Nicaragua: tres efectos de las sanciones contra Ortega
07.12.2018
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07.12.2018
Luego de que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, firmara una Orden Ejecutiva para castigar las violaciones a los derechos humanos y la corrupción en Nicaragua, un «temblor político de alta intensidad» sacude al gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo. El director de Confidencial, Carlos F. Chamorro, explica en esta columna que «Las consecuencias de esta triple sanción (…) impactarán de forma directa en el esquema de dominio que Ortega mantiene en el Frente Sandinista, el Ejército y los poderes del Estado; e indirectamente en el sector privado y los grandes empresarios, en sus relaciones con el poder».
Después del shock inicial causado por el efecto sorpresa, las sanciones impuestas por el Gobierno y el Senado de Estados Unidos contra la dictadura de Daniel Ortega están provocando un temblor político de alta intensidad en el búnker de El Carmen. Todos daban por descontada la aprobación de la anunciada “Nica Act” o “Magnitsky Nica”, cuyos últimos hervores aún se están cocinando en el Congreso norteamericano; pero nadie esperaba que el presidente Donald Trump firmaría una Orden Ejecutiva para castigar las violaciones a los derechos humanos y la corrupción en Nicaragua, y menos aún que los primeros sancionados serían la primera dama y vicepresidenta Rosario Murillo, y el secretario privado de la pareja presidencial, Néstor Moncada Lau, enlace con la Policía, los paramilitares, y el espionaje político.
Las consecuencias de esta triple sanción —el decreto de Trump, el castigo a la cogobernante Murillo y al operador número uno del poder, y la ley del Congreso que condicionará al Gobierno el acceso a nuevos préstamos de los organismos multilaterales de crédito— impactarán de forma directa en el esquema de dominio que Ortega mantiene en el Frente Sandinista, el Ejército y los poderes del Estado; e indirectamente en el sector privado y los grandes empresarios, en sus relaciones con el poder.
Veamos de forma sucinta las nuevas dinámicas que ya están desatando las sanciones norteamericanas.
En primer lugar, el futuro político de Rosario Murillo como heredera de Ortega y los planes de una sucesión dinástica están heridos de gravedad, si no liquidados para siempre. Cuestionada en su legitimidad de origen y descalificada por su actuación al frente del Gobierno durante la crisis, Murillo y su maquinaria política con Fidel Moreno y Gustavo Porras a la cabeza, han quedado expuestos como los principales responsables de la masacre de abril que representa el mayor fracaso político del Gobierno.
La sanción, que incluye su inclusión en la lista OFAC del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, anula su idoneidad para seguir ejerciendo una representación legal y económica del Estado, y su elegibilidad para una eventual candidatura. Se trata de un golpe político severo para la copresidenta que comparte el control de todos los instrumentos del poder, y de paso le advierte a la cúpula del orteguismo y sus allegados, que después de Murillo no existe ningún intocable.
Las sanciones también colocan a Ortega ante una compleja encrucijada en torno a la alianza política que ha mantenido con Murillo en sus casi doce años de ejercicio del poder. Por un lado, como sugieren las primeras reacciones después de las sanciones, Ortega puede optar por mantener inalterable el binomio político con Murillo y descartar una negociación con la oposición, empujando al país hacia el despeñadero; y por el otro, si se decide a modificar el equilibrio de poder con su esposa y vicepresidenta, generará resistencias en la dinámica de la relación Estado—Partido—Familia, cuyas consecuencias por ahora son impredecibles.
Es posible, como lo demuestra la experiencia de Maduro en Venezuela, que a lo inmediato las sanciones provocaran el efecto de un cierre de filas, invocando la amenaza del imperio; el problema es que ello no conduce a una salida política a mediano plazo, mientras la economía seguirá desplomándose en caída libre. En sentido contrario, aunque desafiar a Murillo implica el riesgo de exponerse a un afán implacable de venganza, también es cierto que, en la medida en que se agrava la crisis nacional, se están generando nuevos incentivos desde adentro del régimen para explorar una negociación, sobre todo cuando el Frente Sandinista ya tiene luz verde para buscar una sucesión política posterior a Ortega, al margen de Rosario Murillo.
En segundo lugar, las sanciones de Estados Unidos acentuarán la tendencia al cierre de las llaves de la inversión extranjera directa y la inversión pública, financiada con préstamos multilaterales. La reducción de los flujos económicos externos, sumada a la incertidumbre, impactarán en la pérdida de más empleos, en particular en la industria de la construcción, el comercio, y en la fragilidad del sistema financiero. Sin embargo, la causa del problema no radica en las sanciones impuestas por nuestro principal socio comercial, sino en la crisis política provocada por Ortega. Lo que destruyó las bases de la confianza nacional —después del autoritarismo, el derroche económico y la corrupción del régimen— no han sido las sanciones externas, sino la represión interna, la violación masiva a los derechos humanos, y la impunidad. Eso es lo que provocó la condena internacional y el aislamiento del Gobierno, que ahora está colocando a la economía nacional en un callejón sin salida.
El presidente Ortega es el único responsable de las graves consecuencias económicas y sociales que amenazan al país, pero la única solución que propone es más represión, imponiendo un estado de excepción de facto, y la promesa de una “economía de subsistencia” después del colapso económico, basada en el consumo del “gallo pinto”. Emulando a Luis XIV de Francia, Ortega amenaza con “el diluvio” después de la matanza, pero ya no puede ocultar el fracaso de su gestión política y económica. Como los dictadores cuando se acerca su hora de salida, Ortega manda, pero ya no gobierna. Y la aberración de proponer una “economía de subsistencia” a una sociedad que no está en guerra, refleja el desprecio absoluto del caudillo por la mayoría de la gente que, al margen de su filiación política, se gana el sustento diario trabajando, ahorrando, invirtiendo, y progresando con su familia.
Es posible que en su cálculo estratégico, la crisis aún no tocado el fondo del barril, y se prepara para imponerle más sufrimiento al pueblo a través un régimen de “tierra arrasada”, después de un éxodo masivo de personas. Pero si de verdad piensa que la economía del “gallo pinto” tiene alguna racionalidad económica o política, entonces Ortega debería atreverse a demostrar su viabilidad en una sesión pública ante su gabinete, sus asesores económicos, y el Ejército de Nicaragua. Así al menos sabríamos quiénes siguen ocupando esos cargos por temor y oportunismo, y quiénes son los cómplices activos de la dictadura.
Por último, y no menos importante, las sanciones de Estados Unidos conllevan un emplazamiento explícito al sector privado de Nicaragua, para que actúe como una fuerza de cambio democrático —que es distinto a un actor político partidario—, y una inusual advertencia a los grandes empresarios que también podrían ser objeto de sanciones, en caso de incurrir en actos de complicidad con el régimen.
El mal llamado “modelo Cosep” con que el liderazgo empresarial bautizó el arreglo político y económico que durante una década le brindó legitimidad política al régimen autoritario de Ortega, entró en crisis después de la matanza de abril. Desde entonces, las cámaras empresariales y los grandes empresarios han mantenido su respaldo al ejercicio del derecho a la protesta cívica, han exigido el cese de la represión, y han abogado por una salida política basada en reformas y elecciones anticipadas.
Cerrarle las puertas a Ortega con doble candado, para que no exista la más mínima posibilidad de un diálogo o arreglo económico, parcial o total, que reviva el anterior status quo al margen de una solución a la crisis política, es un paso imprescindible para despejar el camino hacia una salida democrática. Un paso necesario, pero no suficiente de parte de los sectores que tienen mayor responsabilidad de contribuir a enderezar el rumbo del país, y que por su posición de liderazgo en la economía privada, pueden ejercer una presión más efectiva entre las bases del régimen, incluidos los empresarios sandinistas, la tecnocracia gubernamental, y el Ejército.
Así como en su momento, cabildearon en Estados Unidos para impedir la aprobación de la “Nica Act”, hoy están obligados a definir una posición inequívoca sobre las causas del fracaso de esas gestiones, y cuál es su compromiso con una solución democrática y la futura reconstrucción nacional. A final de cuentas, no son las presiones externas de EE.UU, la OEA, la ONU, y la UE, lo que permitirá restablecer el diálogo nacional, sino la acción simultánea de la presión interna, política y económica del pueblo autoconvocado y el sector privado empresarial, juntos en torno a un programa mínimo de transición democrática. Eso es lo único que puede llevar al orteguismo, con o sin Ortega, a aceptar el camino de la negociación política.