficciones como las “Concesiones Plenas”. José Piñera nos decía que “un modo simple de entender esta figura consiste en admitir que el Estado continúa manteniendo el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, pero solo hasta que estas sean pedidas en concesión. Una vez otorgada la concesión, por medio de un trámite judicial, el Estado renuncia total y eternamente a todo derecho sobre esta propiedad y sus frutos (…)” (ver el siguiente enlace). Esa lógica recuerda a Cantinflas.
Como bien nos enfatizaba David Ricardo en su opus magnum, el principal problema de la teoría económica tradicional era que “Adam Smith, y los otros grandes pensadores, no habiendo analizado correctamente el principio de la renta, han pasado por alto muchas verdades importantes, que solo pueden descubrirse una vez que se haya entendido en su profundidad dicho tema«. Esto lo heredó la teoría neo-clásica.
Para Ricardo, los dos tipos de ingreso del capital (rentas y utilidades operativas) impactan de diferente manera en el crecimiento y la desigualdad. En su modelo hay terratenientes (con tierras de diferente fertilidad), capitalistas que la trabajan (mediería), y trabajadores. Simplificando, en una economía desregulada y sin un Estado inteligente, lo que va al terrateniente se transforma en renta no-productiva, mientras la inversión sale de lo que va al capitalista (utilidades operativas), al igual que la absorción tecnológica y el crecimiento de la productividad.
Con este modelo, Ricardo demuestra que en una economía con recursos naturales, los mercados desregulados llevan a la supremacía de las rentas fáciles (en este caso, los terratenientes), en desmedro de las utilidades operativas. En el largo plazo (“steady state”), los salarios reales se estancarían, las utilidades operativas desaparecerían y la tajada del león se la llevaría el rentista no-productivo ―por lo que caería la inversión y se estancaría el crecimiento de la productividad, ¿les suena conocido?
Para Ricardo, en crecimiento y desigualdad el eje analítico está en esa tendencia del mercado desregulado a redistribuir ingresos dentro de la élite ─de capitalistas a rentistas─. Los rentistas con preferencias por “lo fácil”, entonces, tendrían todas las de ganar. Pero la desaceleración de la inversión y del crecimiento de la productividad, y la desigualdad que resulta de eso, se puede revertir con un royalty que luego invierta dicha renta en diversificación productiva.
Las implicaciones para el debate del royalty son evidentes. Una, es que no es más que el pago a los dueños del cobre que está en la roca ─o el litio en el salar─ por el permiso para explotarlos. La otra, es que hay pocas cosas más improductivas y desigualadoras como el regalar dichas rentas extractivas. Por tanto, no sólo tenemos el derecho a cobrarle a quien quiera explotar nuestros bienes comunes, sino el deber de usar ese royalty productivamente.
Las fallas del mercado desregulado llevan a que, por muy bien que exportemos escoria, seguiremos clavados en lo meramente extractivo. Y como eso ya dio todo lo que podía dar, ahora necesitamos nuevos sectores líderes, como lo verde (más energías limpias y renovables, agricultura orgánica, etc.) y la industrialización del sector exportador. Pero sólo un personaje de Beckett esperando eternamente a Godot puede creer que en un mercado desregulado, nuestra élite rentista, o nuestro gobierno eunuco, nos llevará para allá.
Santa María y Balmaceda dan la hoja de ruta: hay que captar las rentas e invertirlas en forma productiva. Pero, ¡cuidado!: de poco serviría transferir rentas de una élite rentista a otra clientelista. El período pos-Balmaceda también enseña.
Por su parte, el debate sobre la tributación a las utilidades operativas de las mineras, por importante que sea, es otro cuento. Yo estoy a favor de un régimen tributario kaldoriano, donde se den franquicias tributarias a las utilidades que son directamente invertidas en generar nuevas capacidades productivas ―pero no como en el fraude del FUT, donde hasta la especulación financiera calificaba―. Tema relevante en la tributación del cobre es el de los subproductos, los cuales pueden llegar a pagar hasta el costo operativo de todo lo extractivo. Parte de su valor corresponde al royalty y parte a las utilidades operativas, pero fuera del oro y la plata (y eso se hace en forma discutible), las mineras ni se molestan en declarar otros subproductos. Y Aduanas ni se inmuta.
Si bien para los que ignoran los derechos de propiedad colectivos el royalty no es más que otra “demanda hiperventilada” del largo pliego de peticiones pos-estallido social, el tema es otro. Junto con ser el ejercicio de un derecho, es la mejor solución para los dos grandes desafíos de nuestra economía: cómo reactivar el crecimiento de la productividad y cómo generar ingresos públicos que financien los nuevos derechos ciudadanos, la protección social, la defensa del medioambiente (entre otros puntos) que vienen con la nueva Constitución. Más que otro problema, es la mejor ― ¿acaso única?― solución a dichos desafíos.
Por eso, en lugar de seguir perdiendo el tiempo en el debate bizantino del empresariado (¡fin de la minería en Chile!), de la derecha recalcitrante y tanto experto decimonónico, mejor concentrarse en descubrir la forma más eficiente de ejercer ese derecho. ¿Cómo valuar el cobre que está en la roca, o el litio en el salar? ¿Cómo asociarlo a los cambios en la ley del mineral, y movimientos erráticos del precio (ver el siguiente enlace)? ¿Cómo ajustarlo para la mediana y pequeña minería? ¿Se debe diseñar como un costo fijo o variable para las mineras? Si no somos capaces de hacerlo bien, nos merecemos nuestro subdesarrollo.
Mi propuesta: costo fijo ―expresado en toneladas de cobre―, produzca lo que produzca la minera (con flexibilidad por eventos extraordinarios). Así se incentiva el crecimiento de la producción, pues la tonelada adicional queda exenta del royalty (por un período de tiempo). El monto fijo debería estar relacionado con el nivel de producción reciente, la ley del mineral, subproductos y otras especificidades de cada minera.
Dada la actual coyuntura, y lo que ya ha avanzado el actual proyecto de ley, una forma práctica sería transformar el 3% (progresivo) en términos de toneladas de cobre o litio ya producidas. Luego habría que determinar el período que duraría ese monto fijo ―sujeto a lo que diga la nueva Constitución―.
¡Que nadie hace eso con el cobre o litio en el mundo!, podría decir alguien. Quizás, ¿pero cuál es el problema de ir adelante de la curva, en lugar de copiar a quienes ahora nos copian todo lo ineficiente?
También hay que evitar copiar a quienes cobran el royalty a través de impuestos a las utilidades, como Australia. Primero, el royalty no tiene nada que ver con las utilidades operativas ―eso es cuento tributario―, sino con el valor del cobre que está en la roca. Y segundo, siempre me sorprende la ingenuidad con la que muchos miran a los desarrollados. ¡Como si allá las grandes corporaciones no capturasen la política económica! Además, las utilidades operativas reconocidas en los balances corporativos se han transformado en un chiste. Según el FMI, la elusión fiscal ya llega a US$650 mil millones por año, mientras US$15 billones de “inversión” extranjera directa en el mundo (equivalente al PIB conjunto de China y Alemania) es pura inversión fantasma, cuya única finalidad es evadir impuestos corporativos. El Financial Times se pregunta si el lavado de dinero se ha convertido en el crimen favorito de las multinacionales y la élite.
Otro estudio demuestra que en Inglaterra más de la mitad de las subsidiarias de multinacionales no declaran ganancias, y por tanto, no pagan impuesto a las utilidades (ese listado incluye a Amazon, Apple, Google, Microsoft, Vodaphone, Starbucks, etc.). Sólo trabajan por amor al arte. Si fuesen corporaciones que tuviesen que pagar royalty según las utilidades, sea cual fuese la tasa, de todas formas no pagarían. Y en EE.UU. unas 100 corporaciones del ranking “Fortune 500” tampoco pagaron impuesto federal en el 2018, pero igual pidieron ayuda federal durante la pandemia. Mientras, en Reino Unido, un tercio de las corporaciones que recibieron subsidios están localizadas en un paraíso fiscal. Neo-liberalismo, que le llaman.
El Consenso de Washington prometió convergencia en ingresos, instituciones y desigualdad. Se dio, ¡pero en la dirección opuesta! En lugar de “civilizarnos” nosotros, ellos se “latinoamericanizaron” (ver el siguiente enlace). En Estados Unidos la movilidad social ya cayó a niveles latinoamericanos (el fin del sueño americano). Su inversión, como porcentaje del ingreso del 10%, ya es menor que en Brasil. En Europa, la “distribución de mercado” (antes de impuestos y transferencias) ya es más desigual que la chilena ―y con ello, la inversión y crecimiento de la productividad colapsaron―. Mientras más iba a la élite, invertían menos proporción de eso. Y la distribución de la riqueza en Alemania ya es tan desigual como en Estados Unidos. Salvo mínimas excepciones, mirarlos a ellos es mirarnos al espejo.
Finalmente, como el principal objetivo del royalty, junto a ejercer un derecho de propiedad, es transformar rentas no-productivas en productivas ―esto es, generadoras de diversificación productiva, cosa que las exportaciones sigan siendo un motor del crecimiento de la productividad―, la ley debería especificar claramente que una proporción alta de dicho royalty (mínimo dos tercios) debería ser utilizada directamente en la industrialización del sector exportador y lo verde. No hay que olvidar que la experiencia de otros países (en especial petroleros) muestra que estas rentas abren el apetito de cuanto populista/clientelista/y ladrón haya en este mundo.
Se podría optar, incluso, por invertir una parte en empresas mixtas ―hasta con las mismas mineras del cobre o litio―, para así generar en el país nuevas capacidades productivas que industrialicen el sector exportador. Hay otras opciones que van desde la nacionalización del cobre y del litio, idea que cada día cobra más fuerza, a lo que hizo Indonesia (con el apoyo de su élite, pues le abrió muchas oportunidades): ningún recurso natural se podrá exportar sin un mínimo de procesamiento industrial, y punto. Todas las posibilidades deberían estar sobre la mesa ―no hay que olvidar eso de los equilibrios múltiples, y lo de la democracia como mecanismo para escoger entre alternativas reales―. Por eso, la nueva Constitución debe ser “habilitadora”, pero con pisos muy bien definidos, que no permitan más Cantinflas o TPP-11s.
Antes del estallido social, el cual abrió el campo de lo posible, yo había sugerido un royalty diferenciado. En el caso del concentrado, uno que podría ser el doble del 3% (progresivo) para el porfiado que insista en exportar escoria. Luego bajarlo a la mitad si el cobre se funde en Chile (y desde que se empieza a construir la fundición). Y otra vez a la mitad si se exporta como alambrón (o similar). Así se podría atacar esa falla de mercado que surge porque toda la renta es apropiada en lo mero extractivo, dejando a los procesos industriales siguientes faltos de incentivos. Sería forzar a que las mismas mineras “compartan” las rentas de lo meramente extractivo con las etapas que agregan valor industrial. Eso es transformar rentas no-productivas en diversificación productiva.
Pero quizás a las mineras se les pasó el cuarto de hora para algo tan amigable ―aunque la democracia manda―, lo cual podría haberle sido muy rentable. Su miopía política sólo se compara con las AFP. No tienen a nadie más que a ellas para culpar por su situación actual.
Para terminar, recalquemos que mezclar tributación con royalty recuerda a un “argumento de mala fe” (o mauvaise foi) de Sartre: un ejercicio para convencer tanto a los demás como a sí mismos de que la transformación de la sociedad es un riesgo inaceptable. Es engañarse y pensar que no se tiene la libertad para tomar decisiones. Y como argumentaba el mismo autor, nada revela más claramente quiénes somos en realidad que las decisiones que tomamos.
Algo tan dañino como el rentismo neo-liberal ha sido la falta de imaginación de esa ideología, y su incapacidad absoluta para percibir otros escenarios. Como quizás diría un sicoanalista, si bien toda narrativa mezcla realidades con ficciones, lo fundamental es ser capaz de diferenciar entre ficciones verdaderas y falsas. No hay ideología menos imaginativa que aquella que se transforma en un mero receptáculo para fantasías consoladoras.
Pero qué se puede esperar de una ideología narcisista. ¿Recuerdan? ¡Era el fin de la historia! Su narrativa se transformó en letanías de verdades absolutas, y no en un medio para abrir horizontes. Sus certezas absolutas no dejaban espacio a “incertidumbre incómodas”, la esencia de la creatividad. Un ejemplo perfecto de fundamentalismo, donde no hay espacios para la duda o el no saber, la falta de curiosidad absoluta. Esa fue la peor herencia de los Chicago Boys. La larga búsqueda de certezas por parte de la humanidad finalmente había llegado a término. Y como Galileo ya declaraba que el mundo estaba escrito en el lenguaje de las matemáticas, gracias a su matemática de colegio la teoría económica finalmente iba a revelar las verdades absolutas. Y la abundancia de “nuevos convertidos” no ayuda, pues no hay peor fundamentalista que ese.
A su vez, mirando la ética de la praxis del modelo, tampoco debería sorprender que el Papa Francisco opine que «su codicia desenfrenada es el estiércol del diablo», que su interés es construir “una dictadura sutil», que “saquea a la naturaleza” y que “ha establecido una nueva tiranía” (ver el siguiente enlace).
Pocas veces se dan oportunidades como el royalty: el ejercicio de un derecho que puede transformarse en la solución a problemas urgentes ―la necesidad de generar nuevos motores del crecimiento de la productividad, pues los actuales están más que obsoletos―, y la de recaudar los tan necesitados ingresos públicos. También es un paso decisivo para revertir nuestra obscena ―y auto construida― desigualdad (ver el siguiente enlace).
Ya no hay espacio ni tiempo para seguir farreándonos nuestras oportunidades. Las necesidades son inmediatas. Tampoco para tomarlas en forma ineficiente (no hay que idealizar lo nuevo, ni minimizar la complejidad del cambio). ¿País, o nación? La elección es nuestra.
La libertad es la búsqueda de autonomía. El TPP-11 es exactamente lo opuesto (su propósito es quitarnos autonomía en materias de políticas económicas, incluido el royalty). El royalty, en cambio, redefine lo posible. Tal como ocurre con la desigualdad, lo constitucional y tanto más, en democracia cada país se merece el royalty que tiene.