Las lecciones del “Marx economista” para la crisis actual
27.08.2018
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27.08.2018
El bicentenario del nacimiento de Karl Marx ha generado un prolífico debate en distintos idiomas y contextos sobre la vigencia de sus ideas. A partir de una revisión de la literatura política y económica más reciente, el autor de esta columna describe aquí las características que a su juicio presenta la actual crisis del capitalismo, explica cómo ella está afectando la esencia de la democracia y detalla qué aspectos del análisis de Marx pueden ser útiles para determinar qué está pasando y para pensar en vías para salir del atolladero.
Durante los últimos 60 años ha sido difícil dialogar con el Marx que teorizaba sobre el orden económico (el “Marx economista” lo denominaremos por cuestiones prácticas). En las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, la fuerza de la socialdemocracia hizo parecer que el capitalismo era más flexible de lo que Marx sostenía con sus “leyes de desarrollo capitalista” (que vaticinaban un estancamiento económico y una profunda desigualdad de riquezas entre capital y trabajo), y este sistema podía ofrecer crecimiento económico junto con mejorar las condiciones de vida de la población bajo un nuevo contrato fordista keynesiano.
Los ochenta y noventa tampoco fueron buenos años para dialogar con el Marx de El Capital. La caída de la URSS, la bancarrota de la socialdemocracia, el Consenso de Washington y el emergente “capitalismo desatado” dieron pie a un exitismo tal que se llegó a afirmar que la historia había llegado a su fin. Con la derrota de las alternativas políticas, la reflexión del Marx economista sobre las contradicciones, paradojas y límites estructurales de un capitalismo que se expandía globalmente, parecía completamente errada.
Sin embargo, luego de casi tres décadas de dominio, en que el capitalismo logró configurar la economía a imagen y semejanza de su propia utopía, el optimismo liberal parece estar dando paso a una gran desilusión.
Luego de la crisis de 2008 y tras una década de estancamiento económico en el mundo desarrollado (ver gráfico 1) las preguntas que se hace la academia giran menos en torno a cuán exitoso ha sido este orden y más hacia por qué el liberalismo ha fracasado en asegurar la democracia y la estabilidad (ver, entre los libros más recientes Why Liberalism Failed de Patrick Deneen, 2018 y Can Democracy Survive Global Capitalism? de Robert Kuttner, 2018).
Ese nuevo pesimismo debe contrastarse con lo que fue la promesa del capital en los noventa: que el capitalismo no solo activaría las fuerzas del emprendimiento -y así proveer un progreso permanente-, sino que podía descentralizar el poder y hacer de base material para una democracia sólida. El capitalismo lograría eso a través de la liberalización comercial y financiera, la privatización de los sectores estratégicos de la economía, la flexibilización del mercado laboral y la creación de un armazón jurídico institucional que protegiera las rentas de las inversiones. Dicho brevemente, una democracia estable y próspera sería posible si el mercado, bajo sus principios, determinaba la producción económica.
Pues bien, es precisamente esa promesa la que hoy está en bancarrota.
Junto con el mencionado estancamiento económico secular, desde los ‘70 el mundo desarrollado observa cómo se ha quebrado el antiguo vínculo entre aumento de productividad e incremento salarial (típico al periodo de consenso socialdemócrata, ver Gráfico 2).
Mientras, el mercado laboral comienza a mostrar un tipo de relación que el mundo desarrollado no veía desde el siglo XIX: trabajos sin contrato, hora cero, de corto plazo y bajos salarios, lo que el sociólogo inglés Guy Standing, denominó como el naciente precariado.
No debe sorprendernos que en ese contexto las repúblicas entren hoy en crisis: su principio legitimador de igualdad ciudadana entró en choque con la precariedad laboral y desigualdad de ingresos generado por el mismo orden económico. Como en los años de la década 1930, ante el declive de la democracia, comienza a emerger una disputa entre tres proyectos políticos: el populismo conservador (en EEUU y UK); una alternativa democrática-socialista (Evo Morales en Bolivia, movimientos desde el nuevo laborismo de Corbyn, Podemos de España, o el movimiento detrás de Bernie Sanders en Estados Unidos) y la tecnocracia liberal en decadencia que intenta aún sostener el timón (la Alemania de Ángela Merkel).
En ese contexto de fragilidad económica y política, ¿tiene Marx algo que decirnos para comprender el presente que nos toca?
Una de las novedades de Marx, en el contexto de las disputas políticas que le tocó afrontar, fue que comprendió que para desplegar una estrategia política efectiva para las clases trabajadoras no bastaba con una crítica moral al orden económico.
Es decir, no bastaba con apelar a algún principio universal de justicia para hacerle frente al nuevo contexto capitalista, como tampoco bastaba sabotear máquinas para afrontar la nueva sociedad industrial que emergía ante los ojos de las artesanos y nuevos proletarios. Lo que había que hacer era analizar pormenorizadamente las dinámicas económicas que desplegaban esas situaciones. De ahí su afán, y el de Engels, por el socialismo “científico” y su crítica a los socialistas “utópicos” (ver Clare Roberts, 2016).
Me parece que es urgente que sigamos ese mismo razonamiento. Al leer parte importante de la literatura económica que busca alternativas a la escuela dominante neoclásica, se aprecia que sus afirmaciones son insuficientes para comprender las causas profundas del actual encantamiento económico e inestabilidad política. En el caso de las causas de la crisis financiera, por ejemplo, estas se asocian al comportamiento irracional de ciertos especuladores y a una gran falla de mercado (grandes asimetrías de información, exuberancia irracional, riesgos morales, etc.); mientras que las causas del desastre medioambiental se vinculan a un antropocentrismo casi genético; y la creciente desigualdad, se relaciona con el impacto que han tenido las nuevas tecnologías sobre las estructuras laborales rígidas o las leyes abstractas (el famoso r>g de Piketty).
A pesar de ser parcialmente correctas, estas explicaciones no apuntan a las causas profundas de la crisis y, por tanto, son hipótesis que poco pueden aportar para pensar una estrategia política que intente solucionar los problemas. Es en la comprensión de las causas de nuestros problemas, donde Marx tiene mucho que aportarnos.
A diferencia del liberalismo dominante, Marx no consideraba que la expansión del mercado pudiera producir un área de libertad para los individuos y equilibrios económicos óptimos. Muy por el contrario, veía en el mercado capitalista una máquina que, movida por la compulsión de la competencia, forzaba a cada uno a tener que incrementar permanentemente su tasa de ganancia, no ya para superar otros, sino para meramente sobrevivir.
Marx veía en el mercado capitalista una máquina que, movida por la compulsión de la competencia, forzaba a cada uno a tener que incrementar permanentemente su tasa de ganancia, no ya para superar otros, sino para meramente sobrevivir.
Este aumento de la ganancia sucedía de diferentes formas, pero en último término tenía relación con la capacidad de apropiarse de la mayor cantidad del plusvalor que los trabajadores generaban en el proceso productivo. La ganancia era la expresión económica de la apropiación de dicho trabajo social.
Esta compulsión a apropiarse de mayor plusvalor lleva inscrito en el corazón mismo del sistema la compulsión a la innovación: a crear nuevos procesos productivos que aumentan la tasa de explotación por sobre el promedio (lo que Marx denominó la búsqueda de plusvalor extraordinario); a crear nuevos mercados y aprovechar las rentas de ser los primeros en explotarlos; a reducir costos o externalizarlos para aumentar ganancia y reducir incertidumbre; y a acelerar la valorización del capital (que el dinero pueda multiplicarse en la menor cantidad de tiempo y bajo los menores costos posibles).
Estas tendencias, endógenas al mercado capitalista, son al mismo tiempo causa de sus principales virtudes (desarrollo tecnológico, crecimiento, etc.) y fuente de sus principales contradicciones y paradojas.
En efecto, para mantener el capital circulando se requieren de ciertas premisas constantes. Siguiendo a Keynes, dos son particularmente importantes: (1) la necesidad de una inversión productiva permanente que sostenga la continua reproducción del capital y (2) una demanda que pueda ser fuente suficiente para la realización del valor, esto es, que pueda consumir lo producido.
Sin embargo, como señala Marx a lo largo de El Capital, el capital tiende endógenamente a minar dichos pilares.
Piense en la hoy denominada “financiarización” de la economía. Cuando el capital está desatado, esto es sin cortafuegos o restricciones impuestas desde afuera, ha tendido endógenamente a derivar en un circuito de acumulación financiera rentista, tal como lo observó Veblen y Keynes a principios del siglo XX y tal como lo vemos hoy.
La necesidad de valorizar el capital por sobre el promedio y reducir costos de producción, encontró un nuevo circuito de acumulación que quebró el vínculo del capital con inversiones productivas (tras las medidas de liberalización financiera desde los años noventa). Es lo que Marx denominó como “capital ficticio” y que se expresa en la actualidad en una ola de reinversión de utilidades de grandes empresas en la adquisición especulativa de sus propias acciones, de forma de incrementar las ganancias de corto plazo de sus accionistas en directa oposición a inversiones productivas de largo plazo, claves para un crecimiento sostenido (ver Mazzucato, 2018; Durand, 2017; Stiglitz, 2016).
Luego de haberse emancipado de las restricciones socialdemócratas del siglo XX, de minar el poder sindical y de aprovechar la disponibilidad de un nuevo proletariado precario en Asia, la compulsión capitalista hacia la competencia llevó a un aumento de la tasa de explotación de la fuerza de trabajo. Desde mediados de los ‘70 hasta hoy, mientras la productividad laboral ha continuado creciendo, los salarios se estancaron y aumentó la participación del capital en el total producido en desmedro del trabajo (algo ya estudiado hace un tiempo por los académicos de la desigualdad como Atkinson y el mismo Piketty).
Pero este capitalismo encierra un problema central: austeridad en el plano del salario, precariedad e inseguridad en el plano de la producción y rentismo financiero en el plano de la inversión, es una receta económica y política insostenible.
Para resolver la paradoja entre pagar bajos salarios y necesitar una demanda pujante que permitiera mantener el crecimiento, se recurrió a una nueva innovación: la expansión del endeudamiento (otro pilar de la “financiarización”, ver Stockhammer, 2013).
Sin embargo, un crecimiento anclado en bases crediticias era frágil y espurio y no tardó en hacerse insostenible. La crisis de 2008, vista de esta manera, es el resultado natural del capitalismo desatado que precisamente Marx teorizó.
Pero, tal como nos recordaba Schumpeter y Marx, la crisis no solo destruye, sino que abre nuevas áreas creativas para la acumulación. El capital sale siempre de las crisis innovando, encontrando nuevas formas de conseguir una plusvalía extraordinaria.
En efecto, en relación a la crisis de los años 70, el capital ha salido de dicha crisis innovando en sus estructuras organizativas y productivas: apareció el “trabajo flexible”, la producción just-in-time, las empresas comienzan a deslocalizarse (llevando partes del proceso de producción a nuevas regiones con salarios más bajos), externalizando parte fundamental de la producción, desarticulando los sindicatos y aprovechando nuevos mercados y fuerza de trabajo mas precaria del Sur. Ya desde los noventa, junto con la innovación de información (internet), las empresas comenzaron devenir en grandes cadenas de valor globales, quizás por primera vez cumpliendo la profecía de Marx de un mercado capitalista universal.
De la misma forma, la crisis de 2008 también ha abierto la necesidad de los capitales de innovar para incrementar la producción y/o apropiación de plusvalor. Estas innovaciones no han sido solo vía las draconianas medidas de austeridad, sino también abriendo novedosas fuentes para acumular más plusvalor. Un ejemplo es la emergencia a partir de 2010, de las nuevas economías de plataforma y las economías gig, donde el capital ya no solo externaliza parte de la producción o de la fuerza de trabajo, sino que externaliza los propios medios de producción, los servicios, los costos de reparación al trabajador mismo, y solo se queda con una plataforma a partir del cual acumula, cual rentista ricardiano, un excedente por cada transacción que se realiza en su plataforma (ver Srnicek, 2017).
El nuevo capitalismo que se despliega luego de la crisis de 2008 posee una estructura contra intuitiva: el trabajador precario (sin derechos, contrato, salario mínimo) comienza a tener que asumir los costos de los propios medios de producción, mientras el capital comienza a acumular en forma pre-capitalista (cobrando rentas sobre su territorio digital, cual señor feudal sobre el siervo), para reinvertir en forma ficticia e improductiva (privilegiando las rentas financieras sobre la producción), tal como lo hacían sus pares feudales.
Pero este capitalismo encierra un problema central: austeridad en el plano del salario, precariedad e inseguridad en el plano de la producción y rentismo financiero en el plano de la inversión, es una receta económica y política insostenible.
El nuevo capitalismo posee una estructura contra intuitiva: el trabajador precario (sin derechos, contrato, salario mínimo) tiene que asumir los costos de los propios medios de producción, mientras el capital acumula a través de cobrar rentas sobre su territorio digital, para reinvertir en forma ficticia e improductiva, privilegiando las rentas financieras sobre la producción.
Karl Polanyi fue de los primeros en observar cómo las medidas de austeridad pos-crisis de 1929, junto con la incapacidad de los gobiernos de tomar medidas activas en proteger a la población de la intemperie social en que habían caído (lo que luego de la Segunda Guerra Mundial sería el Estado de Bienestar), abrió la puerta a alternativas como el fascismo y el nazismo que minaron lo avanzado en derechos civiles y políticos en Europa.
La situación actual tiene una cierta semejanza con lo descrito por Polanyi, en tanto, comenzamos a ver la emergencia de alternativas políticas que ponen en jaque lo poco que se ha acumulado hasta ahora en conquistas democráticas, en derechos civiles y hasta en mínimos derechos sociales (fascismo en Europa, Trump, etc.).
La lección del Marx economista hoy es, por tanto, que las inestabilidades y tensiones que vivimos tienen una causa de carácter estructural: la compulsión de la competencia que mueve a los capitalistas a aumentar la tasa de explotación, a expandir sus áreas de mercantilización y a someterse a las dinámicas especulativas. Pero esta compulsión no es un dato de la naturaleza sino que, como recalcó Marx, es el resultado de un específico orden económico-institucional donde los principales recursos productivos y de circulación son propiedad privada de capitalistas (fábricas, entorno natural, conocimiento, plataforma) y el mercado determina la forma en cómo producimos riqueza.
Superar los males que hoy presenciamos directamente implica, de este modo, una radical reformulación de los pilares claves del orden económico-institucional contemporáneo.
Ese llamado de Marx, así visto, nos lleva a un resultado paradójico pero clave: la única forma de mantener el orden, de restablecer la república democrática y de cumplir con las promesas de la ilustración y la modernidad (libertad, igualdad y fraternidad), es superando dicha estructura de inestabilidades y cortoplacismos movidos por la acumulación de capital. La estabilidad, el orden y la democracia solo se sostendrán con una transformación radical en el plano material.