La verdad los hará libres
01.04.2019
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
01.04.2019
Si la frase bíblica “la verdad los hará libres” tiene razón, a estas alturas está más que claro que los obispos chilenos han estado presos por muchos años. Presos, e incapaces de encontrar el camino a la libertad, por su decisión de no entregar a la justicia civil los antecedentes sobre posibles delitos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes, lo que hubiera ayudado a mostrar la verdad de estos horrores. Y a terminar con la impunidad.
Hoy lo sabemos con certeza. En CNN Chile, en el programa Marca Registrada, dimos a conocer un documento reservado de
la Conferencia Episcopal Chilena de julio de 2003: “FALTAS CONTRA MENORES RELATIVAS AL SEXTO MANDAMIENTO COMETIDAS POR CLERIGOS Y RELIGIOSOS” (vea ese documento).
En ese documento oficial de la Iglesia Católica chilena se afirma (entre otras cosas) que “ninguna autoridad civil tiene derecho a conocer, requerir, exigir, etc., ningún documento, actas, declaraciones, sentencias, etc., que consten en tal proceso canónico”.
La decisión que deja al descubierto ese documento es muy reveladora. Ya no se trata de la resolución de un solo sacerdote, sino de la decisión colectiva de todos los obispos chilenos de no entregar a la justicia civil información sobre delitos cometidos al interior de la propia iglesia. Delitos gravísimos, como lo son los abusos sexuales y de conciencia, cometidos por sacerdotes católicos que utilizaron para ello el poder que les confiere su cargo y la confianza que despertaba su investidura en las víctimas y en sus familias.
Tampoco podría la Conferencia Episcopal aducir que en el momento de concluir esa declaración no tenían conocimiento sobre este tipo de delitos al interior de la Iglesia Católica. Como ha explicado el fiscal Emiliano Arias, cuando los obispos suscriben este documento de carácter reservado (2003), ya había estallado el escándalo de abusos cometidos por sacerdotes católicos en Boston y desde hacía décadas se investigaban las conductas abusivas de los curas católicos de Irlanda.
Por más que los casos de Chile se barrían bajo la alfombra de parroquias, diócesis y arquidiócesis, los prelados no podrían alegar hoy que en ese año se enfrentaban a algo desconocido. Las revelaciones que como una catarata han ido sacudiendo a la opinión pública desde que estalló el Caso Karadima, indican que la jerarquía y los obispos de la Iglesia Católica en Chile sí sabían lo que estaba sucediendo. Y nada hacían. O se limitaban a trasladar a los acusados de diócesis.
De no ser así, ¿cómo se explica que a esa resolución de 2003 se le diera carácter de reservada? ¿Tenían plena conciencia los obispos que con esa decisión le impedían a la justicia, en los hechos, investigar los abusos cometidos por sacerdotes?
Es bueno aclarar un punto. Los abusos sexuales y violaciones a mayores de 18 años no son delitos de acción pública, es decir, requieren que la víctima denuncie. Pero en el caso de los menores de edad no hay ninguna excusa para que la jerarquía de la Iglesia Católica decidiera callar.
Y queda abierta la duda de si este documento de 2003 no es la prueba de un encubrimiento que, al no interrumpirse en el tiempo, podría no haber prescrito.
En 2011 la Conferencia Episcopal decidió darle forma a un nuevo documento sobre cómo afrontar los abusos y ahora sí lo hizo público. Este nuevo acuerdo actualizó, pero no derogó el de 2003. Y entonces -y así lo reconocen en el arzobispado- la actitud de no poner a disposición de los tribunales civiles los testimonios y antecedentes sobre las denuncias de abusos se mantuvo inalterable. Hasta que ya fue imposible mantenerla oculta.
¿Qué cambió? Que en mayo de 2018 el Ministerio Público comenzó a allanar dependencias eclesiásticas en búsqueda de la información que se le negaba. Porque ante la petición de datos sobre abusos a menores, la respuesta del entonces obispo Alejandro Goic, entonces presidente de la Conferencia Episcopal, fue que el Vaticano consideraba esa información secreta y no entregarían nada.
Recién a partir de agosto de 2018, se acordó con la Fiscalía que los posibles delitos que fueran denunciados en la oficina permanente que destina para ello la Iglesia Católica (OPADE), serían comunicados al Ministerio Público, manteniendo en reserva la identidad de la víctima solo cuando así lo solicitara.
"Cuando Ricardo Ezzati dice que el fiscal Emiliano Arias nunca le pidió nada (...) sabe que no dice más que una media verdad. Porque el persecutor se lo pidió a la autoridad pertinente (el obispo Goic) y recibió un portazo. Ezzati sabe que existía ese documento de 2003 en que se aseguraba que la autoridad civil no tenía siquiera el derecho a pedir antecedentes".
En ese momento surgió otra revelación: no era cierto que los datos no se podían entregar. En todo caso, considero que es una obligación para cualquier ciudadano poner en antecedentes a los tribunales civiles de cualquier delito, porque la justicia de una religión o el castigo divino no están por sobre el Estado de Derecho.
Cuando Ricardo Ezzati dice que el fiscal Emiliano Arias nunca le pidió nada, ningún antecedente; él bien sabe que no dice más que una media verdad. Porque el persecutor se lo pidió a la autoridad pertinente (el obispo Goic) y recibió un portazo. Ezzati sabe que existía ese documento de 2003 en que se aseguraba que la autoridad civil no tenía siquiera el derecho a pedir antecedentes que obraran en poder de la Iglesia Católica.
Pero Ezzati omite esa parte de la historia porque, en teoría, salvo los obispos, el resto de los chilenos no deberíamos habernos enterado de que los más altos dignatarios del catolicismo en el país no solo no iban a ser activos en denunciar, sino que colaborarían solo forzados por una orden judicial.
Se olvidaron, parece, de una parte muy relevante de aquel documento reservado de 2003 que dice: “Es muy necesario que a nadie le quede duda o confusión alguna: la obligación que, nosotros, como obispos, tenemos de proteger a los menores y de evitar el abuso sexual.” Claramente, no cuidaron a quienes debían.
Por ese silencio obstinado, frente a la irresponsabilidad de no denunciar ante tribunales civiles para que hubiera castigo y evitar nuevas víctimas, deben responder. Los fiscales deberán perseguir penalmente con rigor a los culpables y los legisladores hacen bien en establecer legalmente -de manera explícita- que ahora los sacerdotes tendrán obligación de denunciar tal como la tiene un funcionario público que se entera de un delito.
Algo que parece evidente, está claro que hay que garantizarlo y reforzarlo con la fuerza de la ley de un Estado laico. Por esas víctimas que además no merecen tanta falta de empatía como la que vimos en estas entrevistas que el ex arzobispo Ezzati eligió dar.
En una de ellas llegó a decir que toda esta crisis era una “bendición de Dios”. Me avergüenza el dolor que deben haber sentido los sobrevivientes al oír al cardenal. Porque, aunque tratara de sugerir que era una oportunidad para mejorar, lo cierto es que la “bendición” no se las mandó Dios. Todo el horror que han vivido cientos de víctimas es producto de la perversión de quienes abusaron, pero también de las redes de protección, encubrimiento y negligencia.
Por eso, en un acto mínimo de justicia, fue condenado el arzobispado de Santiago: por no proteger a quienes debía. Por eso y más es investigado el propio arzobispo emérito que ha pedido muchas veces perdón, pero jamás ha dejado en claro por qué. El mismo Ezzati que cruzaba cartas con Errázuriz en las que se trataba de serpiente a uno de los sobrevivientes de Karadima.
El mismo que predicó, pero no practicó, las palabras bíblicas: “La verdad los hará libres”.