Les arrebataron la inocencia, nos quitaron la capacidad de asombro
13.07.2018
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13.07.2018
“Es un dolor muy grande por él, por su familia, por las víctimas”. La reacción de Ricardo Ezzati frente a la detención del ex canciller del Arzobispado de Santiago, Oscar Muñoz Toledo, es sutilmente decidora. Las víctimas son nombradas al final. Ezzati primero siente dolor por Muñoz, luego por la familia de éste y al final por las víctimas. Las víctimas, incluso en el discurso, no están primero.
Es un nuevo caso en que un sacerdote arrebata la inocencia de niños y a nosotros nos sigue quitando la poca capacidad de asombro que nos queda en esta materia. Y es que hay tristes certezas.
Ya sabemos que Óscar Muñoz no es inocente. No porque no tenga derecho a la presunción de inocencia, sino porque su propio abogado afirmó que hay hechos presentados por la Fiscalía en la formalización que no desmienten ni cuestionan. O sea, el punto es cuál es la magnitud de sus actos y contra quiénes los cometió.
Fue formalizado por abuso sexual y estupro contra cinco víctimas, pero ya son siete las que están en la investigación. Algunas de ellas, familiares de quien era ni más ni menos que canciller del Arzobispado de Santiago. En ese rol estuvo a cargo de los documentos de las investigaciones contra abusadores en la arquidiócesis metropolitana. ¿Destruyó evidencia de denuncias suyas o de otros?, ¿advirtió a potenciales acusados que estaban siendo investigados? En definitiva: ¿Utilizó el enorme poder que le concedía su cargo para protegerse o proteger a otros?
Lo que sabemos con certeza, por el testimonio de José Andrés Murillo, es que cuando tomó declaración a las víctimas de Karadima, Muñoz intentó desalentarlos diciéndoles: “¿Por qué sigue con este tema de los abusos? Deberían pasar de cambio”.
De su conducta conocemos eso y que tras ser encarado por parientes suyos –a la vez víctimas de sus actos–, se auto denunció ante la Iglesia Católica, desapareció de la parroquia donde trabajaba y fue sacado del cargo de canciller del Arzobispado.
De la jerarquía de la Iglesia Católica hay bastante que cuestionar en este caso, dado que se trata de una institución que aún no parece aprender ni tomar conciencia de la dimensión de la crisis que atraviesa y de la gravedad que tienen los abusos cometidos por sacerdotes.
Son legítimas e históricas las razones para a lo menos preguntarse –sino derechamente dudar– si sus superiores, primero Francisco Javier Errázuriz y luego Ricardo Ezzati, sabían o no de esas acusaciones y desde cuándo. También si su traslado a la parroquia Jesús de Nazareth en 2016 fue parte de esa práctica habitual de mover de un lugar a otro a sacerdotes acusados. Refuerzan esas interrogantes no solo el actuar de la Iglesia en el pasado en casos similares, también testimonios de feligreses que indican que el caso de Rancagua era a lo menos un secreto a voces.
Tras recibir la auto denuncia de Oscar Muñoz, la Iglesia Católica guardó silencio hasta que El Mercurio hizo público el caso. Y a los feligreses de la ex parroquia de Muñoz se les dijo una media verdad o más bien una mentira con algo de verdad: que el sacerdote “se retiraba por un problema familiar”. Claro, quienes denunciaban abusos eran familiares suyos.
La Fiscalía, en tanto, se enteró por la prensa de los antecedentes eclesiásticos que pesaban sobre Óscar Muñoz. Pese a que el arzobispo Ezzati poseía información sobre acusaciones de abuso sexual y estupro contra siete potenciales víctimas que al momento de los hechos tenían entre 11 y 17 años, no la entregó al Ministerio Público. Hechos que ocurrieron entre 2002 y 2016 y que, por tanto, no están prescritos judicialmente. Hoy quiere que le creamos cuando expresa “el deseo de que la justicia tenga la última voz«.
Esto, tal vez, también es un acto fallido. Como cuando se compadece y nombra al final a las víctimas, poniendo primero al victimario y a su familia. A lo mejor cree que la voz de la justicia civil debería ser la última palabra, cuando debiera ser la primera.
No ha sido sencillo sacar a la luz la información en manos de la iglesia. En el marco de una investigación más amplia sobre abusos, el fiscal de Rancagua, Emiliano Arias, solicitó al entonces obispo Alejandro Goic los archivos eclesiásticos, pero la respuesta fue que la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano había contestado que los datos eran secretos. No hubo otra vía más que incautarlos con orden judicial.
Después de episodios como ese, asegurar que la Iglesia Católica está dispuesta a colaborar parece una burla. Tuvo que ser el Ministerio Público el que interviniera y lo único que ha hecho el Arzobispado de Santiago es cumplir la orden de un juez. Colaborar con la justicia es otra cosa: es poner en conocimiento de la Fiscalía actos que, más allá de que para los católicos sean pecado, para todos los chilenos son delito.
Escudarse en defender la identidad de los afectados, que ni siquiera consta que quieran ser defendidas en el anonimato, parece absurdo. Porque no puede haber nada más relevante que proteger a pasadas, presentes y futuras víctimas, aquí en la tierra, ante los tribunales civiles.
No quieren o no pueden y así no deben ser pastores. Y a lo menos tienen que entregarles a otros la tarea de buscar la verdad. Una tarea que pudiera estar ya tomándose en serio cuando sabemos de nuevas incautaciones de documentos eclesiásticos en Villarica y Temuco.
Si de veras hubiera conciencia del daño causado por los sacerdotes que han abusado, una esperaría otra actitud de la Iglesia Católica: una actitud proactiva de denuncia de cada caso sospechoso ante los tribunales, acompañamiento para las víctimas incluso con abogados pagados por la iglesia y aceptación de que deben reparar también económicamente a los vulnerados (cosa negada por Scicluna en Chile cuando dijo que cada persona debía responder con su patrimonio). Porque es al alero de la sotana –y del poder que ésta da o daba– que se cometen estos delitos, también amparados en un encubrimiento activo.
Desde el Vaticano hasta Santiago debieran estar interesados en el principio de reparación que implica que los tribunales civiles establezcan una verdad válida para todos los ciudadanos. Porque lo que sí es un pecado, hablando en términos católicos, es negar justicia para las víctimas.