COLUMNA DE OPINIÓN
Proyectando los contenidos de una nueva Constitución
03.01.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
03.01.2020
La actual Constitución ha sido un obstáculo para canalizar el malestar social, argumenta el autor de esta columna. Ha impedido cambios sociales significativos y además, consagra una forma de relaciones sociales marcadas por la mercantilización de los derechos. Sugiere que el 18/O nos obliga a pensar en una nueva Constitución que evite la concentración del poder, pues es esta concentración, junto con la ausencia de contrapoderes efectivos, “lo que genera las condiciones de posibilidad del abuso”.
El 18 de octubre marca un hito político y social que ha suspendido la normalidad y nos ha convocado a abordar una serie de materias postergadas durante, al menos, los últimos treinta años. Entre las cuestiones que (re)emergieron con una fuerza inusitada, destaca la demanda por una nueva Constitución. Considerando que el proceso constituyente, ahora sí, se encuentra en marcha, me parece fundamental empezar a pensar cómo los contenidos de la nueva Constitución debieran responder al fondo de las demandas sociales que protagonizan este llamado “estallido social” y, así, contribuir a que nuestra convivencia democrática no vuelva a estar caracterizada por la acumulación de malestar.
Debemos pensar no solo cauces institucionales que permitan canalizar el malestar (de modo tal que éste pueda ser procesado adecuada y oportunamente), sino también diseños que contribuyan a evitarlo o, al menos, prevenirlo. En ese desafío es central la reflexión sobre los antecedentes del movimiento que comenzó el 18 de octubre.
Por ahora, quisiera centrarme en la relación entre derechos y malestar.
“La Constitución ha cumplido un doble papel: por un lado, ha sido un obstáculo permanente para responder a estas demandas sociales; y, por otro, la forma en que la Constitución determina las condiciones de reconocimiento y de ejercicio de los derechos de las personas, configura una determinada estructura de poder político y social”.
Por lo pronto, una serie de demandas sociales se ha hecho presente en los últimos treinta años, demandas que se articulan contra determinada configuración de nuestra convivencia social, las que no solo no han sido suficientemente satisfechas por la institucionalidad, sino que han sido, siempre, enfrentadas con diversos grados de represión estatal. Salud, educación, trabajo, seguridad social, medio ambiente, agua, pueblos originarios, vivienda, igualdad entre hombres y mujeres, identidad sexual y de género, solo por mencionar algunas, han configurado una cierta forma de agenciamiento político del pueblo que reivindica otra forma de convivencia social, una que no esté marcada por las opciones neoliberales del modelo de sociedad impuesto hace más de cuarenta años.
No es difícil advertir que estas demandas tienen en común un cierto hilo conductor: nueva Constitución. Detrás de cada una de estas demandas se encuentran derechos fundamentales protegidos (o no) por la Constitución, la que ha cumplido un doble papel en este contexto: por un lado, ha sido un obstáculo permanente para avanzar en cambios significativos que permitan responder a estas demandas sociales; y, por otro, la forma en que la Constitución determina las condiciones de reconocimiento y de ejercicio de los derechos de las personas, configura una determinada estructura de poder político y social.
Sabemos que una Constitución es la forma jurídica del poder político, pero no solo de aquel poder que se ejerce desde las instituciones del Estado (que están reguladas en las normas constitucionales), sino también de la forma en que se ejerce poder en la sociedad, a través de las relaciones que surgen del ejercicio de los derechos fundamentales.
Son esas relaciones las que configuran nuestra vida cotidiana. Las normas constitucionales que reconocen derechos fundamentales (por ejemplo, el derecho a la educación), así como las leyes que las desarrollan y regulan su ejercicio (por ejemplo, la regulación del sistema escolar o del acceso y financiamiento de la educación superior, así como el rol que le cabe al Estado en garantizar su ejercicio), atraviesan las condiciones bajo las cuales accedemos a aquellos derechos que cumplen un papel muy importante para nuestra cotidianeidad: salud, trabajo, seguridad social, agua, educación. Lo propio ocurre con aquellos derechos que la Constitución no reconoce (como es el caso de la vivienda), con lo que se evade la responsabilidad estatal en su garantía y protección y se entrega su provisión, simplemente, al mercado.
“Una serie de demandas sociales se ha hecho presente en los últimos treinta años, las que no solo no han sido suficientemente satisfechas por la institucionalidad, sino que han sido, siempre, enfrentadas con diversos grados de represión estatal”
Del mismo modo, esas regulaciones determinan las condiciones de mayor o menor libertad e igualdad bajo las cuales se construyen las relaciones sociales entre, por ejemplo, hombres y mujeres, población mestiza y pueblos originarios, nacionales e inmigrantes. Según la preferencia (o sesgo) que esas normas constitucionales asuman, las relaciones sociales que se construyen en torno a ellas estarán más o menos orientadas, por ejemplo, a la formación y reproducción de privilegios, o bien, de relaciones de dominación.
Si las actuales estructuras sociales de poder político son parte de las causas de la acumulación del malestar social, es fundamental pensar una nueva Constitución (entendiendo por ella no solo un diseño normativo para el ejercicio del poder en el Estado, sino también en la sociedad) que dé paso a nuevas estructuras de poder político y social, unas que no estén marcadas por la mercantilización de la vida (a través de la mercantilización de los derechos sociales) ni por la concentración del poder (la verdadera causa tras el abuso es la concentración del poder, así como la ausencia de contrapoderes efectivos, lo que genera las condiciones de posibilidad del abuso). Este es, a mi juicio, el contexto que marca la discusión constituyente, por lo que una nueva Constitución debiera enfrentar dos desafíos transformadores, propiamente constituyentes: garantía para el ejercicio de derechos sociales no mercantilizados y formas jurídicas que contribuyan a desconcentrar el poder político y social. Veamos.
En la actualidad, el ejercicio de los derechos todavía está marcado por las opciones políticas y normativas plasmadas en la Constitución desde 1980, especialmente en el artículo 19, que enumera los derechos que cuentan con protección constitucional. A pesar de todas las reformas que tiene el texto constitucional desde 1989, este artículo se mantiene, prácticamente, en su versión original, sin reformas estructurales; esto es particularmente importante respecto de los llamados derechos sociales (salud, educación, trabajo, vivienda, seguridad social), pues han sido estos derechos los que han estado en el centro de las movilizaciones sociales de las últimas décadas, dada la debilidad estructural de su garantía por parte del Estado y su provisión mercantilizada a través de empresas privadas. Se trata de derechos cuyo ejercicio no solo se encuentra radicalmente mercantilizado, sino que está marcado por la acumulación y concentración del poder político y social: el sistema de capitalización individual de las AFP y la forma de explotación del agua en clave propietaria sirven como ejemplos para respaldar esta afirmación. Detrás de cada uno de estos derechos, especialmente de la forma en que el ordenamiento constitucional condiciona su ejercicio, se traban convivencias y se generan relaciones sociales marcadas por relaciones de poder político.
“Si las actuales estructuras sociales de poder político son parte de las causas de la acumulación del malestar social, del llamado estallido de octubre y de la revuelta popular que le sigue, es fundamental pensar una nueva Constitución que de paso a nuevas estructuras de poder social: unas que no estén marcadas por la mercantilización de la vida ni por la concentración del poder (pues sin concentración de poder no hay abuso del mismo)”.
Por otro lado, pensar una nueva Constitución supone asumir el desafío de construir nuevas formas jurídicas para las estructuras de poder político, tanto en el Estado como en la sociedad: nuevas normas para configurar el poder político en el Estado (equilibrando el poder entre Presidente de la República y Congreso Nacional, estableciendo mecanismos internos y externos de control efectivo al poder que ejercen los órganos del Estado, desconcentrando la distribución territorial del poder y fortaleciendo los gobiernos locales, entre otras) y nuevas normas para la configuración del poder político en la sociedad (derechos sociales no mercantilizados, garantía efectiva del medio ambiente y el fin de las zonas de sacrificio, igualdad de derechos efectiva entre hombres y mujeres, entre la población mestiza y los pueblos originarios, entre otras).
Ambos elementos son fundamentales para la discusión constituyente, pues solo una nueva forma de organizar el poder político y social puede dar paso, efectivamente, a una nueva Constitución. Es esa “novedad” la que debemos pensar en el ciclo constituyente que se abrió en 2019, desafío en el que deben participar todos los sectores de la sociedad, especialmente aquellos que han estado estructuralmente postergados y cuyas demandas han sido sistemáticamente invisibilizadas en las últimas décadas: son esas experiencias de vida, esas experiencias políticas, las que permitirán pensar aquella novedad que demanda el presente y construir, democráticamente, una nueva estructura de relaciones de poder, una nueva Constitución.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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