La palabra que huye
07.03.2019
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07.03.2019
Las mesas de conversación literaria en el Festival Correntes d’Escritas celebrado en Póvoa de Varzim giran alrededor de versos sacados de las poesías de Sophia de Melo Breyner, la gran escritora portuguesa ganadora del premio Camões y del Reina Sofía, muerta en 2004.
“En el punto donde la soledad y el silencio/se cruzan como la noche y como el frío/esperé como quien espera en vano/tan nítido y preciso era el vacío…”, dice la estrofa de cuyo último verso he debido sacar mi propia reflexión. Entonces, he pensado en el vacío, tan nítido y preciso, de la página en blanco.
Para un escritor de empeño diario no existe vacío más absoluto y aterrador que ese. Esto puede ser ya un lugar común cuando se habla de las angustias de la escritura, pero no por eso es menos verdadero.
El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra que se enlazará en una frase que tememos desde ya fallida; de allí la parálisis de los dedos que se resuelve en la vacilación, el intento frustrado que quedará lejos de lo que la idea busca decir, o lo que la imaginación pretende alumbrar.
Entonces las tachaduras repetidas, los borrones, la frustración ante la mañana de trabajo que avanza sin frutos y puede resultar perdida, las hojas arrugadas en el puño que llenan el cesto de papeles.
Robert Graves dice en su biografía de juventud Adiós a todo eso, que nunca olvidó el consejo del director de la escuela secundaria que dejaba en 1914 para irse a las trincheras francesas al empezar la primera guerra mundial: “Recuerda esto, tu mejor amigo es el cesto de papeles”. Era el consejo para quien más tarde escribiría la memorable saga Yo, Claudio, y Claudio, el dios.
Cuando viví en Berlín Occidental en los años setenta del pasado siglo, como escritor en residencia de un programa de becarios, ya había perdido la costumbre de escribir a mano, y lo hacía a máquina. Me sentaba a trabajar todas las mañanas del mundo, dichoso de que una fundación benéfica me pagara por lo que siempre había ambicionado: solamente escribir.
Me convertí entonces en el mejor cliente de la bien surtida papelería de la esquina de mi cuadra, en mi barrio de Wilmersdorf, pues compraba mazo tras mazo de papel. Siempre inconforme, y enemigo de las tachaduras, sacaba del carro de la máquina hoja tras hoja, que iban a dar al cesto de latón que de manera tan fiel custodiaba mi trabajo a mis pies.
Era porque no sólo pretendía la página perfecta en términos de la escritura, eso que nunca se consigue, sino también en cuanto a la estética visual: nada de borrones, nada de tachaduras. La nitidez absoluta. Y así, volvía una y otra vez a meter la hoja en el carro, lo cual venía a representar una manía doble: buscar el párrafo exacto y, además, limpio ante el ojo.
Ahora, cuando desde hace muchos años escribo en una computadora, cada vez que la enciendo la página en blanco tiene en la pantalla esa misma pureza del papel, el vacío absoluto que espera ser llenado. Pero ya no hay el problema estético de la página que debe parecer perfecta a la vista cuando escribo. No hay borrones innobles, no hay tachaduras que despiertan la ira reprimida que siempre trae consigo el error al digitar mal más de una vez. Cada párrafo que agrego es visualmente puro porque el ojo no tiene pretexto para las inconformidades. Las líneas aparecen siempre nítidas, sin estorbos ni tropiezos.
Pero es una perfección mentirosa, porque la página digital lo único que sabe es guardar las apariencias y darnos la falsa idea de que ya no se necesita más trabajo. Si nos atuviéramos a la falacia de esa panacea visual, y dejáramos esa página sin reparos ni castigos, estaríamos andando por el camino de la mala escritura, aquella que pretende no necesitar nunca correcciones.
Y aunque corrijo muchas veces en la pantalla, sé que en algún momento hay que imprimir esa página para llevarla al mundo real del papel donde los caracteres pueden ser leídos en su verdad material, y entonces, armado de un haz de lápices afilados empezar a corregir, a luchar cuerpo a cuerpo con las palabras hasta el amanecer, como Jacob con el ángel, hasta derrotarlas, aunque terminemos descoyuntados.
Vladimir Nabokov explica la complejidad de este desajuste entre palabra e idea en la novela La verdadera vida de Sebastián Knight: Hay que cruzar ese “abismo que se abre entre la expresión y el pensamiento”, dice; “ninguna idea real puede decirse que exista sin las palabras hechas a su medida…”
Porque eso es la escritura, hacer que las palabras se acerquen lo más posible a la idea concebida, a las imágenes desplegadas en la mente. Convertir pensamientos en palabras. La palabra exacta, dice Flaubert. “Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la escogencia de las palabras” escribe en una carta Louise Colet.
La palabra que calza como anillo al dedo. La pieza adecuada, el tornillo, la biela, colocados en el lugar preciso de la máquina para que pueda andar con armonía, sin notas desafinadas ni ruidos molestos.
“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, dice Rubén Darío en un soneto en que late esta ansiedad por la búsqueda de la exactitud verbal. Perseguir la forma, sólo para lamentarse adelante: “Y no hallo sino la palabra que huye…”.
O como se reclama Octavio Paz en el poema Las palabras: “Dales la vuelta/ cógelas del rabo (chillen, putas)/azótalas/…sórbeles sangre y tuétanos/…haz que se traguen todas sus palabras…”.
La página en blanco está llena de sombras, de palabras fugitivas. Hay que buscar atraparlas, y eso significa atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado, una epifanía que no ocurre sino en la soledad. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido.
Lisboa, marzo 2019