Ley de Adopción: un proyecto que facilita quitarle los hijos a las familias marginadas
28.06.2018
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28.06.2018
Una idea domina el debate sobre la adopción: que miles de niños abandonados no consiguen ser adoptados por culpa de la burocracia. La jueza Mónica Jeldres y el sicólogo Matías Marchant sostienen que ello es falso: los niños del Sename no están abandonados, sino vinculados emocionalmente con sus familias. El problema es que esas familias son precarias y no logran proteger a sus hijos. Jeldres y Marchant sostienen que el Estado debiera ayudarlas y no aprobar normas que faciliten arrebatarles a sus hijos, como lo hace el reciente proyecto que modifica la Ley de Adopción. En un debate dominado por la adopción homoparental, los autores piden enfocarse en la violencia con que el sistema trata a las familias pobres, la mayoría de ellas encabezadas por mujeres solas.
Cuando se discute sobre adopción en Chile el debate se suele centrar equivocadamente en tres puntos:
1) La lentitud del proceso para declarar a un niño o niña susceptible de ser adoptado.
2) Lo engorroso y lento que es para los postulantes a la adopción ser considerados idóneos.
3) Si nuestro país se abre o no a que las familias homoparentales puedan adoptar. Este último argumento es el que hoy mueve más a la prensa y los congresistas.
Lamentablemente estos focos han eclipsado los verdaderos problemas del sistema. Y dado que el diagnóstico es errado, las últimas tres administraciones de gobierno han impulsado reformas a la Ley de Adopciones que no resuelven el fondo del asunto.
Recientemente, por ejemplo, el Ejecutivo presentó una indicación sobre adopción al Congreso que consiste en acelerar los procesos de declaración de susceptibilidad. Dicha propuesta, en nuestra opinión, agrava la situación de los niños que el sistema busca proteger, y también daña el derecho que tienen las familias de origen para poder llevar a cabo un proceso de reparación y revinculación familiar.
Esta columna busca mostrar los errores que contiene esa reforma y, al mismo tiempo, llamar la atención de medios y legisladores hacia lo relevante: el papel que debe cumplir el Estado ante un niño o niña que ha sido vulnerado en sus derechos.
Una buena síntesis del mal diagnóstico que está haciendo la autoridad, se observa en una reciente nota de El Mercurio que da cuenta de una baja sostenida de los enlaces adoptivos en los últimos seis años: mientras en 2011 se registraron 660 adopciones, el año pasado hubo sólo 428. En ese artículo, la actual directora del Sename, Susana Tonda, explicó que, entre otras causas, la baja se debía a la tendencia a privilegiar “el vínculo del niño con su familia biológica más que el derecho de ese niño a vivir en familia”.
La afirmación de la directora del Sename es una idea extendida entre los organismos de infancia (Sename, colaboradores, Residencias de Protección y, en parte, los Tribunales de Familia), para los cuales hay una tensión y oposición entre familia biológica y la potencial familia adoptiva. En nombre del interés superior del niño, este argumento lleva a pensar que la familia de origen debe ser de algún modo borrada.
Sostenemos aquí que esa tensión es completamente artificial. Nuestro orden jurídico señala claramente la preeminencia y exclusividad de la familia biológica como entidad natural (o prioritaria) de desarrollo de los niños, otorgando un rol preferente a los padres y demás miembros de la familia extensa y comunidad de origen en cuanto al ejercicio de la crianza de sus integrantes. Por ello, la ley reiteradamente declara que es un deber primordial del Estado velar por la protección del rol preferente de los padres. Solo en carácter supletorio, excepcional y básicamente provisional, la familia nuclear puede ser sustituida por otras formas, como lo son la colocación familiar y la adopción.
“De ser aprobada la última indicación ingresada por el Ejecutivo al Congreso aumentará la probabilidad de que los más pobres sean privados de sus hijos, sin tener oportunidad real de fortalecer su habilidad de cuidar y proteger”.
Esta preeminencia y exclusividad de la familia biológica está consagrada también en el sistema internacional de los Derechos Humanos, respecto del cual nuestro sistema normativo es tributario. Ese sistema relega la adopción a un rol residual, como una medida de última ratio y solo a condición de que se haya agotado totalmente toda posibilidad de que el niño retorne a su familia de origen.
Tal declaración impone al Estado una serie de deberes de protección, apoyo y fortalecimiento de las familias de origen, de modo de procurar que los padres superen sus debilidades y deficiencias. Esto debiera traducirse en programas eficientes y suficientes, inversión de recursos, acceso a sistemas de apoyo social y comunitario y, fundamentalmente, oportunidades que permitan restituirle al niño o niña sus derechos, privilegiando el contacto estrecho con la comunidad y grupos familiares de donde proviene.
En ese sentido, la afirmación de Susana Tonda resulta preocupante. Aparte de subvertir el orden normativo que emana de los tratados y órganos a los que nos sometemos como Estado, sugiere que el vínculo del niño o niña con su familia biológica no tendría relación alguna con el derecho de vivir en familia. Con ello olvida que este derecho consiste en vivir con su familia y comunidad de origen y no en otras soluciones que, por más bien intencionadas que sean, no son prioritarias.
En ese discurso de Tonda hay claramente una descalificación de las familias de los niños y niñas que forman parte del sistema de protección de nuestro país. Al darles primacía a unas familias por sobre otras hay también un sesgo que es a la vez de clase, moral y político.
Tomando en cuenta lo anterior, la baja en materia de adopción registrada en los últimos seis años, podría indicar que más niños han vuelto a vivir con sus familias de origen; lo cual debería llevarnos a suponer que más familias han repotenciado sus habilidades de crianza. Si eso fuera así, sería una buena noticia. Pero esto no ha ocurrido.
El gran problema del sistema de adopción en Chile radica en que se ha creado un escenario irreal: que existen niños abandonados y que hay cientos de familias deseosas de acogerlos que ven frustrados sus deseos por la ineficacia del Estado.
Las estadísticas confirman, por el contrario, que el abandono como causa de ingreso al sistema de protección es absolutamente marginal. Es decir, el sistema de protección atiende a cerca de 10.000 niños y niñas que mantienen un vínculo con su familia de origen. La primera y más importante causa por la que ingresan a la red es la “negligencia parental”. A pesar de que las personas comunes asocian ese término con violencia y abuso dentro de la familia, el rótulo esencialmente enmascara la pobreza, exclusión e injustica de la que son víctimas las familias más vulnerables.
En un país donde -según un reciente estudio de la OECD– a una familia pobre le toma seis generaciones salir de esa situación, las condiciones de falta de trabajo y acceso a servicios de calidad llevan a que miles de hogares monoparentales, a cargo de una mujer, generen consustancialmente situaciones de desprotección que no dependen de una voluntad negligente, sino que son el resultado de un sistema fundamentalmente injusto.
“La afirmación de Susana Tonda resulta preocupante pues olvida que el derecho de los niños consiste en vivir con su familia y comunidad de origen y no en otras soluciones que, por más bien intencionadas que sean, no son prioritarias”.
Los inmigrantes empiezan a experimentar este trágico modo de funcionamiento de nuestro sistema al verse cuestionados y cercenados de todos sus vínculos de origen. Los operadores del sistema son muchas veces ciegos respecto a sus propios prejuicios y de los estigmas que le son impuestos a los grupos familiares que están en dificultad. La nueva Ley de Adopción no hace más que reforzar esta tendencia.
Lo que queremos remarcar es que la negligencia parental es, en muchos casos, el final de un proceso en el que las familias se enfrentan a un sistema que las expulsa, las desarraiga y les arrebata todo. En ese proceso, se observa la total ausencia del Estado en su rol de protección y deber de fortalecimiento de las redes comunitarias. Muchas familias, por ejemplo, no saben cómo reaccionar cuando sus hijos se acercan al consumo de drogas, o cuando presentan conductas desafiantes hacia sus padres, desertan de la escuela, se relacionan con personas de un entorno social conflictivo, etc.
Esas familias permanecen abandonadas en sus realidades sociales hasta que se deja caer sobre ellas el Estado a través de las conocidas medidas de protección. Cuando esto ocurre, ya se ha perdido un tiempo valioso y las familias deben enfrentarse al poder estatal sin defensa jurídica efectiva, sometidas a un procedimiento que no garantiza sus derechos, y, en muchos casos, ni siquiera el debido proceso.
Son familias precarizadas, que desean asumir el cuidado de sus hijos, pero no lo pueden hacer porque sencillamente el Estado ha sido negligente en su deber de apoyarlas cuando ellas están en problemas.
Es en estas condiciones cuando se inicia el proceso con miras a declarar la adopción de los niños y niñas de nuestro país.
Resulta legítimo entonces preguntarse si el Estado puede hacer un reproche a las familias que él mismo no ayudó.
Quienes están a cargo del sistema de adopción debiesen analizar si efectivamente el Estado cumple con el deber de fortalecer a la familia y de habilitar a los padres para conservar la custodia de sus hijos. Y también, si existen programas y trabajo previo para que las familias y comunidades de origen puedan volver a ofrecer un contexto bien-tratante y de cuidados.
Estas preguntas se vuelven urgentes al observar la última indicación ingresada por el Ejecutivo al Congreso. Al mismo tiempo que oculta la inacción sostenida del Estado en materia de fortalecimiento familiar, el proyecto castiga a las familias que requieren ayuda, planteando como causales para la adopción la negligencia parental (e incluso la presunción de negligencia). De ser aprobada, dicha indicación aumentará la probabilidad de que los más pobres sean privados de sus hijos, sin tener oportunidad real de fortalecer su habilidad de cuidar y proteger y así, recuperar a sus hijos.
Hoy miles de familias pobres y vulnerables que han sido privadas de sus hijos, sienten que los órganos del Estado intervienen desmedidamente en su ámbito familiar y les imponen exigencias y pautas de crianza desconectadas de su realidad y contexto. Ellas perciben que sus modos de vida y conductas son vistos como reflejo de negligencia, porque se los escruta desde una posición de perfeccionismo moral que nadie que está dentro del sistema puede tener.
Por ejemplo, se reprocha que una madre o abuela vinculada con el niño internado, destine más tiempo a cuidar los hijos de sus patrones que los propios. Con ello se argumenta un supuesto desinterés en el niño internado, siendo que el trabajo de asesora del hogar es el único modo de subsistencia que ellas han podido encontrar.
“El sistema de protección atiende a cerca de 10.000 niños y niñas que NO están abandonados, sino que mantienen un vínculo con su familia de origen”.
La realidad es que centros residenciales que han mostrado prácticas maltratantes con los niños que tienen a su cargo, también lo hacen de forma sistemática y crónica con sus familias de origen, reforzando aún más su exclusión. Al respecto se sugiere revisar los resultados de informes del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) sobre la manera en que las familias son impedidas de volver a vincularse con sus hijos para apoyar procesos más rápidos de egresos. Lo que esta actitud no toma en cuenta es que la nueva vinculación del niño o niña con una familia adoptiva se vuelve imposible, porque en vez de tener una actitud reparatoria se tiene una acción mutiladora de los orígenes y la historia del niño.
Dicho de otra manera, adopciones “a la rápida” prolongan el sufrimiento de los niños/as y favorecen el fracaso post adoptivo, pues dejan inconclusos los necesarios procesos de duelo para la integración del niño a una nueva familia. Esta es posiblemente la razón de base de los fracasos en los enlaces adoptivos conocidos en la prensa, como por ejemplo, la niña chilena abandonada por su familia adoptiva italiana.
La adopción no se resuelve inhabilitando rápidamente a las familias de origen, sino interviniendo con los recursos necesarios para que las familias excluidas por el sistema no sean nuevamente vulneradas y puedan asumir responsablemente la mejor opción para el niño que está en dificultad.
En ese sentido, preocupa que miembros de organismos acreditados para llevar adelante procesos de adopción, consideren que “se ha ido instalando una mirada extremadamente biologicista que a toda costa busca que los niños permanezcan con su familia biológica”, como sostiene, en la citada nota de El Mercurio, la directora de adopción de Fundación Mi Casa, Raquel Morales. Si todo el sistema normativo pone a la familia biológica y especialmente a los padres como el foco del esfuerzo que debe hacer el Estado por fortalecer la dimensión de cuidado y crianza de los hijos, la imputación de “biologicismo” carece de justificación.
La falta de un diagnóstico adecuado en el tema de adopción hace que la reforma a la ley que se ha presentado reproduzca la segregación social, cultural y económica de nuestro país.
Por ello, proponemos una nueva ley que sea capaz de entender la honda fractura social, económica y cultural que nos atraviesa. La reforma debe incluir el trabajo con la familia de origen del niño o niña y la posibilidad permanente de que mantenga vínculos con su comunidad de origen y no esperar a que ello sea tan solo el resultado del esfuerzo que, individualmente, cada niño o niña adoptado debe emprender a solas cuando deviene adulto.
“En un país donde a una familia pobre le toma seis generaciones salir de esa situación, la falta de trabajo y acceso a servicios de calidad llevan a que miles de hogares monoparentales, a cargo de una mujer, generen situaciones de desprotección que son el resultado de un sistema fundamentalmente injusto”.
La adopción no debe entenderse nunca como un trabajo de desvinculación, sino, por el contrario, como una labor de protección de los vínculos, de manera tal de crear puentes sobre una división nacional que no puede seguir reproduciéndose a través de nuestras leyes.
En ese sentido, es necesario remarcar que los procesos de adopción no pueden contener un trabajo de desvinculación de los niños con sus hermanos, que es lo que se ha venido haciendo hasta hoy. Una situación de negligencia parental no debe tener como consecuencia adicional la aniquilación del vínculo fraterno, que es de lo poco que subsiste luego de una tragedia en el seno de la familia de origen. Tal vez sea hora de pensar incluso, en legislar sobre la figura de la “adopción abierta” (aquella que mantiene los vínculos de origen), como una alternativa para aquellos casos en que el niño que va a ser adoptado pueda a la vez mantener los vínculos con su familia de origen.