COLUMNA DE OPINIÓN
Hacia un “Estado de Dignidad”
13.12.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
13.12.2019
Las reflexiones del académico Pablo Ortúzar en “El nuevo Chile: ¿dignidad o venganza?” marcan una notable diferencia en medio de un debate falto de ideas e inundado de un patetismo cómodamente ubicado en el lugar de la autoindulgencia. Evitando las zonas de confort, Ortúzar prefiere observar las paradojas que se intentan ocultar en los discursos hegemónicos y desnudarlas, sin abusar de la ironía o de la molesta pedantería de los que dicen ver lo que los demás no pueden.
En este comentario no voy a profundizar en los numerosos destinatarios de las críticas de Ortúzar. En su lugar, quisiera extender su argumentación sobre lo político y las alternativas que se pueden bosquejar en medio de la crisis.
La expectativa de que los políticos “se pongan a la altura de sus obligaciones” y dejen de lado sus posiciones para llegar a acuerdos en nombre de algún bien superior es aparentemente contradictoria con los propios postulados del autor. Los nuevos políticos en su nueva actitud, ¿no serían acaso un equivalente moral a la “élite revolucionaria” que el autor critica por terminar siempre en la opresión y la desigualdad, solo que ahora sería abiertamente una elite y no una mascarada como las anteriores?, ¿se podría fundar una nueva política basada en los viejos valores?
Ortúzar entiende que los políticos por sí solos no pueden y que la ciudadanía debe sumarse al espíritu del acuerdo, pero esto es aún más difícil. ¿Estaremos dispuestos a que nuestros representantes privilegien acuerdos que pueden pasar por sobre sus propias convicciones? ¿les vamos a premiar o castigar por el acuerdo? ¿Cuál es la ética que se debe adoptar: convicción o responsabilidad?
El acuerdo constitucional mostró que la responsabilidad pesa actualmente más que la convicción. En efecto, allí las partes tuvieron que buscar el mejor escenario posible, suspendiendo al menos parte de sus premisas políticas, pues el gobierno había amenazado con un nuevo –y quizá más violento– Estado de emergencia. Al menos por un momento, los intereses actuales tuvieron que ser puestos en una perspectiva más amplia y, aunque sin mucha certeza, se pudo avanzar (por cierto, no habla bien del partido del diputado Boric el que este le haya dado un castigo por privilegiar la responsabilidad por sobre la ideología de su colectividad).
Una sociedad que es capaz de premiar la responsabilidad por sobre la convicción debe, sin embargo, contar con medios simbólicos de recompensa y sanción. Mientras la responsabilidad tenga que justificarse y la convicción sea motivo de alabanza, los acuerdos serán siempre una empresa arriesgada. ¿Por qué habríamos de pedir entonces a los políticos algo que nosotros mismos no estaríamos dispuestos a hacer?
Los valores que han servido de sostén a la democracia chilena debiesen ponerse en duda. No recompensan ni castigan, ni mucho menos orientan políticamente a nadie. Los clásicos valores de la modernidad: igualdad y libertad, nunca han llegado a estar cerca de realizarse, ni siquiera se ha logrado un precario justo medio, pues la hipertrofia de uno ha terminado fagocitando al otro. Pocos países del mundo han visto este desequilibrio de manera tan dramática como Chile antes y después del 73. Entonces, ¿qué valores debiesen de estar en el horizonte?
En lugar de echar mano de la filosofía política, quizá sea más provechoso utilizar la ciencia social empírica para establecer algunos puntos de partida. El escenario de crisis invita a las innovaciones. Así, la clásica metodología de búsqueda de conceptos políticos, partiendo, como es debido, desde los griegos hasta la actualidad, debiese dar paso a la autodescripción social actual. Quizá los conceptos que encontremos sean de una etimología imprecisa y Aristóteles seguramente estaría en desacuerdo con nosotros, pero si el lenguaje nace en la arena de la política local, puede tener una mejor expectativa de vida.
En esta crisis se ha levantado de manera bastante espontánea una semántica de la “dignidad”. Esta parece simbolizar de buena manera un conjunto de expectativas económicas, educativas, sanitarias, previsionales, medioambientales, de género, etc., enarboladas con entusiasmo en algunos lugares y aceptadas de no tan buena gana en otros.
Como toda semántica social, la dignidad es laxa en sus definiciones y su contenido puede llamar a más desacuerdos que acuerdos, pero tiene la virtud de señalar alternativas de conducta mucho más generalizadas que las ya desgastadas libertad e igualdad. Frente a ellas, la dignidad tiene la virtud de ser un valor que no puede plantearse en la mera subjetividad, sino que demanda siempre colectividad.
La libertad, en cambio, se puede experimentar todavía en una celda, mientras se tenga un espacio para la autoconciencia. Así, Mandela pudo ser libre sin tener todavía su libertad. La igualdad también se puede virtualizar, en un reino de Dios después de la muerte, o simular, en una sociedad a escala de excluidos en una prisión o en un gueto. La dignidad no puede hacer nada de esto. No puede vivir enclaustrada en la conciencia, pues exige un estándar de comparación y evidencia ostensible, y no se puede simular ni parcializar, pues demanda universalismo.
Si es que no podemos darnos el lujo europeo de un Estado de Bienestar, con su problema crónico de inflación de derechos y de dinero, entonces trabajemos para un Estado de Dignidad. Una invención local en un país periférico que fue el laboratorio de un corto experimento de socialismo democrático y de un largo ensayo de neoliberalismo radical.
Un Estado de Dignidad como el nuestro, no habrá nacido como un neologismo intelectual, sino como una experiencia colectiva telúrica y profunda. Su misión será velar que ninguna desigualdad sea a costa de la dignidad y que toda restricción a la libertad deba ser medida por su aporte a la mayor dignidad posible.
La definición de dignidad puede ser consultada a expertos, pero su autorización debe darla la ciudadanía en un procedimiento democrático y legítimo. Mi sugerencia –en un lenguaje algo técnico– es que la dignidad social debe traducirse en inclusión universal en prestaciones funcionales a lo ancho de la sociedad, de modo que no exista impedimento a priori en el ejercicio de derechos y deberes, para la posibilidad de restablecer la salud dañada, para el goce de una remuneración y pensión adecuadas, para el acceso a una educación abierta y de calidad, para vivir en un medioambiente limpio, para contar con una política abierta y transparente, etc., no sean coartados por lógicas organizacionales o grupales basadas en intereses, afinidades o convicciones particularistas.
Si se logra dar con la dignidad como valor y como símbolo de decisiones colectivas vinculantes y legítimas para un Estado como el nuestro, se podrá pensar no solamente una nueva constitución, sino también el orden normativo funcionalmente diferenciado para lo político, económico, educacional, sanitario, medioambiental o religioso para treinta o más años.
Lamentablemente, este periodo presidencial no es favorable a los cambios. Los intereses económicos del presidente son demasiado grandes y van creciendo proporcionalmente con la caída libre de su capital político. El parlamento, por su parte, ha mostrado mucho más oficio, pero sigue pesando sobre él la sombra de un sistema presidencialista y personalista. A pesar de ello, el tiempo de espera que deja este gobierno puede ser también una oportunidad para pensar con calma el “Nuevo Chile” que surgirá de las cenizas del orden social actual que es necesario y urgente reformar. Reflexiones como las del autor que he comentado hacen pensar que el camino se allana de a poco a nuevas voces que, con inteligencia y responsabilidad, pueden pensar una realidad nueva y esperanzadora.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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