Desigualdad chilena y emigración económica. Un aporte de los chilenos en el exterior
03.12.2019
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03.12.2019
El 18 de octubre marcó un antes y un después en la historia social de Chile, no sólo para los chilenos que residen en el país, sino también para aquellos que tuvimos que emigrar de Chile por razones económicas, en la búsqueda de sociedades más cohesionadas, inclusivas y justas.
Tengo la impresión que, cuando se menciona la emigración chilena, siempre se viene a la mente el exilio político de los años ’70 y ’80, y la emigración de estudiantes chilenos beneficiados por las becas de post grados del Ministerio de Educación de Chile o por motivaciones personales de formarse académicamente fuera del país mediante visas de estudios.
Sin embargo, raramente se menciona la emigración por razones sociales y económicas de chilenos que emigramos a Europa en la década de los ’90, y de la cual un significativo número de compatriotas hemos sido parte.
Fuimos una emigración silenciosa, pero constante, cuyo destino principal fue España e Italia, que ofrecían regularizaciones de extranjeros a través de contratos laborales en los sectores del servicio doméstico, hostelería y construcción, debido a que la oferta laboral interna de estos países no podía cubrirse con sus propios nacionales, que preferían trabajos que implicasen menos esfuerzo físico y mejores condiciones laborales.
La emigración por motivación socio-económica siempre estuvo presente en mi pensamiento, desde una edad muy temprana. A los 15 años ya tenía muy claro que debía emigrar de Chile, sino estaría condenada a una pobreza social y estructural de por vida, en especial al pertenecer al quintil más pobre de Chile, en donde todo atisbo de promoción social está cercenado desde el nacimiento y preestablecido por determinados rasgos físicos, y atenuado por el apellido, colegio, universidad, barrio, población y comuna en que se reside.
El empobrecimiento social y económico que vivió mi familia fue parte de una regresión social generalizada, que afectó al país en la década de los ’80 y que golpeó fuertemente a los sectores sociales más vulnerables en Chile, del cual provengo.
Desafortunadamente, la pobreza material y el estigma social no vienen solos. Suelen traer consigo problemas de precarización laboral, autoestima, adicciones que afectan la salud mental, institucionalización de menores de edad, adopciones, relaciones familiares fracturadas por traumas inter-generacionales no resueltos, emigración económica forzada y, en ocasiones, casos dramáticos de suicidio infanto adolescente.
Estos son parte de un cúmulo de eventos sociales y familiares muy dolorosos y traumáticos que, por cierto, me tocó vivir en carne propia, arrastrarlos y superarlos como pude. Forman parte del ADN de la experiencia vital que impregna a los chilenos más pobres y vulnerables, que pagaron con su exclusión social y profundos traumas familiares, el precio del dogmático y exitoso modelo económico ultra liberal chileno. Ese modelo, hasta el día de hoy carece de un aceptable contrato social basado en la solidaridad tributaria que coadyuve a amortiguar -en parte- la onerosa deuda causada por la fractura social de la desigualdad más inhumana que me ha tocado conocer, vivir y experimentar en mis 50 años de vida.
Aunque siempre trabajé mientras viví en Chile, el sueldo que ganaba a principios de los ’90, no me alcanzaba ni siquiera para darme unos pequeños gustos, menos soñar con independizarme. Aún recuerdo que ganaba 57 mil pesos chilenos como cajera de supermercado, y que unos lentes de sol medianamente buenos costaban 25 mil pesos; razón por la cual, de los 27 años que viví en Chile, nunca pude tener lentes de sol, para poder sobrellevar aquellos luminosos y largos veranos chilenos.
Todavía recuerdo mi primer sueldo en España, como limpiadora de casas particulares y pagando seguridad social como trabajadora doméstica independiente. Eran 100 mil pesetas de aquel entonces, que me alcanzaban dignamente para pagar mi acomodación, mi seguridad social, darme mis pequeños gustos y ahorrar dentro de lo posible y por su puesto enviar algo de dinero a Chile, para que los míos pudieran en cierta forma sobrevivir humanamente.
Debo reconocer que fue un proceso gradual el irme adaptando a un poder adquisitivo mayor en España, y que nunca había sopesado las secuelas socio-emocionales que quedan cuando se ha vivido en la pobreza estructural endémica que restringe toda aspiración de promoción social y anula la autoestima y las habilidades sociales, como fue mi experiencia con la pobreza bruta en Chile.
Sólo me percaté de ello, cuando con mi primer sueldo español, me quise comprar unos lentes de sol que costaban 10 mil pesetas, lo que equivalía al 10 por ciento de mi sueldo. Recuerdo mi experiencia, al entrar a la tienda y elegir los lentes de sol que me gustaban y, a pesar que contaba con el dinero para comprarlos, sentí un forma de ansiedad y bochorno facial que se evidenció en mi tartamudeo y en los trémulos movimientos de mis manos y piernas al querer pagar y que la vendedora española observaba atónita.
Debo reconocer que solía sentir desasosiego al saber que podía pagar con mi propio sueldo mis pequeños gustos, y fue un proceso emocional gradual -que me llevó por lo menos dos años- poder superar en términos de poder desarrollar las habilidades sociales y de autoestima necesarias para entrar a una tienda comercial o a un restaurante en España y poder comprar o disfrutar de lo que yo quisiese, sin sufrir ansiedad o sentirme víctima de estigma social.
Paulatinamente mis caprichos personales ya no fueron suficientes y quise estudiar en la Universidad Española, cuya tasa de matrícula anual costaba de promedio el equivalente a un mes del sueldo mínimo español. Pude trabajar y estudiar al mismo tiempo y comer muy bien y barato en los comedores universitarios, cuyos potajes y postres españoles mentalmente aún saboreo y profundamente agradezco.
Con los años pude obtener promoción social a través de la educación y, después de 24 años residiendo en Europa, puedo decir que estoy totalmente integrada y me siento conforme y agradecida con los logros alcanzados en mi vida personal. Pero siempre estoy muy consciente que si me hubiera quedado en Chile, mi vida hubiera sido drásticamente distinta.
He residido por muchos años en España, Inglaterra y Francia, y en estos tres países he trabajado por el sueldo mínimo -el cual considero digno-, he podido ser atendida en buenos hospitales públicos, beneficiarme de estudiar en buenas universidades públicas, que cuentan con una educación de calidad y a un precio accesible, y he recibido seguros de desempleo decentes cada vez que los he necesitado.
He podido también trabajar como profesional y he tenido que pagar un 33% de impuesto a la renta personal, sin que esto me implique malestar. Por el contrario, me daba un sentido de responsabilidad ciudadana, al estar plenamente consciente que otras personas podrían tener acceso a servicios públicos dignos a través de mis impuestos.
Todos los países europeos en los que he vivido, tienen en común ser democracias liberales que cuentan con robustos contratos sociales basados en la solidaridad tributaria a través de los impuestos a las empresas, renta individual, patrimonio, herencia y sistemas de recaudación de contribuciones progresivas que dependen del área residencial y extensión y metraje de la vivienda.
Estos países cuentan, además, con sueldos mínimos que todavía permiten tener una vida digna, en donde el Estado protege los bienes públicos de interés común y el poder económico está claramente subyugado al poder del Estado.
Chile fue, para mí, la experiencia más brutal de un libre mercado dogmático y oligárquico, del cual fui una víctima más -como muchos otros chilenos-, especialmente de aquellos que pertenecen a los sectores socialmente más vulnerables. Al menos yo tuve la oportunidad de escapar con una mano adelante y otra atrás, pero una gran mayoría de mi sector social se quedó en el baile de los que sobran.
En base a mi experiencia como emigrante económica en Europa, la paz social en Chile no se va a poder alcanzar sin una consistente agenda social, basada en la solidaridad tributaria, en el cual los que ganen más contribuyan con más impuestos, y en donde la evasión fiscal y los delitos financieros y económicos de cuello blanco, sean efectivamente sancionados en sede penal y administrativa, tal como acontece en Europa y que ha sido el pilar fundamental del modelo social europeo y de la cohesión social.
Criminalizar las protestas sociales en Chile, imponiendo el orden público sin un contrato social medianamente aceptable y acordado por todas las fuerzas políticas y sociales del país es, a mi modo de ver, un grave error gubernamental por parte del Ejecutivo Chileno, que podría eventualmente incrementar la violencia y la profunda ruptura social que se ha agudizado abruptamente en el país desde la década de los ’80, y cuyas consecuencias son impredecibles no sólo por la pérdida de cohesión social, sino por los problemas de salud mental que traen consigo la pobreza y la exclusión social extrema. Éstas pueden significativamente coartar el capital humano y el potencial desarrollo y crecimiento económico chileno en la cuarta revolución industrial; por la cerrazón y tozudez de la oligarquía económica chilena de no querer pagar impuestos o utilizar cualquier mecanismo de exención para no hacerlo.