COLUMNA DE OPINIÓN
La comunidad perdida
12.12.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
12.12.2019
Si trazáramos una línea de tiempo y enumeramos los estallidos sociales, golpes de estado, guerras civiles, revueltas, rebeliones, revoluciones y alzamientos militares que han acontecido a lo largo de la historia de Chile desde la fundación de la república hasta hoy, serían muy pocos los sorprendidos de la fragilidad de nuestras instituciones, de la violencia política -popular y del Estado-, de las violaciones a los derechos humanos, y de las persistentes desigualdades que ahora se reconocen y nos culpabilizan.
Podríamos iniciar esta columna cuantificando esos momentos de crisis para aventurarnos a afirmar que, en promedio, nuestra democracia se quiebra cada treinta años y así confirmar que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa, aportar un nuevo dato económico que confirma nuevamente por qué Chile es uno de los países más desiguales del mundo a pesar de su entrada gloriosa a las grandes ligas de la OECD; podríamos hacer eco del clamor de las manifestaciones para estar a tono con lo políticamente correcto y gritar también ‹‹que se vayan todos››, que el modelo es el problema, que el acuerdo por una nueva Constitución recientemente alcanzado es la perpetuación de la vieja cocina de la transición; que Chile cambió, que no hay retorno, que si no paramos la violencia callejera con la fuerza militar y con un nuevo acuerdo nacional caemos al precipicio de una crisis aún peor -como si ya no la estuviéramos viviendo-.
Se podría escribir también la vigésima columna sobre la ceguera intelectual, la falta de voluntad política y el inmovilismo que han impedido al gobernante y a su gobierno contener, anticiparse, y dialogar con los actores relevantes antes que declarar la guerra a los encapuchados, un ‹‹enemigo›› informe y sin domicilio político conocido que es mucho más complejo de comprender que el material acelerante de la barricada cuyo fuego excita esta crisis y nos ilumina con su hipnotizante resplandor, pues es el hijo de esta crisis o, tal vez, el eslabón perdido de una infausta genealogía de miserias.
Desde esa tarde de evasión del 18 de octubre y las violentas jornadas de protesta de los días siguientes, los políticos, intelectuales y empresarios por primera vez tomaron en serio la necesidad de realizar cambios, profundizar la democracia, discutir una nueva Constitución, y repensar si el sueldo mínimo, la jornada laboral y el sistema de pensiones estaban a la altura del país modelo que creíamos ser.
"La clase política aún no se convence de que las preguntas para salir de este laberinto incendiario son otras, ¿cómo reconstruimos la cohesión social fracturada pensando en los próximos treinta años?, ¿con qué mecanismos aseguraremos la representatividad y la participación ciudadana en el sistema político sin sacrificar la estabilidad social e institucional?"
Lamentablemente, aún seguimos entrampados en el intento de regresar a un orden que nos devuelva a una normalidad ya perdida, cuestionada y deslegitimada. La clase política y el gobierno aún no se convencen de que las preguntas para salir de este laberinto incendiario son otras, ¿cómo reconstruimos la cohesión social fracturada pensando en los próximos treinta años?, ¿con qué mecanismos aseguraremos la representatividad y la participación ciudadana en el sistema político sin sacrificar la estabilidad social e institucional?, ¿cómo preservaremos nuestro medioambiente en un contexto de cambio global que también pone en cuestión el modelo de desarrollo y productivo del cual Chile se ha beneficiado?, ¿bajo qué mecanismos instalaremos una real igualdad entre mujeres y hombres?, ¿cuánto están dispuestos a transar el gobierno, los partidos y los movimientos sociales para construir una república que nos represente?
El estallido social dejó en evidencia que la soberbia de nuestros gobernantes, imaginando a Chile como “el jaguar de Latinoamérica” (Frei Ruiz-Tagle), “el Tigre del Sur” (Lagos), “oasis de la estabilidad” (Piñera), no es más que el síntoma de una lectura equívoca y perpetuada acríticamente desde el retorno a la democracia.
Esos relatos exitistas, fueron el canto de sirena que nuestros lideres políticos divulgaron por todo el mundo en cumbres, foros y encuentros académicos, y fueron también el discurso de nuestro camino al abismo, pues nos volvieron un país autocomplaciente, cada vez menos empático ante la indignidad de ciudadanos cuyos rostros ya ni siquiera veíamos porque nos recordaban la cara infausta del modelo.
“¿Cómo preservaremos nuestro medioambiente en un contexto de cambio global que también pone en cuestión el modelo de desarrollo y productivo del cual Chile se ha beneficiado?, ¿bajo qué mecanismos instalaremos una real igualdad entre mujeres y hombres?, ¿cuánto están dispuestos a transar el gobierno, los partidos y los movimientos sociales para construir una república que nos represente?”
Durante los últimos 30 años se validó un orden político-económico que legitimó ese modelo en base a decisiones tecnocráticas e indicadores macroeconómicos que reforzaron las anteojeras de la clase política ante las miserias de ciudadanos de segunda clase que ya no votaban y que habían sido desplazados a los barrios periféricos de las ciudades principales. Son precisamente esos ciudadanos –la abuela octogenaria que espera medio día en el consultorio para obtener el medicamento que regula su hipertensión, la madre que no recibe remuneración por criar abnegadamente a sus cinco hijos, la niña de doce años que, maltratada física y psicológicamente por sus padres es abusada sexualmente por sus cuidadores y termina refugiada en residencias del Sename que jamás le entregarán una familia a la cual vincularse, el estudiante endeudado por un crédito universitario que difícilmente logrará prosperar porque su sueldo mínimo apenas le permite vivir, el profesor jubilado que pasa a un retiro empobrecido después de haberlo dado todo en la educación pública, el trabajador que muere esperando una cirugía de urgencia en los lúgubres pasillos del hospital regional–, quienes nos han recordado que los oasis también pueden ser espejismos que nos devuelven la verdadera imagen de una realidad que no quisimos ver.
La falla estructural que nos revela este nuevo estallido social es un fantasma que recorre todo el territorio nacional, que supura heridas no cicatrizadas, revive traumas del pasado que pensábamos resueltos, y porta el rostro de ciudadanos de carne y hueso que ya no pueden ser postergados en la indiferencia de la arquitectura efímera de un castillo de arena desvanecido en el oasis de un desierto.
Si el sistema político y el modelo de desarrollo están en descomposición, la magnitud de la crisis nos obliga a alcanzar nuevos acuerdos que abran camino a un pacto social sustentado en la deliberación política, el bien común y la dignidad de las personas como nuevos horizontes de posibilidades para asegurar un desarrollo económico sustentable, inclusivo, de paz social y felicidad pública. Si Chile despertó de la quimera, fue por esas mujeres, jóvenes, niños y niñas que salieron pacíficamente a manifestarse, y ahora la sociedad, el Estado, los empresarios y la clase política, no pueden volver a fallar.
Para construir un país con un nuevo pacto social necesitamos de la voluntad política de todas las partes y abrazar el cambio sin miedo a los otros. Solo una genuina deliberación nos podrá mostrar la salida a esta crisis, consolidar nuevos frenos y contrapesos contra quienes se arrogan el poder de imponer su voluntad sin participar de los mecanismos de la democracia, librarnos de la violencia, de las amenazas de golpes y contragolpes, y ayudarnos a recuperar una comunidad política perdida donde ya nadie deberá cantar ‹‹y la culpa no era mía, ni donde estaba, ni como vestía››.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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