CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Estado Docente e igualdad de género en Chile: una reflexión a cien años de la Ley de Educación Primaria Obligatoria
21.09.2020
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21.09.2020
La Ley de Educación Primaria Obligatoria de 1920 consagró la educación como un derecho para niños y niñas, pero mantuvo diferencias curriculares sexistas. El cambio vino de la mano de la sociedad civil: mujeres, estudiantes y docentes de liceos públicos presionaron por terminar con estructuras que promovían diferencias. En los 60’, durante el gobierno de Frei Montalva, se impulsó finalmente la creación de liceos mixtos y se unificó el curriculum.
Este año se cumplen 100 años de la aprobación de la Ley de Educación Primaria Obligatoria (en adelante LEPO) en Chile. Se trata de un hito en la historia de la educación, pues consagró el rol del Estado como garante de la escolaridad de niños y niñas durante buena parte del siglo XX. Las elites políticas del período consensuaron que era obligación del Estado construir un sistema escolar que ofreciera cobertura a toda la población y, al mismo tiempo, zanjaron cuáles eran los contenidos elementales que debían ser transmitidos a todos los estudiantes. En este intento, tal como se había decidido ya en el siglo XIX, se distinguieron contenidos para niños y niñas, conforme a lo que las oligarquías liberales y conservadoras esperaban de la educación y desempeño futuro de unos y otras. Se erigió de esta forma una educación sexista que fomentó estereotipos de género y que se mantuvo parte importante del siglo XX. No obstante lo anterior, la creación de escuelas y también de liceos fiscales fue clave en la expansión y posterior masificación de la matrícula escolar femenina.
La historia de la expansión y cobertura de la educación de hombres y mujeres tiene sus raíces en el siglo XIX. La Ley de Instrucción Primaria de 1860, promulgada en el gobierno de Manuel Montt, estableció que la educación se impartía bajo la dirección del Estado, de forma gratuita y para personas de ambos sexos. Además, entregó lineamientos generales acerca del curriculum escolar para la educación primaria y primaria superior (Egaña, L; Nuñez, I; Salinas, C, 2003). Para ello, la ley fijó desde un principio escuelas elementales para niños y niñas que no tenían distinciones curriculares. Para ambos sexos consignaba esta ley, se debía enseñar lectura, escritura, doctrina católica, elementos de aritmética y el sistema legal de pesos y medidas (Egaña et al, p.62). La distinción entre hombres y mujeres operaba en los cursos más avanzados para las escuelas superiores, pues en este caso la ley estipulaba que en las escuelas primarias superiores para hombres se enseñaría, además de los temas mencionados, geografía, dibujo y la Constitución Política. Mientras que en las escuelas superiores de mujeres a los ramos de la escuela elemental se agregaron las asignaturas domésticas, como la costura, el bordado y las labores de la aguja (Egaña et al, p. 62). Lo mismo consignó la LEPO de 1920, dado que en el artículo 21 establecía que las asignaturas propiamente femeninas eran la Economía Doméstica y Puericultura (LEPO, art 21). Por tanto, existió igualdad de contenidos en un nivel inicial, pero en los niveles posteriores al 4to grado, se establecían distinciones por sexo y una clara división en lo relativo a los trabajos manuales. Esta diferencia curricular se asentaba en una cultura patriarcal que concebía el rol de las mujeres en el espacio doméstico, mientras que la educación de los hombres se vinculaba con los temas públicos y el trabajo asalariado.
A pesar de que en 1920 se decretó la obligatoriedad de la educación primaria, el aumento de la matrícula fue un proceso muy lento. En aquel entonces parte importante de la población era rural lo que dificultó la integración a la escuela (Ponce de León, 2010). Lo interesante en este escenario, es que la apertura de escuelas tuvo mayor impacto en las niñas que en los niños especialmente del bajo pueblo. Es probable que conciliar actividades domésticas y escolares era menos complejo y favorecía el acceso de las niñas a la escuela, mientras que los hombres debían trabajar tempranamente en faenas agrícolas o mineras, lo que les impedía asistir a las escuelas regularmente. Hacia 1930, se consigna que en el sistema escolar fiscal había aproximadamente 30.000 niños y 41.000 niñas (Egaña et al 2003, p. 72). Este lento pero sostenido aumento de la matrícula femenina se logró el alero de las escuelas del Estado fundamentalmente en las ciudades (Egaña et al, 2003).
La creación de liceos fiscales fue un factor decisivo en la expansión de la educación femenina y en la generación de un grupo de mujeres que lentamente comenzó a levantar la voz por la democratización del currículo.
En este contexto, la discusión de la LEPO que culmina en 1920 es un hito más en la consolidación de una concepción educativa que distinguía perfiles de niños y niñas en educación. Los parlamentarios de la época fueron herederos de un discurso de género decimonónico que vinculó a las mujeres con el espacio doméstico y con la formación de una maternidad moderna al servicio de la crianza de futuros ciudadanos. Los hombres, por su parte, fueron proyectados como ciudadanos y agentes productivos, ajenos a las labores domésticas. Parte de los debates que animaron la LEPO en los inicios del siglo XX se orientaron a dilucidar quién formaría moralmente a los niños y niñas, temática especialmente sensible para los políticos del partido Conservador que observaban que la obligatoriedad de la enseñanza en manos del Estado mermaría el poder de la iglesia católica en la formación valórica de las y los jóvenes (Egaña, 1996). Los políticos de aquel entonces no cuestionaron que se enseñara solo a las mujeres las labores propias de la vida doméstica, y que en el nivel primario superior se les privara de ciertas disciplinas más intelectuales.
Los cuestionamientos al sexismo de la educación empezaron a gestarse contemporáneamente a la época de la LEPO. Ya en el siglo XIX, a partir de otro hito relevante en la historia de la educación de las mujeres, como fue el decreto Amunátegui de 1877, se permitió el acceso de las estudiantes a la universidad, promoviéndose de esta forma que estudiaran y egresaran de los liceos. La educación privada, regentada por religiosas, siguió educando a algunas jóvenes de elite católica, mas no tuvo un discurso que abogara por la expansión de la matrícula femenina (Egaña et al, 2003). Nuevamente fue la creación de liceos fiscales durante el primer tercio del siglo XX un factor decisivo en la expansión de la educación femenina y en la generación de un grupo de mujeres que lentamente comenzó a levantar la voz por la democratización del currículo de enseñanza (Vicuña, 2012). A pesar de que las asignaturas vinculadas a las “labores de la aguja” y la vida doméstica se mantuvieron, las presiones emanadas de parte de los primeros movimientos de mujeres, de sus familias y también de los congresos de profesores que se sucedieron a partir de 1912, lograron crear una incipiente agenda de igualdad ante la enseñanza que logró, entre otras cosas, la creación de liceos mixtos y experimentales en las décadas de 1930 y 1940 (Gómez, 2015). Sin embargo, las asignaturas diferenciadas se mantuvieron hasta avanzado el siglo XX y fue recién en la reforma educacional de los años 60, bajo el gobierno de Frei Montalva, que se dio un impulso a la creación de liceos mixtos y se unificó el currículo (Gómez, 2015), a excepción de las asignaturas de técnicas manuales y educación física que mantuvieron una estructura sexista por mucho tiempo.
El Estado docente del siglo XX fue clave en la incorporación de las mujeres a la educación. Si bien el plan de estudio mantuvo una estructura sexista, al mismo tiempo el Estado integró nuevos contenidos en el currículo del liceo para responder a las presiones y demandas de las propias estudiantes y sus familias. La incorporación de las mujeres a la educación secundaria inauguró un proceso emancipador que las dotó de más recursos culturales para exigir crecientemente un trato igualitario que las facultara para seguir carreras universitarias y también para participar en la vida social. Desde esta perspectiva, el liceo fiscal fue relevante en las primeras décadas del siglo XX en la emergencia de movimientos de mujeres que abogaron por mayor democratización de la vida política del país (Vicuña, 2012). La creación de los liceos experimentales[1] por su parte, es indicativa de que hubo actores sociales que consideraron en su agenda de progreso educacional la idea de que hombres y mujeres debían recibir la misma educación. En ese grupo destacaron Amanda Labarca e Irma Salas, profesionales del Estado docente y pioneras en la creación y desarrollo de liceos experimentales en Chile (Rojas, 2004). El liceo público amplió lentamente el repertorio curricular de las mujeres y, primero de forma experimental y décadas después a través de una reforma educacional (1965), promovió la creación de liceos mixtos. La educación privada en Chile, al menos la de tradición religiosa, demoró más décadas en cuestionar la estructura segregada en géneros de la educación y transitar hacia la creación de establecimientos coeducacionales y mixtos.
La educación privada en Chile, al menos la de tradición religiosa, demoró más décadas en cuestionar la estructura segregada en géneros de la educación y transitar hacia la creación de establecimientos coeducacionales y mixtos.
Un siglo después de la promulgación de la LEPO, a pesar de los avances históricos experimentados en la igualdad de género en materia educacional, el sistema escolar chileno adolece aún de desigualdades en esta materia. En la actualidad se constatan inequidades de género, por ejemplo, en las diferencias en resultados académicos que existen entre los rendimientos de matemáticas que favorece a los hombres y de lenguaje a las mujeres (Agencia de la Calidad, 2016), en las trayectorias vocacionales de la educación técnica profesional (Sevilla et al, 2019), o en la existencia de lenguajes y relaciones sociales sexistas al interior de las escuelas ampliamente denunciadas por los movimientos feministas en estos últimos años (Lillo, 2020). Al mismo tiempo, surgen nuevos desafíos en relación a la comprensión de la igualdad de género que presionan al Estado para que elabore políticas educativas que fomenten el respeto a las identidades sexuales y amplíe la comprensión de lo que tradicionalmente se entendió como “femenino” y “masculino”, dando paso a políticas educativas de reconocimiento a las múltiples identidades de las personas (Rojas et al 2019).
Estos desafíos de mayor justicia en temas de género, vuelven a relevar la acción del Estado en educación, así como la importancia de un sistema público que se constituya en referente de la igualdad entre hombres y mujeres y del reconocimiento de la diversidad sexual. Atendiendo a la estructura del sistema educativo donde los proyectos privados, muchas veces religiosos, tienen cierta autonomía a la hora de definir el currículo, no podríamos imaginar el escenario actual si no fuera por esta preponderancia de lo estatal en el avance de estas materias. En otras palabras, la historia educacional del país ha mostrado que el Estado es un actor clave al respecto. Fueron las escuelas y liceos públicos los garantes del acceso a la educación de todos los niños y niñas, sin discriminaciones derivadas del origen social, cultural o económico de sus familias. En su interior, transmitieron un currículo sexista, mas, como hemos argumentado en esta columna, también supieron acoger lenta y gradualmente las demandas de los movimientos de mujeres, estudiantes y docentes por un currículo que no distinguiera itinerarios para mujeres y hombres. Este fue un debate del siglo XX que continúa en nuestra época y, tal como hace cien años, la educación pública sigue siendo fundamental en la proyección de una educación democrática, sin discriminaciones de género y abierta a la diversidad.
Para leer una publicación más extendida en el tema ver el siguiente enlace.
[1] Los liceos experimentales se fundaron por el Estado promovidos por educadores e intelectuales, como Darío Salas entre otros, influenciados por la pedagogía progresista de John Dewey. Entre estas sus propuestas, destacaban la importancia de la coeducación, la formación ciudadana y democrática de los estudiantes, a través de la creación de centros de estudiantes, consejos de cursos o diarios murales, y la formación orientada al desarrollo vocacional. El primero fue el liceo Manuel de Salas fundado en 1932. En 1945 el gobierno de Juan Antonio Ríos llevó a cabo un plan de renovación gradual de la enseñanza, encomendado a Irma Salas, quien promovió la creación de nuevos establecimientos experimentales en varias ciudades del país. Este plan de renovación no tuvo continuidad en el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo.
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