REPORTAJE DE EL FARO
Una ley de reconciliación divide a Guatemala
18.03.2019
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REPORTAJE DE EL FARO
18.03.2019
La propuesta, que contempla liberar a todos los militares procesados por crímenes de lesa humanidad, podría ser aprobada en el Congreso la próxima semana. La llamada ley de reconciliación forma parte de lo que abogados y activistas de derechos humanos denominan el desmantelamiento de los avances judiciales de los últimos quince años; y los promotores, en cambio, consideran una defensa ante la injerencia de la extrema izquierda internacional. En la zona ixil, una de las más golpeadas por las campañas militares de los años 80, nadie fue consultado durante la elaboración de la iniciativa.
Vea la publicación original de este reportaje en El Faro
El miércoles pasado, en el centro de la ciudad de Guatemala, activistas de derechos humanos y representantes de asociaciones de víctimas del conflicto armado pegaron en las paredes del Congreso fotos de desaparecidos y claveles rojos; desplegaron pancartas y expresaron su rechazo a lo que los diputados pretendían hacer esa tarde en el pleno legislativo.
La agenda del día contemplaba la tercera lectura y votación definitiva de la Ley de Reconciliación, que ordena anular todos los juicios por crímenes cometidos durante el conflicto armado en ese país y liberar a decenas de criminales de guerra que ya están pagando condenas. La propuesta de ley ha desatado reacciones tan duras que confirman la impertinencia de su nombre.
El martes pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó al Estado guatemalteco archivarla, por considerarla atentatoria contra los derechos de las víctimas a la verdad y a la justicia. La ONU llamó también a desestimar su aprobación; y los principales países cooperantes, entre ellos Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea, manifestaron abiertamente su oposición a la medida por considerarla favorable a la impunidad en graves casos de violaciones de derechos humanos.
La ley no fue votada, porque no se presentaron suficientes diputados al pleno. Pero tampoco fue archivada, y su tercera y definitiva lectura será sometida a votación, presumiblemente, el próximo miércoles 21 de marzo para su aprobación y entrada en vigor.
El autor de la polémica propuesta de ley es el diputado Fernando Linares Beltranena, un septuagenario abogado y leguleyo que vive su apogeo político, miembro del Partido de Avanzada Nacional.
Linares Beltranena es uno de los rostros más conocidos del Congreso y uno de los personajes recurrentes de los caricaturistas políticos, no solo debido a que sus pequeños ojos, su tupido bigote gaulista y el uso permanente de una pajarita en vez de corbata lo hacen fácilmente reconocible, sino porque se ha convertido en la punta de lanza del contraataque de las élites políticas y los militares afectados por la llamada lucha anticorrupción.
Su oficina, junto a la entrada del edificio legislativo, es una colección de símbolos de esa derecha guatemalteca que acuerpa hoy al presidente Jimmy Morales: atrás suyo, en la librera, una gorra original de la campaña de Donald Trump que dice “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”; en la pared, una foto de Jerusalén, la ciudad en disputa a la que el gobierno de Morales, en el más evidente cortejo a los evangélicos norteamericanos, reconoció recientemente como capital de Israel; y sobre su escritorio, el borrador de la ley de Reconciliación.
La ley pretende revertir las excepciones de la llamada amnistía decretada en 1996, tras el fin del conflicto armado interno. La propuesta de Linares Beltranena prevé la liberación inmediata de todos los procesados por crímenes de guerra, entre los que se encuentran más de 40 militares, y la finalización de todos los procesos judiciales en curso, además de suspender toda responsabilidad penal por crímenes cometidos durante el conflicto armado. Es, en resumen, una amnistía mucho más amplia que la original decretada en 1996.
“La amnistía no es lo ideal pero es un mal menor. Es una forma barata de terminar con un conflicto armado”, dice el diputado. “La del 96 tenía tres excepciones: desapariciones forzosas, tortura y delitos de lesa humanidad. Pero una ley no puede ser retroactiva, esos delitos no existían en el Código Penal”, dice, levantando el índice izquierdo, con autoridad. Cuando le recuerdo que ese fue el mismo argumento que utilizaron algunos oficiales nazis juzgados en Jerusalén y en Nuremberg responde que en Guatemala lo que se libraba era “una guerra contra los terroristas”.
La Comisión de Esclarecimiento Histórico, una especie de comisión de la verdad establecida con la firma de los acuerdos de paz, estableció que unos 200,000 guatemaltecos murieron en el conflicto armado entre las fuerzas gubernamentales y la guerrillera Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, URNG. De ellos, la gran mayoría eran civiles; y el 93 % de ellos, a su vez, murieron a manos de las fuerzas estatales o paramilitares. Es decir, del Ejército o de sus patrulleros.
Esa violencia tuvo un claro componente racial: la mayoría de las víctimas (83 %) fueron indígenas, pobres y despreciados por el Estado que no solo fue incapaz de protegerlos sino que, en la mayor parte de los casos, fue su victimario.
Pero, según algunos guatemaltecos como el diputado Linares Beltranena, las víctimas quieren aprovecharse del Estado exigiendo reparaciones económicas. Otro diputado, el ex kaibil Estuardo Galdámez, lleva la acusación más lejos: “Son gente que viven y lucran de la muerte de los guatemaltecos”. La frase la repetirá en cuanto micrófono le pongan enfrente, como un mantra.
La Comisión Nacional de Resarcimiento fue creada por ley, en cumplimiento de una resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en 2004, y, como había que establecer los montos de las reparaciones –es decir, cuantificar la pérdida humana-, se acordó que se entregarían 12,000 quetzales (unos 1,700 dólares) por familiar asesinado o desaparecido, pero el máximo sería el doble, incluso en los casos en que la persona sobreviviente hubiese perdido a más de dos miembros de su familia. Ruth del Valle, comisionada nacional de resarcimiento durante el gobierno del presidente Álvaro Colom (2008-2012), y quien además presidía la Comisión Presidencial de Derechos Humanos, calcula que unas 50,000 personas han recibido compensaciones del Estado.
Otra vez, Linares Beltranena: “Aquí continúa efectivamente la venganza contra los militares. Contra sus derechos humanos. El Estado ha entregado dos mil ochocientos millones de quetzales (casi $400 millones de dólares) en resarcimientos, lo que es inconstitucional. El móvil es la venganza y codicia de los grupos afines a los terroristas, la izquierda extrema”, dice.
Las víctimas no han sido invitadas a participar en la creación ni en el debate para la propuesta de la Ley de Reconciliación, ni a opinar si creen que esta ley ayuda a una reconciliación, ni a reflexionar si una verdadera reconciliación en Guatemala puede darse sin la participación de ellos. Pero eso no les impide compartir sus argumentos contra la ley. El primero, quizás, es su experiencia.
Me encontré con Jacinto Lupamac a finales de febrero pasado, en una cafetería del centro de Guatemala, para que me explicara lo de las compensaciones. Durante la administración del presidente Álvaro Colom, el Estado dio $20,000 quetzales (unos 2,600 dólares) en concepto de reparaciones o resarcimientos. “Eso no me va a devolver a mi familia. Ni siquiera mi casa. Nosotros perdimos todas nuestras tierras, eso no alcanza ni para un lote de tierra”, dice. Lupamac trabaja en una organización de derechos humanos en la capital guatemalteca. Es un hombre fornido, que aparenta menos de los 44 años que tiene; con una mirada triste y una sonrisa abierta. No sabe exactamente cuándo nació y ese, el nombre que aparece en sus documentos, Jacinto Lupamac, no es el que le pusieron sus padres.
Originario de la aldea de Salquil Grande, en la región Ixil, ha vivido en la capital guatemalteca desde que tenía ocho años, cuando, junto a dos de sus hermanos, fue entregado por un militar a unas religiosas que administraban un orfanato en la periferia de la ciudad. Pocos meses antes, en junio de 1982, mientras caminaba en las montañas de los ixiles junto a su mamá, tres hermanos y una hermanita, vio en el cielo helicópteros militares descender sobre Salquil Grande, disparando. Desde la montaña, dice, vieron su milpa consumirse por el fuego junto con la aldea entera. “Las casas ardían y la gente corría”. Encontraron a un vecino huyendo y les dijo que el Ejército estaba atacando toda la zona. Su mamá emprendió la marcha en sentido contrario, con todos los niños.
El resto es mejor que lo cuenten sus palabras: “La hierba estaba muy crecida y mi mamá nos escondió en el monte. Al rato mi hermanito Pedro comenzó a llorar y sentimos una ráfaga de balas. Mi hermano mayor, Diego, dijo que nos tiráramos al suelo y nos tiramos. Pero a Diego le corría sangre por la frente. Vi a mi hermana Magdalena, ya muerta. Mi mamá cayó al suelo con Pedro en los brazos. Pedro lloraba. Intenté levantar a mi mamá pero estaba bien pesada. Jalé a Pedro y nos fuimos arribita, pero ya venían los soldados. Nos agarraron a mí, a Tomás y a Pedro. Nos cargaron en hombros y a mi hermanito lo metieron en una mochila. Yo lloraba mucho. Me solté y corrí hacia donde había quedado mi mamá. La estaban macheteando. Otros soldados. Comencé a gritar, a llorar más fuerte. Diego estaba ya moribundo. El intérprete me dijo (en ixil) que volviera con mis hermanos o me iban a matar también. No sé por qué nos dejaron vivir”.
A los tres hermanitos los llevaron al destacamento militar en Huehuetenango y allí los entregaron al coronel Ángel Castellanos. Él los protegió, dice, y los mantuvo a su lado hasta que, unos meses después, los dejó en el internado de la periferia capitalina. Allí cambió su nombre. “Mi nombre es Shash en ixil. Mi hermano Pedro en realidad se llama Lup y mi otro hermano Mash… Tomás. Cuando llegamos al internado me llamaron aparte y me preguntaron mi nombre pero yo no entendía bien, yo decía que era Jacinto y luego daba el nombre de mis dos hermanos, Lup y Mash, porque no quería que nos separaran. Jacinto, Lup y Mash. Y el secretario me puso Jacinto Lupamac y así está en la partida falsa que me sacaron. Yo no sé cuándo nací. Pero sí sé que mi papá se apellidaba Raymundo. Ese es mi apellido. Shash Raymundo me llamaba”. Años después, muchos años después, supo qué había pasado con su padre: ese mismo día, desde la aldea, él salió a buscar al resto de su familia cuando una granada le partió el pecho.
Jacinto me contó su historia a finales de febrero. Pero, palabras más, palabras menos, ya la había contado seis años antes: fue llamado a declarar como testigo en el juicio celebrado en 2013 contra el general y expresidente Efraín Ríos Montt, acusado de genocidio contra el pueblo maya ixil.
Cubrí aquel juicio, celebrado ante una sala llena de mujeres y hombres ixiles que hicieron el largo camino desde los altos del Quiché hasta la sala mayor del palacio legislativo, para sentirse, como me dijo uno de ellos entonces, por primera vez con derecho a que les hicieran justicia. El jurado encontró a Ríos Montt culpable de genocidio y delitos contra los deberes de la humanidad en contra del pueblo maya ixil, y lo condenó a treinta años de prisión. Ordenó además una serie de reparaciones para las víctimas que incluían el reconocimiento al intento de exterminación de que fue objeto toda la población ixil.
La Corte de Constitucionalidad argumentó un error de procedimiento y ordenó realizar de nuevo el juicio. Nunca se llevó a cabo, porque el general murió antes. Fue cuestionado el proceso, no los hechos. Ni la sentencia.
Hoy, seis años después, le pregunto al diputado Linares Beltranena qué piensa del juicio por genocidio. Su respuesta es desafiante: “¿Genocidio? Claro que en Guatemala hubo genocidio. Aún hay genocidio. Es un genocidio judicial porque la extrema izquierda busca el exterminio de un grupo nacional. Hay 70 militares detenidos, y un terrorista. Los juzgados y el Ministerio Público están infiltrados por extremistas de izquierda que son los que han llevado a cabo este genocidio judicial. Lo hacen por codicia, por dinero, por seguir en una batalla de venganza disfrazada de codicia”.
***
Para llegar a Nebaj, la ciudad mayor de los ixiles, hay que conducir entre seis y siete horas por caminos que son toda una inmersión al corazón maya guatemalteco. Se pasa por un costado del lago Atitlán antes de llegar a Chichicastenango, que en domingo de mercado es un lugar intenso, con sus ríos de gente vestida en coloridos trajes tradicionales que desfila entre verduras multicolores, chiles, máscaras de madera, textiles, cargadores y protectores de celulares; comedores armados con bancas de madera alrededor de fogones de leña, con el olor del maíz de nixtamal en pasadizos que conducen todos a la iglesia, a la que ingresan indígenas con sahumerios por la escalinata en la que se aposentan vendedoras de flores y de lanzaderas de madera para los telares.
La carretera pasa posteriormente por Santa Cruz del Quiché, la capital del departamento, y después por Sacapulas, el pequeño casco urbano bañado por el río Chixoy, del que se extrae sal negra rica en azufre y en donde se habla sacapulteko, una de las lenguas mayas. A partir de allí todo es cuesta arriba por una carretera dramáticamente serpenteada entre montañas regularmente ocultas bajo una densa neblina. Al llegar a la cima comienza el breve descenso hacia la pequeña cuna urbana: Nebaj.
La iglesia, centro de la vida de la ciudad, se yergue como testigo histórico de ejecuciones, de masacres, de edictos, de bodas y ruegos junto a los puestos del mercado que se instala todas las mañanas para desmantelarse por las tardes. De domingo a domingo. Aquí se habla ixil. Las mujeres visten, casi todas, con una falda larga rojo intenso, adornada por una franja, y huipil bordado a mano con el estilo distintivo del lugar.
Al principio de la década de los ochentas, en apenas cuatro años, la cuarta parte de la población ixil fue asesinada por el estado guatemalteco. Masacrada. El Triángulo Ixil, como los mapas y planes militares llamaban a esta área que comprende los municipios de Nebaj, Chajul y Cotzal, fue casi completamente arrasado. El 90 por ciento de los poblados y aldeas fueron destruidos. Como lo describió Edelberto Torres Rivas, el recién fallecido intelectual guatemalteco: “Esta dimensión brutal no tuvo parecido a lo que pueda haber ocurrido en América Latina”.
Las dimensiones son tales que, según las organizaciones ixiles, no hay ningún miembro de su comunidad nacido antes de 1985 que no haya sido víctima o sobreviviente de aquella agresión genocida.
Nicolás Corio, presidente de la Asociación Campesina para el Desarrollo Integral Nebajense, lleva años consiguiendo fondos, madera de pino y carpinteros para fabricar sencillos ataúdes en los que se da sepultura a los restos humanos encontrados durante exhumaciones e identificados por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. La asociación que preside ha llevado a cabo 108 denuncias de cementerios clandestinos en la región ixil; masacres y desapariciones forzadas.
Las oficinas de la asociación, en el centro de Nebaj, ocupan una pequeña casa de cuatro habitaciones en las que hasta la cocina es utilizada para archivar. Corio me recibe en el lugar construido para funcionar como garaje, pero en el que hay solo una pizarra con listados de casos, una larga mesa de plástico y, en dos esquinas, pilas de ataúdes sencillos, listos para las próximas exhumaciones. “Amigos solidarios nos donan los ataúdes. Somos cuatro o cinco organizaciones en Nebaj que conseguimos estos ataúdes para que los familiares puedan enterrar debidamente a sus víctimas. Ya hemos entregado 700”, dice.
Como la mayoría de los hombres de esta región, Nicolás Corio porta siempre un sombrero de ala corta sobre su rostro redondo. Viste una camisa blanca adornada con coloridos bordados de animales o plantas tradicionales de los textiles ixiles, pero estos, me confesará con orgullo después, se los bordó su hija más pequeña.
Le pregunto sobre la ley de reconciliación que se discute allá, lejos, en la capital que parece pertenecer a un país distinto. “La ley de reconciliación solo beneficia a violadores de derechos humanos. Los ricos y los poderosos hacen leyes para ellos mismos. Nosotros no tenemos odio, solo queremos justicia y justicia es que se sancione a los que cometieron esos crímenes, para evitar que se vuelvan a cometer. De eso se trata la justicia”, dice.
Él mismo es sobreviviente del genocidio ixil. Proveniente de la aldea de Cotzol, en los alrededores de Nebaj, a los 11 años su mundo terminó de manera similar al de Jacinto Lupamac. Escuchó los disparos y los gritos, vio las casas quemándose, corrió con su papá, su mamá y sus dos hermanos montaña arriba. Atrás, masacrados, quedaron su abuela, varios tíos y tías y primos y primas. “Pasamos los siguientes siete años sobreviviendo en la montaña. Casi morimos de hambre. Comíamos lo que podíamos. Sembramos muchas cosas allá arriba”, recuerda.
Hoy está casado con una mujer de su aldea, Cotzol, barrida por el ejército en aquellos años. “Mi esposa perdió a su papá y a dos hermanos en esa masacre”, me cuenta Nicolás al día siguiente, mientras nos conducimos a la aldea de Cocob, o Cocop, pocos kilómetros al este de Nebaj. La calle de tierra está en tan mal estado que requiere casi una hora transitar a brincos ocho kilómetros. Cuando llegamos, una veintena de aldeanos lo esperaban en una pequeña habitación habilitada como salón comunitario, para que Corio les informara de los avances en sus solicitudes de justicia. Cocob fue completamente arrasada en 1981. El ejército entró a media mañana del jueves santo, el 16 de abril, y reunió a los pobladores en el centro de la aldea mientras quemaba todas las casas y las milpas. Después masacró a los habitantes. Se cree que 77 personas murieron aquella jornada. La mayoría, niños. Los sobrevivientes huyeron a las montañas, al casco urbano de Nebaj o a Chiapas, o sobrevivieron ocultos en las montañas, como Nicolás Corio, durante años, organizados en las llamadas Comunidades en Resistencia.
Hoy, la pequeña aldea ha sido levantada de nuevo, y al fondo, en un pequeño lote, 33 tumbas colocadas en cuatro filas, que contienen los restos recuperados de igual número de víctimas identificadas, dan fe de lo que aquí ocurrió. Cada una de las tumbas de cemento tiene al frente una placa con el nombre de la víctima. En seguida todas han sido inscritas con esta leyenda: “Falleció durante la masacre ocurrida en la aldea Cocop Nebaj el Quiché, el 16 de abril de 1981, cometida por el Ejército de Guatemala en el Gobierno del General Romeo Lucas García”.
Todos, todos los pobladores de Cocop con los que hablé, tienen su versión personal de aquella masacre, de la cual son sobrevivientes. Perdieron a una madre, a una esposa, a un hijo. Francisco Brito, un hombre de 67 años, perdió aquel día a su esposa Juana Velasco y a su hijos Miguel, de 4 años, y Juanita, de 2. “Yo venía caminando de Nebaj cuando escuché los disparos. Encontré a un vecino que me dijo que todos en la aldea estaban muertos. Me quedé escondido hasta que los soldados se fueron. Al siguiente día bajamos, enterramos rápido a los muertos para que no se los comieran los animales y nos fuimos”.
Cocop es una aldea hundida en la miseria. Con chozas de piso de tierra, con techos de madera de los que, de repente, emana el humo exhalado por los pequeños comales de leña o el molino de nixtamal. Es una pobreza extendida por las aldeas que rodean a Nebaj, Chajul y Cotzal. Y, entre la pobreza, en todos estos parajes, circulan las historias del horror ixil.
En las afueras de Nebaj conocí a Catarina Solís. Me contó su historia: el Ejército mató a su primer marido en 1981; al segundo, un año después. A ella y a sus dos hermanas las violaron. Su tercera pareja fue detenida por el Ejército, junto a su papá y su hermano. Continúan desaparecidos. Ella vive en una casa con piso de tierra, en la que el aire se cuela en el enorme hueco que hay entre el techo angulado de láminas sobrepuestas y los tablones que sirven de paredes. Duerme en una hamaca hecha de tiras de plástico entretejidas. “Yo pido justicia”, dice. “Que reconozcan el daño que nos han hecho. Eso es la reconciliación”.
En una banca al fondo de la iglesia de Cotzal, gracias a la traducción de Nicolás Corio, logré hablar con Catarina Pérez. Su papá fue detenido por soldados en 1982 y todavía lo anda buscando. A su esposo lo mató el Éjército. Su hijo mayor murió poco tiempo después, “de la tristeza”, dice ella. “Ya tenemos paz, pero hay odio en los corazones de ellos y en algunos de nosotros también. Estamos contentos porque ya no hay Ejército en nuestras calles, pero no estamos de acuerdo que salgan de las cárceles. Ellos hicieron mucho daño aquí”. Ahora, Catarina Pérez se dedica a lavar ropa ajena y a desgranar maíz para sobrevivir.
Más que vividores, lo que parece hacer especiales a estos ixiles es que están vivos. Que sobrevivieron a la campaña genocida.
***
La ley de reconciliación forma parte de un paquete de iniciativas en estudio que ya pasaron o están por pasar sus primeras lecturas en el pleno legislativo. Entre ellas la llamada ley de oenegés que, como la de Reconciliación, espera ya solo su votación, y que pretende clasificar a las organizaciones no gubernamentales entre un listado de categorías arbitrarias (no está contemplada, por ejemplo, la categoría de derechos humanos) y sancionarlas por razones ambiguas, incluso con la cancelación. También ha sido presentada una modificación a la ley de antejuicios que permitiría al Congreso destituir a la Corte de Constitucionalidad, que ha sido un bastión de defensa de la CICIG, y a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la institución que suele presentar los amparos ante la Corte de Constitucionalidad. Además, para sancionar la protesta pública, los diputados estudian una ley de orden público y una ley antiterrorista, similares a las aprobadas en Honduras y en Nicaragua; y una ley de la familia que prohíbe el matrimonio gay y anula el reconocimiento a las uniones de hecho.
“Hemos vuelto al discurso de mediados del siglo pasado, en que todo era justificado diciendo que se estaba defendiendo a Guatemala del comunismo”, dice Iduvina Hernández, periodista y activista de derechos humanos.
Hace un breve recuento de lo sucedido en los últimos años, que llevó a la actual virulencia de los ataques desde el poder político contra las instituciones a cargo de la lucha contra la impunidad. Primero el juicio contra el general Ríos Montt, en 2013. Dos años después, la renuncia y posterior detención del presidente Otto Pérez Molina, condenado, junto a la vicepresidenta Roxana Baldetti, por formar parte de una red de corrupción en las aduanas. La investigación del caso, conocido como La Línea, fue llevada a cabo por la CICIG y el Ministerio Público, que entonces estaba a cargo de Thelma Aldana. Ellos mismos presentaron en 2017 una investigación de redes de financiamiento ilícito de campañas, lo que llevó a juicio a algunos miembros de las familias más poderosas del país. Finalmente, la Cicig y el Ministerio Público presentaron hace dos años una investigación por contratos irregulares en la alcaldía capitalina, a cargo de Álvaro Arzú, el político más poderoso de Guatemala. Además, iniciaron investigaciones contra el hermano y la esposa del presidente Jimmy Morales.
En este proceso, las élites política, económica y militar se unieron para defender sus intereses, para defenderse a sí mismos. El rompimiento unilateral del acuerdo con Cicig, la prohibición de ingreso al comisionado Iván Velázquez, los cambios legislativos en materia de combate a la corrupción y los mensajes propagandísticos de estos poderes evidencian el viraje de quienes ostentan el poder guatemalteco, salvo contadas excepciones.
“Con el juicio por genocidio comienzan a ver que ya no controlan el sistema”, dice Edgar Pérez, uno de los abogados que participó como parte acusadora contra el general Ríos Montt. “Allí comenzaron a desnudarse. Cuando tocan a las élites les entra el temor de que se levantaran contra ellos. Les entró miedo, y aquí el miedo lo ha tenido siempre el pueblo. Ahora las élites están recuperando todo”.
El presidente Morales ha desconocido sentencias de la Corte de Constitucionalidad y acuerdos internacionales, y lo ha hecho argumentando la defensa de la soberanía guatemalteca contra la injerencia de agentes extranjeros. Paralelamente a ello, se están desmantelando los avances en materia judicial alcanzados desde la llegada de la Cicig.
La ley de Reconciliación es el siguiente paso. “No solo es un golpe a la justicia, también es un golpe a la verdad y a las garantías de no repetición”, dice Francisco Soto, director del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos, CALDH. Si la aprueban, “desaparecería la fiscalía de esclarecimiento histórico. ¿Qué pasará con los expedientes? ¿Y con los casos en proceso? Es un retroceso a los tiempos previos a los Acuerdos de Paz, al punto en el que no se podía enjuiciar a elementos del Estado por violaciones a los Derechos Humanos”.
Helen Mack, activista de derechos humanos y directora de la Fundación Myrna Mack, en honor a su hermana asesinada por fuerzas del Estado en 1990, cree que esta serie de retrocesos obedece a que las élites no solo se han sentido amenazadas en el control del aparato del estado, sino también en la imposición de su narrativa histórica. Para ellos, dice, la reciente oleada de ataques contra quienes han abanderado la lucha contra la impunidad es parte de su recuperación de los espacios perdidos. “Su actitud es: esta es mi verdad, esta es mi justicia y este es mi nunca más: nunca más perderemos el control del sistema judicial”.
Solicité entrevistas con tres directivos de la principal gremial empresarial guatemalteca, el Cacif. Quería preguntarles si estas posiciones, a las que algunos medios en Guatemala llaman “el pacto de corruptos”, son gremiales o individuales por parte de algunos de los más grandes empresarios guatemaltecos; si hay una reacción oficial por el hecho de que 16 empresarios hayan sido acusados por la Cicig y el MP de financiamiento ilícito de campañas, es decir de delitos electorales. Si esta alianza con políticos como Linares Beltranena o Jimmy Morales obedece a las reagrupaciones a favor de la impunidad de las que hablan los defensores de derechos humanos. Pero ninguno de ellos quiso hablar con este periódico.
A pesar de los reclamos internacionales por el intento de aprobar la ley de Reconciliación, los diputados impulsores de la medida y sus aliados reivindicaron sus banderas. El 13 de marzo, horas antes de la plenaria en la que se votaría la ley, el diputado Álvaro Arzú (hijo del expresidente homónimo) fue cuestionado por la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ordenaba archivar la propuesta. Arzú, actual presidente del Congreso, respondió con otra pregunta: “¿Qué es la Corte Interamericana?”. Y se fue.
Entre los militares contra los que se han abierto procesos, y que quedarían libres de cargos si se aprueba la ley, se encuentra el coronel Edgar Ovalle, fundador del Frente de Convergencia Nacional (FCN), el partido del presidente Jimmy Morales. Ovalle es prófugo desde 2017, cuando el Ministerio Público solicitó su captura por su presunta participación en 88 masacres en Cobán, Alta Verapaz. En esos hechos habrían sido asesinadas más de 500 personas.
Estuardo Galdámez, diputado y candidato presidencial del mismo partido, ha sido uno de los más activos promotores de la ley. Durante los años del conflicto armado, Galdámez formó parte del cuerpo de kaibiles, las fuerzas especiales del Ejército acusadas de múltiples violaciones a los derechos humanos durante sus años de servicio. A nadie sorprende, pues, que Galdámez sea uno de los más vocales críticos de las reformas al sistema judicial guatemalteco tras la llegada de la Cicig, y, como Linares Beltranena, acusa a la izquierda internacional de haberse infiltrado en su país.
El miércoles pasado fue abordado por varios periodistas en un pasillo del Congreso. Consultado sobre la resolución de la Corte Interamericana, el ex kaibil fue más explícito que Arzú: “La Corte Interamericana no es sujeta de derecho en Guatemala. La ley de Reconciliación va porque yo quiero una verdadera reconciliación. Yo quiero que terminen esas indemnizaciones ilícitas que están haciendo a un montón de gente que viven y lucran de la paz de los guatemaltecos, que viven y lucran de la muerte de los guatemaltecos. Esa gente que nunca ha hecho nada bueno por Guatemala, pero como cobran una cantidad exorbitante de indemnizaciones a ellos les gusta el negocio…”.
El video en el que Galdámez da esta respuesta circuló por las redes sociales. Nicolás Corio también lo vio. Le pregunto qué piensa de lo que dice el diputado. El líder ixil me responde: “Si a él le tocaran a su familia, ¿será que no pediría justicia? Ahora nos llama vividores. Te dan un resarcimiento, pero eso no te devuelve a tus familiares masacrados. Es apenas algo simbólico. Dicen que queremos vivir del Estado, ¡pero fue el Estado el que nos mató a nuestros familiares! Ellos son los que nos masacraron. A ellos les pagó el Estado para matarnos. Y les sigue pagando. ¿Quiénes son los vividores? ¡Ellos son los vividores!”.