Nuestro propio incendio del Amazonas
24.08.2019
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24.08.2019
María nació en Vitacura, Pamela en Til-Til y Rosario en Mejillones. María vive rodeada de áreas verdes y en su colegio la llevan a los “Punto Limpio” (notables lugares donde los vecinos pueden depositar desde botellas y diarios hasta pilas) para que aprenda a reciclar. Pamela, que nació en Til-Til, siente los olores de las chancherías, sabe que en su entorno hay relaves mineros, convive con plantas de tratamiento de residuos y ve pasar los camiones desde y hacia los rellenos sanitarios. Rosario, que vive desde niña en Mejillones, se pregunta por qué hay tantas chimeneas con ese humo tan negro.
Aunque los nombres sean ficticios, la realidad que se describe no lo es. Y es bueno volver a mirarla en días en que nos hemos horrorizado, con razón, por la tragedia ecológica que significa ver ardiendo el Amazonas. Es importante repensar nuestros propios Amazonas, si entendemos lo que ocurre en Brasil no sólo como una crisis natural, sino como el resultado de políticas implementadas –y de otras omitidas–, de discursos permisivos con el desarrollo no sustentable y del desprecio por la necesidad de conservación.
Veamos lo que sucede en el Amazonas. Como dijo el presidente Emmanuel Macron, los incendios que arrasan esta zona constituyen una crisis mundial. Este bosque es, como alguien explicó, un pulmón invertido: absorbe CO2 y devuelve oxígeno al medio ambiente. Además, guarda entre 90.000 a 140.000 millones de toneladas de CO2, lo cual es clave para atenuar el efecto invernadero. Pero, la deforestación está reduciendo estas importantes funciones. Si retrocedemos 30 años, veríamos una selva que capturaba dos veces más toneladas de anhídrido carbónico. Y en seis décadas ha perdido el 20% de su superficie por deforestación. En ese período, el Amazonas se ha calentado un grado, algo que en términos medioambientales está lejos de ser inocuo. Recordemos la premisa del IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático): “Cada medio grado cuenta”. O pensemos, para tener una sensación cercana, como sugieren los expertos, qué significaría para una persona vivir con un grado más de temperatura corporal de manera permanente.
Cuando hablamos del Amazonas, hablamos del mayor regulador del clima en Sudamérica (regula las lluvias, mantiene el ciclo del agua, la purifica y recarga sus depósitos subterráneos). Contiene entre 15% y 20% de toda el agua dulce del planeta. Su desaparición sería la desaparición de miles de especies animales y vegetales. Contiene 6.000 tipos de animales y 40.000 variedades de plantas. En resumen: un cuarto de la biodiversidad mundial, incluyendo 2,5 millones de tipos de insectos.
“Especialmente grave es la existencia de zonas de sacrificio. Hemos naturalizado este concepto y eso quiere decir que aceptamos que en esas zonas el desarrollo no es sustentable y que para esos chilenos no rige el derecho –garantizado por la Constitución– a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”.
Aunque esta región de nuestro planeta “recién” fue habitada hace 11 mil años, alberga a 34 millones de personas. Entre ellas, tres millones de indios que forman parte de 420 tribus, entre las cuales hay 60 que nunca han tenido contacto con otros seres humanos. Hay, pues, una enorme riqueza cultural en riesgo: ahí se hablan 86 lenguas y 650 dialectos.
A pesar de todo lo anterior, a lo largo de la historia el Amazonas no ha sido valorado en su real dimensión. Y hoy, cuando los incendios han hecho volver los ojos hacia esa región, debiéramos tomar conciencia de que su situación es crítica. Y que ha empeorado con la llegada de Jair Bolsonaro al poder. Este año los incendios aumentaron un 83% en comparación a 2018. No pretendo decir que Bolsonaro es el autor material, pero sus políticas han contribuido a que los hacendados se sientan respaldados para talar y quemar la selva, y obtener así terrenos donde criar ganado y plantar cultivos como la Soya.
El presidente Bolsonaro asumió en enero de 2019 y según cifras del INPE (Instituto Nacional de Investigación Espacial), en lo que va del año se han talado cuatro veces más árboles que en 2018. Y si comparamos julio recién pasado con el mismo mes del año anterior, el incremento en corte de árboles del 278%.
Digo esto porque la tragedia del Amazonas –que como sostuvo un medio debería espantarnos mucho más que el incendio en Notre Dame–, es un recordatorio de que las políticas públicas o la inexistencia de ellas influyen de manera decisiva en el cambio climático que vivimos.
No se puede avanzar en esta materia sin los ciudadanos, pero no alcanza solo con cambios en los hábitos personales y buena voluntad. Hay que revisar sistemas económicos y de producción para hacerlos sustentables. Y ahí la labor de los gobiernos es indispensable.
Se trata, pues, de un debate global y acerca de un patrimonio, en el caso del Amazonas, que nos compete a todos. Y, por lo tanto, todos tenemos derecho a participar en este debate, pero no sin mirarnos antes a nosotros mismos y a las realidades de nuestros países, la que en el caso de Chile deja mucho que desear.
Especialmente grave es la existencia de zonas de sacrificio. Hemos naturalizado este concepto y eso quiere decir que aceptamos que en esas zonas el desarrollo no es sustentable y que para esos chilenos no rige el derecho –garantizado por la Constitución– a vivir en un medio ambiente libre de contaminación.
“Una señal esperanzadora es la nueva ley que castigará los delitos medioambientales (…). Pero aún las penas será bajas y mientras eso no cambie para muchos seguirá siendo un buen negocio contaminar”.
Es vergonzoso que el Estado ofrezca en el altar del desarrollo a ciudadanos que no han decidido hacer dicho sacrificio. Su sacrificio es forzoso, porque nacieron en esos lugares… porque son pobres.
Tocopilla, Huasco, Quintero, Coronel, Til Til. En esos lugares se vive en entornos degradados, contaminados. En Quintero los alumnos tiene que interrumpir sus clases no porque hay paros o tomas, sino porque simplemente hay días en que no pueden respirar, en que las náuseas les impiden concentrarse en lo que debieran: aprender.
Una señal esperanzadora es la nueva ley que castigará los delitos medioambientales y que, afortunadamente, fue modificada en su trámite: ya no será necesaria la acción previa de la Superintendencia del Medio Ambiente para que el Ministerio Público pueda actuar y (otra buena noticia) se castigará a las personas jurídicas. Pero aún las penas será bajas y mientras eso no cambie para muchos seguirá siendo un buen negocio contaminar.
No es culpa de María que nació en Vitacura y no es justo para Pamela que le tocó Til-Til. Pero ya es tiempo de que dejemos de naturalizar que en un lugar la norma son los “Punto Limpio” y en la otra, el sacrificio forzado. Es tiempo de que nos escandalice que en el Mejillones de Rosario hay ocho centrales termoeléctricas a carbón y que allí se produzca el 32% de las emisiones del parque carbonero.
Tampoco basta con tomar conciencia, es urgente que se ideen más medidas y que quienes tenemos la suerte de vivir en comunas relativamente limpia asumamos que los costos del desarrollo deben ser compartidos.
Hoy, los que no nos sacrificamos –y nuestros hijos– vivimos más o menos sanos y tranquilos, horrorizándonos por los incendios del Amazonas. Podemos caer en esa ceguera voluntaria y selectiva porque tenemos muchos patios traseros con nuestros pequeños Amazonas. De hecho, hace unos días se cumplió un año de la penúltima crisis de Quintero. Y digo penúltima, porque uno adivina que ya vendrá otra.