Crímenes de lesa humanidad II
04.12.2019
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04.12.2019
Respondo a la reciente columna en este medio del profesor de derecho penal Juan Pablo Mañalich. Para hacerlo adecuadamente resumiré primero de manera breve sus intervenciones previas.
En una columna del 25 de octubre señaló que “el punto crucial es (…) que las personas que hayan ocupado las posiciones de máxima autoridad civil o de jefatura militar, y que, pudiendo hacerlo, no hayan impedido la perpetración de crímenes (…) de los cuales hayan tenido conocimiento, resultan responsables como autores de esos crímenes”. La discusión ha demostrado que ese no es el punto crucial. El punto crucial es si se trata o no de crímenes de lesa humanidad.
En otra columna de 4 de noviembre, polemizando con Sergio Micco sostuvo que “tratándose de un ataque (solo) generalizado (…) podría ser suficiente una mera tolerancia o aquiescencia del gobierno como política a la que responda el ataque en cuyo marco se insertan los crímenes respectivos”. La discusión ha demostrado que eso es falso, si se entiende la ley chilena conforme a ciertos documentos internacionales. Según esos documentos se requiere probar una política de Estado cuya existencia “no se puede deducir exclusivamente de la falta de acción del gobierno (…)”. Lo esencial aquí no es una insuficiencia de prueba, sino de concepto: para que la omisión cuente como política debe estar conscientemente dirigida a alentar la comisión de los crímenes.
En una entrevista de 28 de noviembre puso al centro de la discusión una cuestión que ya había mencionado en su columna previa: que conforme a la ley chilena no se requiere una política de Estado sino que basta con una política de sus agentes, que serían los carabineros. Como es obvio, la verdad de esta tesis haría irrelevante el examen del comportamiento de las autoridades civiles para calificar los hechos de crímenes de humanidad. Por eso la columna previa y la entrevista eran notoriamente inconsistentes: en ellas Mañalich insistía en la relevancia y la posibilidad de atribuir al gobierno una política de Estado pasiva.
Ahora, en su columna de 3 de diciembre, acusándome de pasar por alto esta cuestión –en vez de apreciar que yo hubiera hecho una lectura caritativa de su inconsistencia-, la propone por primera vez con claridad como “un aspecto del problema enteramente distinto del considerado previamente”, esto es, de la omisión imputable a las autoridades civiles. Veámosla.
El art. 7-2-b) del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que es la fuente material de la legislación chilena, define el concepto de ataque contra una población civil exigiendo que tenga lugar “de conformidad con o en promoción de una política del Estado o una organización de cometer tal ataque”.[1]
El art. 1° N° 2° de la Ley 20.357 –el derecho chileno- exige que el ataque contra una población civil “responda a una política del Estado o de sus agentes; de grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre algún territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares, o de grupos organizados que detenten un poder de hecho tal que favorezca la impunidad de sus actos.”
Como se puede apreciar, la fórmula legal chilena es más detallada que la internacional. Por una parte, define de manera restrictiva el tipo de organización cuya política se requiere constatar para que lo hechos constituyan crímenes de lesa humanidad. Por otra parte, añade al Estado mismo sus agentes como posibles autores de la política. Las dos variaciones tienen una explicación en la experiencia chilena bajo la dictadura.
La restricción del concepto de organización responde a la finalidad de impedir que la Ley 20.357 sea aplicada a los delitos de subversión contra el poder, ya sean comunes, atentatorios contra la seguridad del Estado o terroristas. La idea regulativa sobre la que descansa esta fórmula es que los crímenes de lesa humanidad son siempre abuso máximo de poder y nunca acción contra el poder, por más violenta que ella sea o más terror que ella cause. Por esa razón, aunque haya organizaciones detrás de la violencia en las calles de estas semanas, y por más graves que hayan sido los hechos cometidos con ocasión de esa violencia, hasta el momento no parece que puedan caer bajo la Ley 20.357, incluso si correspondieran a alguno de los atentados descritos por sus artículos 3 a 9.
La mención a los agentes del Estado obedece a la finalidad de hacer irrelevante el negacionismo de Estado y la dificultad de prueba que ello conlleva para reconducir el plan de los agentes del Estado al nivel superior del gobierno del Estado. La experiencia de la negación por parte del gobierno de la época primero de los crímenes cometidos por la caravana de la muerte, la DINA y el Comando Conjunto, y posteriormente de su conocimiento, y de la enorme dificultad de probar lo contrario, llevó al legislador a introducir una cláusula compensatoria de esa dificultad.
Así, la responsabilidad de los superiores jerárquicos de las propias fuerzas o de las autoridades civiles por omitir impedir los crímenes queda sujeta sin alteraciones a las exigencias de prueba de las condiciones para imputar esa responsabilidad, señaladas en el artículo 35 de la Ley 20.357. En cambio, la apreciación del “elemento político” de los crímenes de lesa humanidad no requiere probar acciones u omisiones en el nivel superior del gobierno para que la política de los agentes del Estado cuente como política del Estado mismo.
Pero siempre es indispensable que conforme al contexto la política de los agentes del Estado tenga el peso de una política de Estado. Por eso, examinando la acusación constitucional planteada contra el ex ministro del Interior, el profesor alemán Kai Ambos ha sostenido -con toda razón- que la fórmula chilena tiene que ser interpretada restrictivamente, de un modo conforme a la finalidad la fórmula internacional.
Mañalich, en cambio, intenta su último atajo para imputar responsabilidad bajo la Ley 20.357. Concede que esa interpretación restrictiva pueda tener importancia si se estuviera aplicando el derecho internacional, pero niega que la tenga en el nivel “más modesto” del derecho chileno. Olvida sin embargo que en el nivel chileno también se trata de tipificar y sancionar al abuso máximo de poder estatal.
Para advertirlo ni siquiera es necesario el ejercicio de interpretar la ley chilena conforme al Estatuto de Roma. Basta con considerar su propio contexto. ¿Puede una ley como la chilena, que restringe de manera extraordinariamente severa el concepto difuso de política de una organización, querer consistentemente extender el concepto de política de Estado al plan de acción delictiva de cualquier número o clase de funcionarios públicos?
Naturalmente, tratándose de los hechos de estas semanas no es cualquier número o clase de funcionarios públicos los que han sido imputados de cometer violaciones de derechos humanos. Eso es lo que hace intuitivamente plausible la maniobra de Mañalich, que de otro modo nadie podría tomar en serio. Pero precisamente por esa razón es que debe considerarse, en este nuevo contexto, si existe esa política y si ella cuenta dadas las circunstancias como política de Estado.
En su examen Kai Ambos deja entender que la función perseguida por la fórmula chilena es una obviedad para el derecho internacional y que por lo tanto resulta innecesaria. Así lo han entendido los anteproyectos de código penal elaborados los años 2013 y 2018, que requieren que el ataque “respond(a) a una política del Estado o de grupos organizados que detent(en) un poder de hecho tal que favore(zca) la impunidad de sus actos o la implementación de esa política”.[2] O sea, conservan el concepto restringido de organización en una versión simplificada pero vuelven a la fórmula del Estatuto de Roma para la política de Estado. No entender de este modo la Ley 20.357 implica atribuirle una anomalía sistemática absurda.
En vez de confundir a la opinión pública proponiendo atajos que una y otra vez terminan siendo callejones sin salida Mañalich podría contribuir a ordenar el conjunto de hechos hasta el momento conocidos para satisfacer los estándares legales no controvertidos para su calificación jurídica. Eso puede incluir desde luego la Ley 20.357, pero haciéndose cargo de todas las dificultades que ello implica.
Nota del editor: en atención a la polémica suscitada por la carta enviada a CIPER por Kai Ambos, en la que dice que Antonio Bascuñán Rodríguez reproduce sus argumentos sin citarlo, CIPER aclara que esta segunda columna de Bascuñan, que contiene citas a Kai Ambos, fue recibida antes de que publicáramos la carta de Ambos.
[1] Esta es una traducción personal de la versión oficial en inglés: “‘Attack directed against any civilian population’ means a course of conduct involving the multiple commission of acts referred to in paragraph 1 against any civilian population, pursuant to or in furtherance of a State or organizational policy to commit such attack;”. La versión oficial en castellano hace innecesariamente compleja la sintaxis de la frase: “Por ‘ataque contra una población civil’ se entenderá una línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos mencionados en el párrafo 1 contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o de una organización de cometer es ataque o para promover esa política;”.
[2] El anteproyecto de nuevo código penal de 2015, en cuya redacción intervino Mañalich, no establece expresamente el requisito de que el ataque responda a una política del Estado o de una organización.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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