COLUMNA DE OPINIÓN
Nueva Constitución, derechos sociales y el peligro de sanciones económicas por incumplir tratados
28.01.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
28.01.2020
¿Podemos los chilenos terminar con las AFP’s, las isapres o nacionalizar el litio? En la última columna de su serie, el abogado Jean Pierre Matus explica que sí y que, de hecho, para ello no se requiere una nueva Constitución. El problema de fondo es que cualquier reforma que implique expropiación, nacionalización o que dé ventajas competitivas a empresas nacionales o estatales frente a inversionistas extranjeros, deberá contemplar pagos y garantías prontas, adecuadas y efectivas. De lo contrario, asegura, el país se arriesga a ser sancionado económicamente por otros Estados. Por ejemplo, a través de congelamiento de pagos, expropiación de bienes y la imposición de tasas y sobretasas arancelarias contra productores chilenos.
En las últimas semanas, en tres columnas de opinión, he llamado la atención sobre el siguiente punto: que el inciso final del Art. 135 de la Constitución[1], que habilitó la celebración del plebiscito del 26 de abril, dispone que “el texto de Nueva Constitución que se someta a plebiscito deberá respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
Siguiendo al pie de la letra esa disposición, en una primera columna expliqué que la llamada “hoja en blanco” no es tal, pues la Nueva Constitución está escrita en parte con la tinta invisible de las obligaciones contraídas en los tratados que se encuentran vigentes, obligaciones que “el texto de la Nueva Constitución” (y, por tanto, quienes la redacten) “deberá respetar”. Esto también significa, según clarifiqué en mi segunda columna, que la regulación de expropiaciones se encuentra limitada por el reconocimiento del interés social[2] y el establecimiento de las bases de un procedimiento legal susceptible de reclamación judicial con un pago que equivalga al valor de mercado de los bienes y derechos expropiados[3]. La disposición también implica que, aunque se habilite la actividad empresarial del Estado sin las restricciones actuales[4], ésta ha de desarrollarse en el marco de una sociedad de libre mercado, sin privilegios por su carácter estatal y con pleno respeto al principio de “no discriminación” a los particulares (y especialmente a los inversores extranjeros) que desarrollen actividades similares.
En materia institucional, el citado Art. 135 obliga a que el texto de la Nueva Constitución respete “el carácter de República del Estado de Chile” y “su régimen democrático”. A mi juicio, ello importaría que el actual régimen democrático se conservase, al menos manteniendo el carácter representativo y electivo (en elecciones periódicas, libres secretas e informadas) de las principales autoridades del país: Presidente, diputados, senadores, alcaldes, concejales y gobernadores, la separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y las libertades civiles básicas, donde también entran en juego los tratados internacionales, como la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyas obligaciones el texto de la nueva Constitución deberá respetar.
“En ninguna parte de mis columnas (…) se ha ‘sugerido’ que no es posible realizar cambios en materia de salud, educación o pensiones. El problema que tenemos que resolver es otro: si se da cumplimiento al Art. 135 tantas veces citado, tanto la Nueva Constitución como un nuevo Estado de Bienestar tienen que respetar los tratados internacionales vigentes. Y eso supone, por ejemplo, que si se quiere terminar con las ISAPRES y las AFPs, se debe resolver el problema de las aseguradoras internacionales”.
En ciertas materias más específicas, como la administración de justicia, todavía sería posible profundizar la idea de democracia representativa como la conocemos. Esto, por ejemplo, introduciendo la elección popular y la responsabilidad política de las principales autoridades judiciales y del Ministerio Público, así como el sistema de jurados (electos por sorteo) en materias civiles y criminales, pues, mal que mal, gobernar es juzgar, como bien lo sabía Cervantes al escribir las peripecias de Sancho en la Ínsula de Barataria y los revolucionarios de la independencia norteamericana y chilena.
Contra las limitaciones que he planteado anteriormente, Sebastián Aylwin sostuvo en una columna reciente que “se trata de un debate en parte improductivo”, pues “cualquier interpretación sobre límites sustantivos carecería de acción para hacerse cumplir”. Como miembro de la Comisión Técnica que redactó el texto del citado Art.135 agrega, no obstante, que el sentido de la limitación planteada sería únicamente de un “mandato” a la Convención “a no discutir los términos específicos de, por el ejemplo, el TLC con China, sino las reglas generales de los tratados” y con “plena autonomía para reformular los regímenes tributarios y de propiedad en términos que dichos tratados tengan que reformularse en el futuro por las instancias competentes para ello”, concediendo únicamente que una “situación distinta es la de los tratados de Derechos Humanos, los cuales se encuentran en una categoría en el derecho internacional que los posiciona en una jerarquía supraconstitucional”, de modo que “la delimitación de fondo de estos tratados está dada por la política multilateral mundial a la que Chile adhiere y no por lo establecido en el artículo 135”.
En cuanto a la limitación en orden a conservar el régimen democrático establecida también en dicho artículo, Sebastián Aylwin nos informa que “durante el debate en la Comisión Técnica la única discusión que produjo esta expresión es si debía agregársele el adjetivo ‘democrático representativo’, lo cual fue estimado por la mayoría de la Comisión como una intromisión excesiva en las facultades de la Convención, razón por lo cual se redujo exclusivamente a ‘democrático’”.
Al respecto, quisiera señalar que existe una cierta contradicción fundamental en el argumento, pues no puede afirmarse que el Art. 135 no establecería límites y, al mismo tiempo, contendría mandatos. Un mandato es un límite. Tampoco puede afirmarse que se deben respetar los tratados sobre Derechos Humanos, por su carácter “supraconstitucional” y, al mismo tiempo, negar que la propiedad privada es parte de dichos tratados y que existen límites para su regulación en el Derecho interno. Además, si solo se otorga valor “supraconstitucional” a los tratados sobre derechos humanos, ¿qué diferencia hay entre el TLC con China y el Tratado con Bolivia de 1904 o el celebrado con Perú en 1929? En todos estos casos, por más que los miembros de la Secretaría Técnica creyesen que estaban dando un “mandato” a la Convención, no sería así, ya que dicho “mandato” “carecería de acción para hacerse cumplir”. Por la misma razón, el texto de la Nueva Constitución tampoco estaría obligado, en realidad, a respetar el sistema democrático, ya que no habría acción alguna para reclamar contra el establecimiento de una “democracia” “popular” pero no representativa, con elecciones en asambleas, restricciones a la entrada y salida del país, control de las comunicaciones y libertad de prensa limitada a la libertad de informar del Gobierno a través de sus propios medios, policía secreta con su detallado conocimiento de “la vida de los otros” y el “control de cuadros”, como en las “democracias populares” que tan bien describe Carlos Cerda en su novela Morir en Berlín.
“Y si se quiere nacionalizar el agua y las concesiones mineras para financiar los nuevos gastos sociales, también ha de pagarse una indemnización pronta, adecuada y efectiva”
Por su parte, Nicolás Perrone, en reacción a mi última columna, sostuvo que en ésta se estaría por “sugerir que los cambios que desea una parte importante de la sociedad implican violentar” (…) “las obligaciones internacionales en materia económica”, lo que sería “equivocado”, pues partiría de la “falsa premisa de que es difícil o imposible cambiar a causa de estas obligaciones”. Según Perrone, la práctica demostraría que, por ejemplo, en la OCDE existiría amplitud de regímenes “en tres temas claves para la agenda constitucional: salud, educación y pensiones”. Planteó además que, respecto de “los Tratados de Libre Comercio y otros acuerdos en materia comercial y económica” que “incluyen normas técnicas y fitosanitarias, sobre servicios, propiedad intelectual, inversiones y otros”, “es cierto que estas reglas pueden obstaculizar algunas reformas. Pero, como lo demuestra la práctica, las reformas son posibles”. Ello, por tres razones: i) los inversores pueden eventualmente abandonar los arbitrajes por “la presión internacional”; ii) las negociaciones internacionales pueden limitar las restricciones de ciertos tratados como “el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC)”; y iii) “los tratados de libre comercio pueden renegociarse”.
Al respecto, lo primero que debe señalarse es que en ninguna parte de mis columnas en este medio se ha “sugerido” que no es posible realizar cambios en materia de salud, educación o pensiones. Esto es posible y necesario, aún sin nueva Constitución. Y ello, porque la actual no menciona las AFPs ni las ISAPRES ni establece el sistema de subsidio a la demanda para la provisión de la educación en todos sus niveles. Por eso, vale la pena reiterar lo que expuse hace un par de meses en otro medio: tenemos que discutir ahora las bases de un nuevo sistema de seguridad social y no esperar hasta el año 2022.
El problema que tenemos que resolver es otro: si se da cumplimiento al Art. 135 tantas veces citado, tanto la Nueva Constitución como un nuevo Estado de Bienestar tienen que respetar los tratados internacionales vigentes. Y eso supone, por ejemplo, que si se quiere terminar con las ISAPRES y las AFPs, se debe resolver el problema de las aseguradoras internacionales que han invertido en ellas con la garantía de que las reglas aplicables al momento de la inversión se mantendrían en el tiempo y de que, en caso de no ser así, se les pagaría una indemnización pronta, adecuada y efectiva, sin discriminación por ser extranjeros. Y si se quiere nacionalizar el agua y las concesiones mineras, para financiar los nuevos gastos sociales, también ha de pagarse una indemnización pronta, adecuada y efectiva (aunque no necesariamente de contado, pero considerando los intereses hasta el pago efectivo). Lo mismo se aplica para inversores privados en servicios prestadores de salud y en Universidades. Si no se quiere nacionalizar ni expropiar directamente, hay que tener cuidado de no imponer tantos requisitos y exigencias que hagan imposible continuar el negocio como se entendía al momento de la inversión, pues en caso contrario se acusaría al Estado de practicar expropiaciones indirectas, con los mismos efectos internacionales de una directa. Y si se espera evitar estos problemas creando empresas estatales o con participación estatal monopólicas o con ventajas competitivas, tampoco se podrá hacer sin exponernos al incumplimiento de los tratados que obligan a “no discriminar” a los inversores extranjeros.
Por eso es muy interesante el texto de Perrone, ya que apunta al fondo del problema: aún en caso de que tuviese razón Aylwin y, es más, aún en caso de que ni siquiera existiese el mentado Art. 135. En cualquiera de esas situaciones, la Convención tendría “carta blanca” para organizar el país en la forma que estime, aunque ello afecte las inversiones extranjeras o suponga el incumplimiento de tratados en materia comercial y aduanera. La pregunta de fondo que plantea Perrone es: “¿Cuáles serían los efectos para Chile, desde el punto de vista del Derecho Internacional, del incumplimiento de los tratados en materia económica?” Su respuesta: ninguno. Y, si hubiese alguno, podríamos recurrir a la ayuda internacional para presionar a los inversores que nos denunciaren o a la alianza con terceros países para renegociar los tratados.
“También podría ser el caso que los Convencionales, advertidos de las consecuencias negativas de afectar áreas de la economía, propongan que, de acuerdo con las condiciones de cada tratado, Chile los denuncie o se retire de ellos, por ser contrarios al nuevo orden social. Pero si vamos a denunciar un tratado de libre comercio, también hay que pensar en los efectos de esa denuncia en quienes exportan a esos países y en el valor de las importaciones que hacemos”
Lamentablemente, esa posición no solo contradice el principio básico del Derecho Internacional Público, pacta sunt servanda, esto es, que “todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe”, según dispone el Art. 26 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969. También es contrario a la práctica de los países, incluyendo la chilena, como lo recordarán quienes tengan memoria de las dificultades que se vivieron tras la nacionalización del cobre, al denunciar las empresas expropiadas la falta de pago de una indemnización “pronta, adecuada y efectiva”.
Este ejemplo demuestra que, en el Derecho Internacional, la legislación nacional es solo un punto de partida de procesos que pueden desembocar en desgracias o triunfos, pero que no dependen en ningún caso de la sola voluntad de una de las partes, pues nadie está obligado a seguir colaborando con un país que no cumple sus obligaciones y “una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado” (Art. 27 de la Convención). Por ello, en las relaciones económicas, aparte del CIADI, está disponible para los miembros de la OMC un complejo mecanismo de solución de conflictos que, en cierta medida, se reproduce también en los tratados de libre comercio y que tiene a la retorsión como sanción aplicable por regla general, como describe Gallegos. Esto significa, en breve, que si un Estado no protege las inversiones de los nacionales de otro, según se había comprometido anteriormente, o nacionaliza (expropia) sin un pago pronto, adecuado y efectivo, el Estado de los inversores afectados bien puede hacer cosas como: a) congelar los pagos al Estado incumplidor; b) expropiar los bienes del Estado incumplidor en su territorio (o congelar sus cuentas, en un paso anterior); c) imponer tasas y sobretasas arancelarias que “compensen” a sus productores las pérdidas que sufren en el Estado infractor y otras medidas económicas por el estilo.
Naturalmente, tiene razón Perrone cuando plantea que estos procesos no siempre terminan en sanciones y podría ser el caso que concluyan con la renegociación del tratado. Pero, como abogado, uno debe advertir al cliente lo que pasaría si la otra parte no quiere renegociar, por ejemplo, porque estima que tiene la suficiente fuerza y tamaño para no ceder y considera que debe hacer valer la responsabilidad por el incumplimiento, imponiendo las sanciones económicas que le parezcan adecuadas.
También podría ser el caso que los Convencionales, advertidos de las consecuencias negativas de afectar áreas de la economía, propongan que, de acuerdo con las condiciones de cada tratado, Chile los denuncie o se retire de ellos, por ser contrarios al nuevo orden social. Pero si vamos a denunciar un tratado de libre comercio, también hay que pensar en los efectos de esa denuncia en quienes exportan a esos países y en el valor de las importaciones que hacemos. Y si ello significa que nos debemos retirar de la OCDE y demás organismos multilaterales, tampoco pasa nada, salvo que aumentará el costo del crédito internacional, probablemente dejemos de ser un país confiable para nuevas inversiones, nos debamos acostumbrar a solicitar nuevamente visas de turismo para viajar al extranjero, etc. Es que, como reconoce sin querer Aylwin (aunque lo aplica solo a los Tratados sobre Derechos Humanos), “la delimitación de fondo de estos tratados está dada por la política multilateral mundial a la que Chile adhiere y no por lo establecido en el artículo 135”. Obviamente, como ya habrá concluido el lector, lo dicho significa que esta delimitación aplica a todo proceso de reforma constitucional y legal, no solo a los eventuales Convencionales electos en octubre.
Esa política multilateral es la que nos permite ser parte de la OCDE, viajar a casi todo el mundo occidental sin visa, que nuestro vino y frutas se distribuyan en los mercados extranjeros más importantes, que existan inversores disponibles para financiar las obras de infraestructura necesarias para proveer de servicios de salud y educación y que la economía esté en condiciones de rendir tributariamente lo que se necesitó para la reforma educacional y para cubrir parcialmente la gran brecha entre los fondos disponibles para jubilarse y las expectativas de conservar en ese momento un régimen de vida digno.
Mi conclusión es que el costo de apartarnos de forma revolucionaria o radical de esa política será muchísimo mayor que el de una reforma moderada que siente las bases de un Estado de Bienestar dentro de un sistema de economía libre de mercado, con respeto a la propiedad privada (pero no sacralización) y bajo el principio de “no discriminación” en materia económica.
[1] Introducido por la ley Nº 21.200 de 24 de diciembre de 2019
[2] Que incluye, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la restitución de las tierras indígenas
[3] El pago debe ser pronto o al menos mediante instrumentos liquidables y que contemplen el debido interés por el retardo
[4] Habilitación excepcional por ley de quórum calificado, Art. 19 Nº 21
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