COLUMNA DE OPINIÓN
Escuchar a la gente, pero en serio
03.12.2019
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
COLUMNA DE OPINIÓN
03.12.2019
La idea de dialogar entre todos para generar una nueva Constitución es algo más fácil de decir que de hacer. Mientras algunos temen que la discusión sea monopolizada por los que más gritan, o que las mayorías arrasen con las minorías, otros recelan que la discusión sea manipulada por abogados que imponen su jerarquía de saber. El autor de esta columna propone examinar la amplia gama de métodos deliberativos acumulados en décadas de iniciativas internacionales. No sugiere importar un modelo, sino identificar elementos interesantes, “para luego generar con ellos una metodología autóctona para el proceso chileno”.
Vivimos días de frenesí participativo. El estallido social de octubre, en sí mismo, un ejercicio de participación masiva y disruptiva, puso nuevamente en el tapete una discusión que ha acompañado a nuestra esfera pública desde el retorno a la democracia, sino antes, cuando recién se pensaba la opción del plebiscito de 1988. ¿Cómo hacer que la ciudadanía participe? ¿Cómo hacer para que una porción significativa de la población se involucre en el proceso de organizar al país, entendiendo que una falta de participación iba a restar fuentes fundamentales de legitimidad a un régimen político que se auto-denomina como “democracia”?
Siguiendo el guion usual de otros regímenes occidentales, durante los siguientes 30 años esta pregunta fue respondida con una mezcla de democracia delegada, a través de elecciones regulares, a las cuales cada vez menos gente se dignaba en plegarse, y algunas formas de democracia más directa a través de diferentes formas de “consultas” a los ciudadanos.
Este arreglo colapsó súbitamente el 18 de octubre de 2019. Como ya ha quedado claro, lo que se quemaba en las estaciones de metro y supermercados no era solamente infraestructuras o bienes de consumo. Era también el tipo de democracia que habíamos construido. En particular, las imperfectas formas que elegimos para organizar y legitimar la participación de la ciudadanía por 30 años.
Pero, de las cenizas de la democracia de los acuerdos, surgían nuevas formas de participación. Los pingüinos que saltaban los torniquetes del Metro, las tías Pikachu, las estilizadas fotos en Instagram de jóvenes con escudos, el vecino que va a un cabildo en su plaza, las barras bravas que boicotean el reinicio del campeonato de futbol nacional. Todas estas son nuevas formas de hacer ciudadanía, de intervenir en materias de interés común, que han emergido súbitamente en las últimas semanas.
Estas nuevas ciudadanías hacen cada vez más improbable que las cosas simplemente se vayan a “calmar” y que volvamos a nuestra bien conocida política de los acuerdos, como ha atestiguado las múltiples reacciones críticas que ha generado el acuerdo constitucional multipartidista de hace algunas semanas. Hoy en día, incluso la “mejor política” de antaño pareciera no ser suficiente.
Sin tiempo siquiera para poder evaluar cuáles son los contornos básicos de estas nuevas formas de entender y practicar la ciudadanía, nos vemos súbitamente lanzados al test más complejo para cualquier orden político que quiera ser reconocido como democrático: la redacción participativa de una nueva constitución política. Como se nos repite hasta el hartazgo, incluso por parte de actores cuyas credenciales democráticas son más que dudosas, este proceso tiene que ser “participativo”. Quizá uno de los pocos consensos que tenemos sobre el tema es que la nueva constitución va a sufrir de déficits fundamentales de legitimidad si la ciudadanía no se involucra sustantivamente en su gestación.
De este modesto consenso, sin embargo, se deriva una de los temas más espinudos que nos resta por resolver respecto al proceso constitucional: cómo materializar esta participación.
“Como ya ha quedado claro, lo que se quemaba en las estaciones de metro y supermercados no era solamente infraestructuras o bienes de consumo. Era también el tipo de democracia que habíamos construido. En particular, las imperfectas formas que elegimos para organizar y legitimar la participación de la ciudadanía por 30 años.”
Las alternativas son múltiples y contrastantes, encontrándonos con casi tantas propuestas como actores involucrados. Desde aquellos que creen que un plebiscito ratificatorio es suficiente hasta los que visualizan al país convertido en una inmensa asamblea constituyente, tenemos a nuestra disposición una plétora de caminos posibles para llevar a cabo el proceso. Esta diversidad nos muestra, aunque sea pedestre decirlo, que determinar el mecanismo de participación constitucional es por definición un proceso tanto técnico como político. Lo que está en juego no es solamente la definición de una metodología para el proceso constituyente mismo, sino el tipo de ordenamiento político que vamos a construir a partir de nuestra redefinición constitucional. Por ese motivo hay una serie de temas críticos que, creemos, tienen que ser considerados con urgencia.
En primer lugar, es fundamental entender que la incorporación de la ciudadanía en el proceso de elaboración de una constitución nacional es un desafío completamente diferente a lo que se ha realizado hasta el momento en el país en términos de participación ciudadana.
A nivel internacional, este tipo de participación se conoce a como de carácter deliberativo, siendo definida como la “discusión cara a cara mediante la cual los participantes plantean y responden concienzudamente a argumentos en competencia para llegar a juicios considerados sobre las soluciones a los problemas públicos” (Fishkin 2010, 223). En un proceso deliberativo no basta con solo expresar opiniones o posturas respecto a los temas discutidos, sino que esta expresión debe hacerse de manera sistemática y en profundidad. Para que esto pueda ocurrir, es necesario que los ciudadanos participantes adquieran y debatan en un plazo breve un grado no menor de conocimientos, incluso de carácter científico. De esta discusión emergen acuerdos negociados, los cuales nunca son perfectos dado que implican necesariamente tranzar en ciertas posiciones iniciales.
En ciertos momentos, incluso la posibilidad misma de un acuerdo es denegada, optándose por reconocer la existencia de disensos insalvables. La deliberación, por tanto, es una forma altamente particular de participación, en la cual, como país, no tenemos experiencias previas relevantes, al menos no a esta escala. Incluso el masivo proceso de participación ciudadana de base en cabildos y asambleas que surgió a partir del estallido de octubre presentó solo niveles modestos de deliberación, como concluimos en un primer análisis del proceso. Por tanto, aquí no estamos hablando de reciclar metodologías de procesos participativos pasados, incluso las del proceso constitucional truncado llevado a cabo durante el anterior gobierno de Bachelet. Tampoco hablamos de solamente expandir el proceso de los cabildos y asambleas existentes en la actualidad. Necesariamente tenemos que diseñar nuevas herramientas, las cuales realmente contribuyan a la aparición del ciudadano deliberante que el proceso constituyente requiere para ser realmente democrático.
En segundo lugar, la definición del mecanismo deliberativo específico para nuestro proceso constitucional no puede ser solamente dejado en manos de expertos, sean estos académicos o políticos. Lo último que necesitamos ahora es un nuevo “panel de expertos” que nos dicte cómo tenemos que ordenar la deliberación constitucional. Principalmente, porque el ser experto en materias constitucionales no es lo mismo que ser experto en procesos y técnicas deliberativas. Uno puede saberse todos los artículos e incisos de la constitución de memoria, pero no tiene por qué saber cómo mejor ordenar un proceso participativo para obtenerlos.
Al mencionar esto tampoco buscamos argumentar sobre la necesidad de reemplazar un tipo de experticia legal-constitucional con otro; sea esta de la sociología, la psicología u alguna otra disciplina. Sin duda diferentes tipos de experticia tienen que jugar roles clave en el proceso de definir nuestro mecanismo deliberativo constitucional. Pero su participación tiene que darse en colaboración constante con múltiples formas de conocimiento y grupos de la población, especialmente aquellos que son usualmente excluidos por su falta de credenciales técnicas formales. La captura de espacios de deliberación colectiva por parte de saberes técnicos es parte de las causas que nos han llevado a la actual crisis política.
En tercer lugar, junto con incluir a múltiples tipos de actores – expertos y no expertos – tenemos que observar cuidadosamente los múltiples artefactos y experiencias deliberativas existentes. Décadas de iniciativas internacionales en relación a la deliberación ciudadana de materias complejas, nos han legado una amplia gama de métodos deliberativos.
“Sin tiempo siquiera para poder evaluar cuáles son los contornos básicos de estas nuevas formas de entender y practicar la ciudadanía, nos vemos súbitamente lanzados al test más complejo para cualquier orden político que quiera ser reconocido como democrático: la redacción participativa de una nueva constitución política.”
Por ejemplo, existen herramientas como las encuestas deliberativas o los presupuestos participativos, las cuales están pensadas para la deliberación representativa de temáticas políticas de interés general. Junto con estos, existen métodos como las conferencias de consenso, los mapeos deliberativos y los jurados ciudadanos, los cuales buscan hacer incorporar a ciudadanos en la discusión de materias técnicas complejas.
También existen iniciativas como el proyecto Constitution-making and deliberative democracy, el cual busca explícitamente sistematizar iniciativas deliberativas a nivel constitucional en países de la Unión Europea. Finalmente es especialmente necesario analizar las experiencias de países como Irlanda, Bolivia o Islandia, en donde métodos deliberativos fueron explícitamente introducidos para reforzar la participación ciudadana en la discusión constitucional.
La necesidad de observar estas experiencias, sin embargo, no es un llamado a simplemente decidirse por alguna de ellas y aplicarla directamente en nuestro país. Todas estas metodologías fueron hechas en contextos políticos y sociales particulares, acarreando las particularidades de estos entornos. Por tanto más que una importación irreflexiva de un modelo foráneo (para un fallido ejemplo chileno ver aquí), debiéramos identificar elementos de estos mecanismos que nos parezcan de interés, para luego generar con estos una metodología autóctona para el proceso chileno.
Dada la alta complejidad de todas estas tareas, un último punto clave es que no nos podemos apurar en el proceso de concebir el mecanismo que vamos a utilizar para ordenar nuestra deliberación constitucional. Es entendible el sentido de urgencia que se le ha dado a la discusión constitucional en el país, de manera que sea la misma ciudadanía movilizada la que actué de garante de la transparencia y representatividad del proceso.
Sin embargo este sentido de urgencia no puede llevarnos a definir apresuradamente un mecanismo cuando aún quedan múltiples experiencias por observar y temas clave por discutir en profundidad. Citando a Donna Haraway, tenemos que “quedarnos con el problema” del diseño constitucional por un rato más, darnos el tiempo para discutir y evaluar las mejores maneras de organizar nuestra deliberación constitucional. Al final de cuentas, un mecanismo mal hecho o que sea visto como ilegitimo o excluyente por grupos importantes de la población, es mucho peor que un mecanismo que se demora algunas semanas más en estar listo.
En términos generales nuestro llamado es a ser cuidadosos en todo este proceso, a darnos el espacio y el tiempo para poder decidir de forma abierta e inclusiva el mecanismo concreto con el cual vamos a organizar la deliberación constitucional del modo más amplio y participativo posible. En este caso la forma es (casi) tan importante como el fondo, dado que diferentes mecanismos van a hacer posible diferentes tipos de deliberación y, por tanto, diferentes tipos de acuerdos. Por tanto, lo que está en juego no es solo el tecnicismo de cómo organizar la participación ciudadana en el proceso constitucional, sino la forma en la cual vamos a organizar nuestra vida en común en las próximas décadas.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cuatro centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR). el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.