Nicaragua: anotaciones sobre la cuenta regresiva
04.04.2019
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04.04.2019
Vea la publicación original en Confidencial
Con los acuerdos alcanzados entre la Alianza Cívica y la dictadura Ortega Murillo el viernes pasado, sobre las promesas de liberación de los presos políticos y la restitución de las libertades, en el mejor de los casos el país podría haber regresado al statu quo del 18 de abril de 2018, sin presos políticos y bajo un régimen autoritario que nunca ha respetado la Constitución. Sin embargo, Ortega ni siquiera pudo cumplir ese requisito que le daría credibilidad para avanzar en los aspectos sustantivos del acuerdo. Veinticuatro horas después, desató la represión policial y paramilitar contra una protesta cívica en un centro comercial y proclamó, a través de sus portavoces, que no aceptará la presencia de la CIDH y la ONU como garantes internacionales de los acuerdos. Así dinamitó las posibilidades de éxito de unas negociaciones “en frío”, cuyo objetivo final nunca fueron los presos y las libertades, sino la justicia sin impunidad y las reformas electorales, para convocar a elecciones anticipadas en el plazo más corto posible.
La posición gubernamental expresada por el canciller Denis Moncada ha dejado claro que los perpetradores de las masacres se rehúsan a someterse a una investigación independiente para que se haga justicia y, además, rechazan la demanda de anticipo de elecciones, que Ortega ya había pactado antes con el Gobierno de los Estados Unidos.
Igual que en los meses de mayo y junio del año pasado, durante el primer diálogo nacional, el país se encuentra al borde del abismo porque Ortega y Murillo se niegan a reconocer su responsabilidad en la crisis nacional, y rechazan una salida política para dejar el poder por la vía electoral. La diferencia radica en que ahora los líderes de las protestas están en la cárcel y en el exilio, y hay muchos más muertos producto de la represión, lo que hace ineludible la demanda de justicia a la par del reclamo democrático. Pero también en estos nueve meses el régimen ha perdido toda su legitimidad política, ante el pueblo, los grandes empresarios, y la comunidad internacional.
Al negarse por segunda vez, en este nuevo diálogo, a permitir justicia sin impunidad y elecciones anticipadas, Ortega está a punto de provocar una mayor condena y sanciones internacionales, que pueden acelerar el colapso de la economía y de su Gobierno, lo que a final de cuentas impondrá una nueva dinámica política y social en la que ni él ni nadie podrán controlar los términos de su salida del poder.
La exigencia de elecciones anticipadas, en cambio, no solo es legal y constitucional, sino que representa la única posibilidad de una salida política ordenada. Recortar el período presidencial de la dictadura es condición sine qua non para que el país avance, porque Ortega y Murillo ya no pueden seguir gobernando, ni negociando, después de la matanza. Desde junio del año pasado, Ortega dejó de ser el presidente del país, para convertirse únicamente en el jefe supremo de la Policía y los paramilitares. Dejó de ser el interlocutor del electorado sandinista con la nación, el sector privado, y la comunidad internacional, para quedar reducido a un administrador de los intereses de una cúpula familiar, económica y política, que a su vez está subordinada al mandato de Cuba y Venezuela.
La convocatoria a elecciones anticipadas representa el fin del proyecto de una dictadura dinástica, y a la vez plantea una oportunidad al Frente Sandinista, a los trabajadores del Estado, al Ejército de Nicaragua y a la burocracia gubernamental, para que comiencen a ser parte de una solución nacional, sin Ortega y Murillo.
Durante sus casi cuatro décadas al frente del FSLN, Ortega nunca concibió un relevo político, o una sucesión fuera del control de su propia familia, y al final de una larga pugna interna por el poder, aceptó en 2016 que su esposa Rosario Murillo se colocara como vicepresidenta en la línea de sucesión. Como corresponsable de la crisis nacional, Murillo ahora también está inhabilitada para ser candidata y, por lo tanto, sería la principal perdedora del adelanto de las elecciones presidenciales. Su oposición cerrada a las elecciones anticipadas resulta por tanto predecible, pero el país no puede seguir pagando los platos rotos de que se prolongue el desgobierno político y económico.
Para la dictadura, el cumplimiento de los acuerdos de la negociación no es un asunto de voluntad política o buena voluntad, sino de correlación de fuerzas. Ortega nunca aceptará ceder el poder “por las buenas”, si no es sometido a una situación de máxima presión.
En el balance preliminar, Ortega logró su objetivo estratégico de dialogar teniendo a los presos como rehenes y al pueblo sin poder manifestarse, bajo el control del Estado policíaco. A pesar de esta abismal desigualdad de condiciones políticas, el diálogo generó una expectativa que oxigenó al régimen a nivel internacional, mientras en Venezuela Nicolás Maduro lograba sofocar el desafío de Juan Guaidó con el control político de las Fuerzas Armadas Bolivarianas. La comunidad internacional –la OEA, la Unión Europea, y la ONU– cometió un error de apreciación política al adoptar la estrategia de “esperar y ver” los resultados del diálogo, mientras Ortega ganó tiempo y estiró los plazos sin llegar a ningún resultado, pretendiendo imponer un “mal arreglo”.
En consecuencia, el resultado de este diálogo que de ahora en adelante solo puede ser “en caliente”, demanda máxima presión de la comunidad internacional, mientras el movimiento autoconvocado exige adelantar las elecciones, sin represión ni presos políticos, con justicia y sin impunidad. Ese es el único acuerdo que puede surgir de las negociaciones el tres de abril, de lo contrario, a la Alianza Cívica no le quedará otra opción que levantarse de la mesa para ejercer más presión, o darlas por terminadas.
Entonces quedará despejado el camino para una salida, sin Ortega y Murillo, con la presión cívica del pueblo en las calles liderado por los presos políticos, y con máxima presión diplomática internacional.
Las bases de la construcción democrática en Nicaragua después de Ortega, dependen de los alcances y el resultado político de la negociación entre la Alianza Cívica y la dictadura.
Un “mal arreglo”, que no resuelva el problema de la justicia y la impunidad, nacido de una negociación “en frío” sin aplicar el máximo de presión nacional e internacional, puede tener un efecto divisivo en la futura alianza política opositora que concurrirá a las elecciones anticipadas. Si la coalición azul y blanco no se une o se divide, aun perdiendo el Poder Ejecutivo, el orteguismo tendría la ventaja de preservar cuotas de poder que hagan el país ingobernable.
Un acuerdo nacional que siente las bases de la justicia sin impunidad y el desmantelamiento de las estructuras represivas, crearía mejores condiciones políticas para que la coalición opositora obtenga un mandato político mayoritario inequívoco, otorgándole plena legitimidad para refundar la democracia a partir de una reforma total de la Constitución, y convocar a un programa de asistencia internacional extraordinaria. La Nicaragua pos Ortega requerirá, durante muchos años, asistencia externa para crear una nueva entidad supranacional de apoyo a la reforma del Estado –empezando por la Policía, Fiscalía, Poder Judicial, Poder Electoral, y la Contraloría– para atacar fondo los problemas estructurales de corrupción, impartición de justicia, impunidad, y falta de rendición de cuentas.
Mientras tanto, ya está corriendo la cuenta regresiva para la salida de Ortega y Murillo del poder.