COLUMNA DE OPINIÓN
El falso dilema de Piñera con los Derechos Humanos: “¿están con nosotros o con los violentistas?”
28.11.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
28.11.2019
Para el autor de esta columna, la crisis de seguridad se debe a la incapacidad policial para contener a un nuevo actor juvenil “más disruptivo” y “que reivindica la violencia política”. En vez de reprimir “al bulto” o criminalizar la protesta pacífica, el autor sugiere al gobierno hablar con las organizaciones cercanas a esos jóvenes, como las coordinadoras de secundarios, “la principal estructura de movilización de este movimiento ciudadano”. Advierte que sacar militares no traerá paz sino que puede ser leído como “una provocación a este movimiento”.
Las sociedades se polarizan cuando la discusión política pierde matices y se imponen generalizaciones y caricaturas del otro. Y esto es aún más grave cuando los gobiernos y la clase política dividen arbitrariamente a la sociedad en dos bandos mediante el ya clásico discurso mesiánico del «estás con nosotros o estás con los terroristas», como lo sostuvo en su momento G.W. Bush.
Mientras se publican los informes de los organismos internacionales de Derechos Humanos, la respuesta del oficialismo comienza a transitar desde el negacionismo férreo a la justificación “responsable”. La realidad misma y los informes comienzan a restar opciones al negacionismo, y la justificación comienza a hacerse cada vez más necesaria. La justificación de las violaciones a los derechos humanos, y la desvalorización de la vida que supone, se sostiene hoy, por un lado, en la falacia sobre la necesariedad e inevitabilidad de los costos humanos en el restablecimiento del orden[1] y por otro, en la arbitraria reducción de la discusión a dos posiciones caricaturescas: aquellos comprometidos con el orden que justifican la represión y quienes aparentemente defienden la anarquía cuestionando cualquier uso de la fuerza para el restablecimiento del orden. Y es fácil caer en estas dos trampas, cuando nos hacen creer que los conflictos sociales están predeterminados o guiados por fuerzas ocultas, y sobre todo cuando nos convencen de que la represión se trata de una opción única, y no de un conjunto de alternativas.
La represión es una alternativa de supresión de la protesta, frente a otras como la canalización política del conflicto. Con precisión y realismo únicos, el sociólogo norteamericano Charles Tilly, nos explicó que la represión consiste, en concreto, en el aumento del costo de la movilización por parte de un gobierno, con el objetivo de disuadir a los activistas.
“Un proyecto como 'la protección militar de la infraestructura crítica' no descomprime la conflictividad social, sino más bien parece una provocación a este movimiento y a su explícito rechazo a las fuerzas de control, cuestionadas por casos de corrupción y por violaciones a los Derechos Humanos documentados. Es fundamental que la clase política rechace este nueva iniciativa de 'represión radicalizadora', dejando de depositar -de una vez por todas- nuestra paz social en la represión policial y militar".
La represión es entonces genéricamente el desincentivo de la protesta por parte del gobierno y, por lo tanto, no habría una manera única de efectuarlo, ni tampoco un único ámbito de aplicación. La represión no se limitaría exclusivamente al aumento de los costos físicos de los manifestantes por el uso de la fuerza policial, como lo aplicado desde octubre en Chile, según los informes de Amnistía y Human Rights Watch; sino también puede versar sobre los costos judiciales, políticos o incluso económicos de la movilización. Así mismo el uso específico de la represión policial puede tener distintas modalidades y efectos.
La politóloga italiana Donatella Della Porta ha confirmado en sus investigaciones comparadas, que existe un uso “efectivo y legítimo” de la represión policial frente a un uso “contraproducente y radicalizador” de la protesta. El primer tipo, el uso racional de la represión, es selectivo, preventivo y legal (respetuoso de los protocolos). Este uso es altamente desmovilizador y le da cierta sustentabilidad y legitimidad al orden público, sobre todo cuando se combina con respuestas políticas a las demandas. Sin embargo, el uso irracional y perjudicial de la represión consiste en la aplicación indiscriminada (generalizada), reactiva y sucia (fuera de protocolo) de la violencia frente a los manifestantes.
Es precisamente este tipo de represión radicalizadora el que los organismos internacionales y la mayor parte de la ciudadanía condenan hoy. Es esa represión la que indigna a la ciudadanía y lleva incluso a los moderados a las calles. El gobierno de Piñera, desde el inicio mismo del ciclo de protestas, optó por esta alternativa de represión generalizada e indiscriminada (Estado de Emergencia, Toque de Queda y arremetidas policiales permanentes contra manifestantes pacíficos documentadas) y por el discurso de “la guerra”. Prefirieron declarar Estado de Excepción Constitucional antes que responder a la simple demanda sobre el alza del transporte levantada una semana antes por los estudiantes secundarios.
“A estas alturas la paz social depende más de la relación del gobierno con los miles de jóvenes más disruptivos y portadores de una nueva política (de la calle), que de sus concesiones y mensajes a los caceroleros pacíficos que ya abandonaron Plaza Ñuñoa.”
El gobierno hasta el día de hoy parece seguir diligentemente un guión autoritario que ve la salida exclusivamente en el control policial y en el desgaste de manifestantes que ya han demostrado tanta capacidad disruptiva como energía juvenil: incluso con el país en llamas y con altísimos costos humanos registrados, mantuvieron la represión generalizada con diez días de Estado de Emergencia, y esperaron cinco días para ofrecer un agenda social y cinco más para remover a algunos de los ministros peor evaluados.
La represión “al lote de cebollas”, “al bulto” y abusiva, no ha hecho más que hundir al gobierno y fortalecer al movimiento en su épica y radicalidad. Y ahora, como si fuera poca la indignación del movimiento a la arremetida del Ejército en las calles, el Ejecutivo ha propuesto imitar la lucha militar de Berlusconi contra el terrorismo islámico y sus atentados masivos contra vidas humanas, para combatir ahora en Chile a jóvenes subversivos que sabotean y destruyen infraestructura pública y de grandes cadenas comerciales. Es inevitable preguntarse si la insistencia en este paradigma de “la guerra» responde a un capricho ideológico, o a algún peculiar cálculo político propio del populismo punitivo.
El monopolio weberiano de la violencia por parte del Estado, tan aludido últimamente, es una constatación histórica del gran pensador alemán, no una justificación política para validar cualquier uso que de ésta se haga. En estricto sentido, la condena a la represión del gobierno de Piñera no cuestiona genéricamente el uso de la represión, sino la manera específica en que han decidido aplicarla pues, si hubiese sido selectiva, proporcionada y ajustada protocolos, no tendríamos necesariamente los numerosos casos de violaciones a Derechos Humanos registrados ni tampoco un conflicto generalizado a nivel nacional.
“El gobierno de Piñera desde el inicio mismo del ciclo de protestas optó por la represión generalizada e indiscriminada (Estado de Emergencia, Toque de Queda y arremetidas policiales permanentes contra manifestantes pacíficos documentadas) y por el discurso de “la guerra”. Es esa represión la que indigna a la ciudadanía y lleva incluso a los moderados a las calles.”
Dada la catástrofe sanitaria de las 11.564 personas heridas en manifestaciones entre el 18 de octubre y el 22 de noviembre (Ministerio de Salud) y los 287 manifestantes con daños oculares graves (Colegio Médico), en la última semana las Fuerzas Especiales de Carabineros dejaron de usar balines, pero el uso sostenido de gases lacrimógenos altamente tóxicos, el disparo a quema ropa de bombas lacrimógenas y las arremetidas permanentes contra los manifestantes pacíficos, más allá de la primera línea de las manifestaciones, da cuenta de que –tal como acusó Amnistía Internacional- el objetivo no parece ser la neutralización de quienes despliegan la violencia colectiva, sino –como desearían algunos iracundos clientes del Portal La Dehesa- acallar a todos quienes osen protestar y levantar la voz.
Esta represión indiscriminada y desproporcionada no solo radicaliza y vulnera los Derechos Humanos consagrados internacionalmente, sino también, en definitiva, los Derechos Civiles y Políticos que están en la base de nuestra democracia.
Con todo, el gobierno ha reconocido en reiteradas oportunidades que no tiene capacidad policial para contener a los manifestantes, sobre todo al nuevo actor juvenil más disruptivo que reivindica la violencia política como repertorio de protesta (ya me referí a este nuevo actor político en anteriores columnas). Para el propio Max Weber esta “incapacidad gubernamental” (en lenguaje tillyano) sería gravísima, pero también los bajos niveles de legitimidad social en el ejercicio de la autoridad.
En este contexto, ¿el Presidente continuará obstinadamente radicalizando a la población con una represión inefectiva y contraproducente, y esgrimiendo el discurso punitivo de la “guerra”, a riesgo de aumentar los daños sociales y humanos del conflicto? Afortunadamente, los conflictos y los ciclos de protesta son una construcción interactiva, donde los actores concretos implicados, sobre todo las autoridades, tienen siempre la posibilidad de cambiar el curso de las cosas y enmendar el camino.
Esperemos que -aun cuando los asesores presidenciales parecen ser los mismos que recomendaron la creación del Comando Jungla- no repitan el trato histórico dado al movimiento mapuche y que atiendan ahora con seriedad los informes internacionales sobre Derechos Humanos y respondan política y no policialmente con este nuevo actor. No se trata de dejar de condenar y de reprimir la violencia colectiva, sino de hacerlo racional y legítimamente, en consonancia con los estándares internacionales, con el Estado de Derecho, y junto a una nueva relación política con el movimiento y sus demandas.
"El gobierno parece seguir diligentemente un guión autoritario que ve la salida exclusivamente en el control policial y en el desgaste de manifestantes que ya han demostrado tanta capacidad disruptiva como energía juvenil".
Queramos o no, el futuro de nuestra democracia se juega hoy más en la relación entre los manifestantes y el gobierno, que en la interacción de los manifestantes con los semáforos dañados. Y a estas alturas la paz social depende más de la relación del gobierno con los miles de jóvenes más disruptivos y portadores de una nueva política (de la calle), que de sus concesiones y mensajes a los caceroleros pacíficos que ya abandonaron Plaza Ñuñoa.
Y si no es posible directamente con ellos, al menos con sus organizaciones más cercanas, como las asambleas y coordinadoras de estudiantes secundarios, quienes han sido la principal estructura de movilización de este movimiento ciudadano. La represión, y la violencia política son relaciones y, como tal, son contingentes, y sujetas a sus actores implicados. No hay actores pasivos involucrados, sino intereses políticos contrapuestos y responsables concretos del curso de los hechos.
El gobierno es y será el principal responsable de la paz en nuestra sociedad, y, como tal, tiene el deber y el poder político para poner atajo a la violencia sin aumentar las violaciones a los Derechos Humanos, y sin profundizar nuestras divisiones ni dañar más nuestra convivencia.
Urge que no sólo los organismos internacionales se lo recuerden al gobierno, sino que también el Parlamento lo haga y que la oposición en conjunto asuma una defensa inquebrantable de los Derechos Humanos, dejando de creer ingenuamente que los daños humanos son inevitables en el restablecimiento del orden público. Concretamente, un proyecto como “la protección militar de la infraestructura crítica” no descomprime la conflictividad social, sino más bien parece una provocación a este movimiento (principalmente, para su estructura conformada por jóvenes altamente disruptivos) y a su explícito rechazo a las fuerzas de control, cuestionadas por bullados casos de corrupción y por violaciones a los Derechos Humanos documentados.
Es fundamental que la clase política rechace este nueva iniciativa de represión radicalizadora, dejando de depositar -de una vez por todas- nuestra paz social en la represión policial y militar. Tendrán que rebelarse al falso dilema de estar “con el orden o contra él”. Finalmente, la sustentabilidad de la convivencia pacífica solo será resultado de una nueva política, de una nueva manera de vincularnos unos con otros, pero sobre todo, en esta crisis de legitimidad, será producto de una nueva relación entre Estado y Sociedad.
[1] Representada, por ejemplo, en declaraciones como la del General de Carabineros Enrique Bassaletti: «nuestra sociedad tiene cáncer y cuando se hace quimioterapia, en el tratamiento se matan células buenas y células malas. Ese es el riesgo de usar armas de fuego”.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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