COLUMNA DE OPINIÓN
El problema es la política
30.11.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
30.11.2019
La política chilena no entiende que su función es «procesar las demandas, no obedecerlas para dejar contentos a los con mayor capacidad de gritar». Así lo argumenta el autor, que da como ejemplo la respuesta deficiente ofrecida en 2011 a las marchas estudiantiles: crear un subsidio a la demanda, «para favorecer a las universidades privadas», en vez de hacer gratuitas las universidades estatales. Ese modelo, explica, no respondió a «lo que queremos como colectivo» como la inclusión y la cohesión social. Para el autor, no solo está en crisis la política entre cuatro paredes, sino también «la forma de procesar las demandas sociales en los pocos momentos en que han sido reconocidas».
El problema central hoy es recuperar la confianza y legitimidad de la política. La lectura de nuestra historia política reciente que hacen las conversaciones y las redes es sin matices: la clase política se sirve a sí misma (altas remuneraciones, reelección indefinida, incremento del número de diputados y senadores, clientelismo y captura del Estado) e intenta a toda costa que nada cambie: presidencias de cuatro años sin reelección es un ejemplo antiguo (no habría tiempo para cambiar nada profundo); la inminente aprobación del TPP es un ejemplo reciente. Según Gabriel Palma, el TPP habría hecho imposible cualquier reforma después de su ratificación, como una AFP estatal; el control de precios de medicamentos e incluso reducir el retorno sobre la inversión en algunos mercados regulados y acertadamente propuesto hace un tiempo por el gobierno (para mostrar que no todo es blanco y negro como se lee en las redes).
La percepción, que no comparto (como toda generalización es maniquea, injusta y propicia la intolerancia), es que hay un contubernio de la elite política con la económica, que aún no ha sido superada por las reformas recientes. Ejemplos que podrían haber sido puntuales, como la ley de pesca, Caval o las colusiones, han creado una crisis de confianza en la institucionalidad, que no ha resuelto la comisión Engel, cuyas recomendaciones -lamentablemente solo parcialmente implementadas-, no abordaron el problema central para fortalecer una democracia: el fortalecimiento de la sociedad civil y de la deliberación ciudadana.
Así como los mercados necesitan competencia para funcionar eficientemente, la democracia necesita una sociedad civil fuerte y vigilante, que pueda presionar por mejores políticas y espacios de deliberación. Adicionalmente, en palabras de Habermas: “La participación tiene efectos transformadores redentores en los individuos, permitiéndoles descubrir y desarrollar dimensiones públicas y proporcionando el tipo de interacciones que desarrollan la capacidad de juicio autónomo”.
“No es solo la forma de hacer política entre cuatro paredes la que está en crisis, sino también la forma de procesar las demandas sociales en los pocos momentos en que han sido reconocidas”.
Además de los problemas institucionales no resueltos, hay una falla específica de nuestros dirigentes y su forma de hacer política que explica, en parte, el fracaso de ponerse a la altura de los acontecimientos recientes. Norbert Lechner lo sintetizó bellamente: “Una de las tareas más nobles de la política es acoger los deseos y los miedos de la gente e incorporar sus vivencias al discurso público. Al dar cabida a la subjetividad, la política le da la oportunidad al ciudadano de reconocer su experiencia cotidiana como parte de la vida en sociedad”. ¿Cuándo la política dejó de cumplir esta función, se desvinculó de la subjetividad y se olvidó del “nosotros”?
No es solo la forma de hacer política entre cuatro paredes la que está en crisis, sino también la forma de procesar las demandas sociales en los pocos momentos en que han sido reconocidas. Por ejemplo, la movilización de 2011 derivó en la gratuidad universitaria, un excelente ejemplo de lo que han sido nuestras políticas recientes, una combinación de populismo, conciliación de intereses particulares y un enfoque dogmático centrado en la eficiencia como único criterio de valor. En lugar de hacer gratuitas las universidades estatales con un financiamiento directo a estas organizaciones, como ocurre en prácticamente todo el mundo, la elite política chilena implementó un inédito sistema de subsidio a la demanda, para favorecer con este mecanismo también a las universidades privadas.
Con esto, se mantuvo la lógica de financiamiento de mercado (que las organizaciones compitan por la demanda) y se desperdició la oportunidad de crear valor público a partir del financiamiento directo a las universidades que pueden producirlo. Las universidades estatales deben seguir compitiendo con las privadas y en desigualdad de condiciones, porque deben cumplir con las normativas que afectan al sector público y son controladas por Contraloría (el valor público de la legalidad, que en un contexto de mercado es solo una traba a la eficiencia y la efectividad).
Esta competencia lleva a que todas las organizaciones se preocupen prioritariamente de las preferencias individuales de las familias, las que se expresan con su opción por una universidad en particular -que recibirá el financiamiento del Estado- y no de lo que queremos como colectivo, tales como la inclusión y la cohesión social, y la investigación avanzada e interdisciplinaria, aplicada a los problemas centrales que enfrenta nuestra sociedad (para los que han debido desarrollarse otros instrumentos). La gratuidad ilustra cómo una demanda ciudadana puede terminar no solo en algo muy distinto a lo demandado, y sin resolver el problema de fondo, con el agravante que los recursos invertidos en ella habrían permitido resolver la crisis del SENAME y la mala gestión de la salud pública y habría alcanzado para dar gratuidad solo en las universidades estatales, sin desfinanciarlas. En otras palabras, se satisfizo al que gritó más fuerte, conciliando con los intereses privados involucrados, y se postergó lo urgente indefinidamente.
“La percepción, que no comparto (como toda generalización es maniquea, injusta y propicia la intolerancia), es que hay un contubernio de la elite política con la económica, que aún no ha sido superada por las reformas recientes”.
Una dirigencia sin brújula, asustada por su falta de credibilidad, puede correr a ofrecer soluciones rápidas, peores que la enfermedad, sin prioridades claras y con malos diseños. ¿Por qué no deliberar representativamente, con las metodologías modernas disponibles, sobre la urgencia relativa de las distintas necesidades? En 2010, junto con Juan Velásquez, mostramos cómo las entonces incipientes nuevas tecnologías permitían superar el problema de imposibilidad que todas las personas pudiesen hacer uso de la palabra y converger en un mismo tiempo y lugar en un proceso deliberativo. Al mismo tiempo, en ese artículo, se utilizó un método que simula el aprendizaje del cerebro humano para extraer aprendizajes de distintos foros virtuales y presenciales, apuntando hacia consensos deliberativos.
Autores como James Fishkin, Jürgen Habermas y Michel Callon deben ser estudiados para lograr el máximo de legitimidad de esos procesos. Por ejemplo, respecto a los procesos presenciales, asegurar que los distintos grupos que componen la sociedad estén representados requiere cuotas, tanto si fuesen escogidos aleatoriamente como por votación. Al mismo tiempo, la evidencia científica debiese entrar desde el inicio en el proceso de deliberación y asegurar su presencia a través de la participación de expertos, especialmente si las materias son complejas. Asimismo, esta categoría debe integrar no solo a los científicos sino también los que tienen el conocimiento tácito de la experiencia y el saber hacer.
No debiésemos correr por soluciones sino por definir prioridades deliberativamente. Ese marco haría posible un horizonte de largo plazo que permitiría diseños sólidos y, lo más importante, alinear las expectativas y aspiraciones, ordenar la subjetividad. No dejemos que los grupos de poder sigan pasando máquina, esta vez no entre cuatro paredes (esta es la gran victoria de las movilizaciones), sino a plena luz. No reemplacemos la capacidad del dinero de cooptar por la capacidad de los grupos de poder de gritar o amedrentar. Los niños no tienen ninguna de ellas y, debiendo estar primero, nuestra mala política reciente los ha dejado siempre esperando.
“Así como los mercados necesitan competencia para funcionar eficientemente, la democracia necesita una sociedad civil fuerte y vigilante, que pueda presionar por mejores políticas y espacios de deliberación”.
Puede que vengan tiempos difíciles. La crisis de la política acrecienta el malestar, genera desconfianza y desprestigia la democracia y las instituciones. Fortalece los extremos. Además, a través de la incertidumbre, la crisis de la política y el descontento popular detendrán la inversión y, con ello, el crecimiento económico. La solución a este dilema es política, no técnica. De hecho, como sostuve en una carta publicada en 2013, la brecha de calidad y falta de legitimidad de nuestra política es lo que nos impide dar el salto al desarrollo. El cierre de la brecha requiere hacerse cargo de los dos problemas descritos más arriba.
Se necesita un nuevo acuerdo social no solo para “pedir disculpas por los abusos y realizar los derechos económicos y sociales”, sino también para estimular la economía y concretar las prioridades que surjan de la deliberación, así como una nueva forma de hacer política. La función más urgente de la política hoy es procesar las demandas sociales, (no obedecerlas para dejar contentos a los con mayor capacidad de gritar), priorizar las urgencias y conseguir el horizonte de tiempo necesario para que las soluciones sean mejores que la enfermedad que se pretende curar. Y hoy la obligación política de todos es ponerse a disposición y restablecer el orden. La base de eso es una promesa creíble, que debe ser formulada cuanto antes.
Es tiempo de una política con más altura de miras que se haga cargo de las heridas de la subjetividad, no para restablecer el orden sino para crear, creíblemente, uno nuevo.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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