CIPER REPRODUCE ESTE REPORTAJE ORIGINAL DE NEW YORK TIMES
Nicaragua: el misterio de las revoluciones
31.05.2018
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CIPER REPRODUCE ESTE REPORTAJE ORIGINAL DE NEW YORK TIMES
31.05.2018
¿Qué es lo que hizo que Nicaragua, una sociedad disciplinada durante años por la mano de hierro de Daniel Ortega, se volviera un pueblo en pie de guerra? Martín Caparrós viajó al país que está viviendo la mayor masacre de su historia en tiempos de paz, para tratar de responder a esa pregunta.
Vea la publicación original de este reportaje en New York Times
MANAGUA — “Esto hace un mes no se podía ni siquiera imaginar”, dicen, repiten. Lo escuché tantas veces estos días, en Managua: que nadie —nadie es nadie— lo previó, que todos creían que Ortega era una roca, que fue una gran sorpresa, que dura todavía. Que ahora quién sabe lo que va a pasar.
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¿Cómo empieza una revolución?
¿Por qué empieza una revolución?
Nicaragua estaba hundida en un sopor de años. La gobernaba con mano de hierro y de banderas y de dólares una de las parejas más coloridas del continente verde loro: el comandante Daniel Ortega Saavedra, de 72 años, y su esposa y vicepresidenta y poetisa y hechicera Rosario Murillo Zambrana, de 66. Ortega ya gobernó Nicaragua once años entre 1979 y 1990 y otros once desde 2007, y no quiere dejarlo. Como otros jefes latinoamericanos recientes, se entregó a la tentación de sí mismo; para cumplirla, armó una constitución que le garantizaba la reelección eterna. Y nadie parecía en condiciones de impedirlo.
Su base era sólida: le había dado a la Iglesia católica un espacio de peso y las leyes más duras del mundo contra el aborto; les había dado a los empresarios más ricos las garantías y las facilidades y más y más negocios; le había dado satisfacción al Fondo Monetario Internacional. Durante varios años su país había crecido al cuatro por ciento anual; hasta que la caída de Venezuela resquebrajó el espejo. Pero mantenía el apoyo de un buen tercio de la población, la tolerancia de otro, la obediencia de los empleados públicos, el sostén activo del ejército, el control férreo de la policía y los parapoliciales, el hastío indolente de los jóvenes.
La política de palo y zanahoria funcionaba, pero empezó a escasear la zanahoria. A mediados de abril, apurado por problemas de caja, el comandante Ortega decidió anunciar un recorte de las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Sus aliados empresarios se sorprendieron: normalmente, el comandante consensuaba esas políticas con ellos, y esta vez no lo hizo. Era un tropiezo, nada grave. Tampoco lo serían las dos o tres pequeñas marchas con que unos pocos viejitos intentarían rezongar. Pero en la de León, la segunda ciudad del país, el 18 de abril, unos muchachos sandinistas atacaron a los viejos. Las imágenes inundaron las redes sociales. Esa tarde, estudiantes decidieron protestar. Eran tan pocos que se citaron en un paseo de compras de la periferia de Managua, Camino de Oriente, con la esperanza de que allí no llegaría la larga mano.
Llegó. El gobierno de Daniel Ortega siempre se tomó en serio aquello de que el Estado debe tener el monopolio de la violencia. Para eso cuenta, por supuesto, con una policía y un ejército, pero también con esos grupos de matones que los nicaragüenses llaman “la turba” o “los motorizados”. Suelen llegar en moto, suelen estar empleados en alguna dependencia estatal, suelen intervenir cuando hay que defender la causa popular con cachiporras o, si acaso, plomo. Esa tarde, en aquel mall, empezaron a repartir palazos, a robar a periodistas, a quebrar cabezas. Bajo la atenta mirada de la policía. Era el remedio habitual para los muy escasos revoltosos: los ponías en su lugar y se calmaban. Pero esa noche miles los vieron por televisión, miles por las redes y sintieron que ya era suficiente. Al otro día, miles y miles salieron a la calle.
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#1. Darwin Urbina era un trabajador y era coqueto: tenía un corte de pelo complejo, una barbita, cierto cuidado con la ropa, su sonrisa confiada; le iba bien con las chicas, se gustaba. Esa tarde, 19 de abril, volvía de su trabajo en un supermercado cuando vio que unos muchachos de la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli) estaban armando barricadas porque la policía y los motorizados los corrían. Darwin reconoció a algunos —años antes había vendido tamales en los claustros— y decidió ayudarlos: hacía años que en Managua no pasaba nada semejante. Los muchachos estaban excitados: rompían tabúes, prohibiciones, abrían —quizás— algún camino. La policía se acercó, amenazadora; ellos cantaron el himno nacional. Se oyeron los disparos; Darwin cayó con el cuello partido.
Cuando su hermana Grethel por fin lo encontró en la morgue judicial, el forense le dijo que su muerte había sido instantánea, que no había sufrido. Y un policía de civil le sugirió que dijera que la bala vino de los estudiantes, pero ella se negó porque sabía que no estaban armados. Así que las autoridades lo dijeron, y también dijeron que Darwin era un vago, un ladrón: en esas horas, todavía, era una muerte sola, aislada, y era más fácil decir cosas. El gobierno confiaba: siempre supusieron que si algunos se pasaban de la raya había que amedrentarlos y si los palos no bastaban, alcanzaría con matarles un par para que se calmaran.
Pero esta vez algo falló: lo que siempre había funcionado les falló. Esa noche hubo dos muertes más y al otro día en lugar de la calma fue el desmadre: la calle estaba llena de batallas. El débil ya no quería seguir siéndolo; el fuerte ya no supo qué hacer. Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, salió a decir que los culpables “parecen vampiros reclamando sangre. […] Son esos grupos minúsculos, esas almas pequeñas, tóxicas, llenas de odio. […] Son esos seres mezquinos, seres mediocres, seres pequeños, esos seres llenos de odio que todavía tienen la desfachatez de inventarse muertos. Fabricar muertos, cometer fraudes jugando con la vida es un pecado”. Si quería asustarlos no lo pudo hacer peor: sus injurias avivaron el fuego, terminaron de convencer a los dudosos. Con esas muertes, con esas palabras, Nicaragua empezaba a ser distinta.
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Si alguien supiera cómo empiezan las revoluciones sabría casi todo. Una revolución es un cambio radical en el estado conocido: llega cuando todo lo que dábamos por cierto deja de serlo de repente. Cuando los jóvenes indolentes se deciden a jugarse la vida, cuando los empresarios satisfechos se pelean con su gerente general, cuando los curas dejan la sumisión y encuentran su misión, cuando el hombre fuerte se hace débil y ya nadie le teme.
—A ese ya lo aguantamos demasiado tiempo. No, yo tampoco sé por qué. No sé por qué lo aguantamos ni por qué dejamos de aguantarlo.
Me dice Suri, sus 25 años, estudiante, ocupante de la Upoli. Estamos en un pasillo del tercer piso de un edificio moderno, sus vidrios, sus baldosas, sentados en el suelo; un gran cartel institucional dice que la Upoli “educa a sus estudiantes para servir de acuerdo con el modelo de Jesucristo; para ser líderes con espíritu emprendedor, creativo, investigativo y altamente competitivos en el contexto mundial”.
—Pero qué bueno que ahora hemos vuelto a ser nosotros, ¿no?
Nadie sabe por qué suceden esas cosas, por qué el vuelco. Solo podemos constatarlo después, cuando es un hecho. Es fácil, ahora, decir que fueron esas muertes: que los nicaragüenses no soportaron esas muertes. Es difícil saber por qué un gobierno que supo como ninguno mantenerlos tranquilos, satisfechos, temerosos, de pronto perdió pie y se lanzó a su propio abismo.
—Yo decidí venir acá porque no soporté que nos siguieran matando a los nuestros, pensé que tenía que hacer algo.
Dice Suri; lo pensaron tantos. El 20 de abril ya se sabían diez muertes por las balas policiales y parapoliciales. Varias universidades estaban tomadas, el país perplejo, miles de hombres y mujeres en las calles de todas sus ciudades. Ya no solo protestaban contra el gobierno de Ortega; pedían, también, justicia por los muertos.
—Lo vamos a sacar. No sabemos cómo, pero lo vamos a sacar, porque queremos ser libres, queremos a nuestra Nicaragua libre, que brille nuestra bandera azul y blanca.
Suri prefiere no decirme su nombre; sí me dice que ha trabajado en muchas cosas, pero que ahora está desempleada y estudia mercadotecnia en el nocturno. Tiene un bebé de quince meses; sus padres le ayudan a criarlo. Ya lleva un mes de toma; solo puede ir a su casa algunas noches. Suri es flaquita, cara redonda, dulce, casi triste: el pelo negro que le cae en los ojos, la mirada de quien ha visto demasiado.
—Vos no sabés cuánto lo extraño.
Me dice, hablando de su hijo. Como en todas las zonas remotas del imperio, aquí también los españoles se trataban de vos. Suri tiene un cometido:
—Mi trabajo aquí es asegurar el suministro alimenticio, me encargo de que esté preparada la comida para todos los que andan luchando, estamos hablando de más de 600 comidas tres veces al día.
Dos metros más allá hay un cartel pintado a mano: “Que tengan miedo ellos, porque nosotros ya no lo tenemos”. No siempre es cierto; Suri tiene, pero igual está acá:
—No, yo no tengo la capacidad para andar en las trincheras, lanzando morteros. Primero que todo porque tengo un bebé. Yo los ayudo desde acá, pero ir afuera y que se venga la policía… creo que ahí nomás me desmayo. No todas somos iguales, hay algunas que sí son guerrilleras, pero yo…
No todas son iguales; Dolly, militante feminista, me dirá que se fue de la Upoli porque no quería participar de “una toma de machos”:
—Quienes están al frente de las trincheras son los chavalos, y eso tiene que ver con nuestra cultura. Hubo un momento en que ellos, cuando empezaron a tener estos liderazgos bien machos, a mí me mandaron a la cocina y entonces yo los mandé a comer mierda.
Dice, cuando le pregunto por qué será que todas las víctimas de la represión sandinista son hombres. La Upoli es la universidad más combativa: en su toma participan muchachos de los barrios difíciles que la rodean. Alrededor del edificio central hay un gran parque, una puerta muy custodiada, muchachos que se pasean con morteros; más allá, las calles están cortadas con barricadas de adoquines —“las trincheras”—; los que las cuidan vienen aquí a comer, descansar, curarse si les toca. Aquí hay muchachos embozados con pañuelos que caminan como si el suelo fuera su enemigo; hay grupitos que charlan en susurros, hay miradas. Hay una sala donde fabrican las bombas para los morteros: las cuatro onzas, las media libra, que explotan y hacen más ruido que daño pero igual. Y hay, en tres aulas de la planta baja, un hospital de campaña improvisado que atendió, en estas cinco semanas, a más de 120 heridos. Y sufrió varios muertos. Lo montaron porque en los hospitales públicos no los atienden o los detienen.
—Aquí no solo somos estudiantes, aquí está la población apoyándolos.
Me dice un hombre que no me va a decir su nombre, treinta y tantos años, el cuerpo ancho, un tatuaje de Guevara sobre un hombro, barba de varios días, una herida de bala en una pierna. Está tirado en un catre de fortuna, dos bancos que sostienen una colchoneta, su botella de suero, sus vendajes.
—Yo soy conductor de camiones pero también quise ayudar a la causa. Cuando hubo el primer fallecido fui a dejar víveres con un grupo de mi barrio, pero vimos lo que pasaba y decidimos quedarnos con ellos. Estoy desde el principio, manejo como a 35 muchachos, pero ya no puedo volver a mi casa porque me tienen fichado…
—¿Y cuándo vas a poder volver?
—No, yo ya no puedo. Si esto no se aclara, si el dictador no se va, yo ya no voy a poder volver.
—¿Y te parece que se va aclarar tan rápido?
—Bueno, todos tenemos la confianza de que no haya que llegar a una guerra civil. Pero si nos va a tocar…
Dice, recostado en su catre, la sonrisa ancha. Le pregunto por qué tiene a Guevara en el hombro.
—Porque es un revolucionario, una persona que anduvo en varios países ayudando las revoluciones.
—¿ Y vos te considerás un revolucionario?
—Hacia mi patria, sí. Yo quiero una nación donde todos seamos iguales, que tengamos los mismos derechos, con libertad, que todos podamos hablar sin ser reprimidos. Esto es una dictadura y tenemos que liberarnos de ella.
Dice el hombre que yace. Suri, más tarde, me dirá que se desespera cuando ve llegar a los heridos, que ojalá se acabara; yo le pregunto cómo cree que se terminará.
—No sé. Si no ganamos, esta lucha va a ser en vano, las muertes de los que murieron van a ser en vano y todo quedará como si nada. Y a nosotros nos van a empezar a cazar y vamos a ir desapareciendo uno a uno…
—¿Y te parece que eso es lo que va a pasar?
—Yo espero que no, que podamos echarlo. No queremos a este señor en el poder, no puede seguir ahí, es un genocida. Ayer llegó un muchacho al que una camioneta de la turba lo atropelló y lo destrozó; yo tuve que prepararlo. Y después vino el papá de ese muchacho y ver el rostro de ese señor me partió el alma, no hay palabras. Me imagino cómo se sentirá mi madre de verme en ese lugar…
Dice Suri, y me muestra las fotos de los muertos: muchas, brutas, pavorosas las fotos de los muertos.
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#5. Álvaro Conrado quería ser bombero o policía. Quién sabe si lo hubiera sido: cuando uno tiene quince años la vida es una incógnita llena de tentaciones. Pero esa mañana, viernes 20 de abril, decidió ir a ayudar a los estudiantes que, desde el día anterior, se peleaban con la policía. Álvaro tenía anteojos, un gran mechón de pelo negro, muy buenas notas en la escuela; tocaba la guitarra, hacía acrobacias con su patineta, corría en el equipo de su colegio de jesuitas. Así que, cuando se presentó en la Universidad Nacional de Ingeniería, lo pusieron a correr entre las barricadas llevando agua y bicarbonato a los muchachos que los necesitaban para aguantar los lacrimógenos. Los policías los atacaban con gases y balas, los estudiantes se defendían con piedras y bombas molotov. Álvaro corría cuando sintió ese tiro en el cuello. Nadie supo de dónde venía; los estudiantes sospecharon que había francotiradores apostados en un estadio de béisbol vecino.
Álvaro cayó; le salía mucha sangre pero estaba consciente: mientras lo cargaban en brazos entre varios —su jean manchado, su camiseta roja— gritaba me duele respirar, me duele mucho. Sus amigos lo metieron en un coche y lo llevaron a un hospital público —el Cruz Azul— donde no quisieron recibirlo; se dice que había órdenes del gobierno de no atender a los manifestantes. Se desangraba; cuando llegó a un hospital religioso donde sí lo aceptaron ya era tarde. Los medios, ahora, lo han bautizado “el Niño Mártir” y los manifestantes llevan su imagen con anteojos en fotos y pancartas. Álvaro, tan chiquito, se ha vuelto la cara de estos días.
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Dicen que existe un plan para poner nombres y números a las calles de Managua, y que la cooperación japonesa prometió apoyarlo, pero por ahora las direcciones en la ciudad son azarosas — “de la loma de Chico Pelón una cuadra al lago y tres arriba” o “del Pharaohs Casino dos abajo y una y media al sur”—, un reducto de resistencia a Google Maps. Managua no es misteriosa, solo incomprensible. Managua es ancha y chata, temerosa: hecha de casas bajas para que no se caigan cuando tiemble. Managua no tiene un centro claro, se desmembra; cada tanto hay algún centro comercial o un barrio de casonas o casitas, cada tanto un vacío: una ciudad sin terminar. Y, cada poco, los árboles famosos.
La Iglesia católica siempre supo que el primer imperativo de una fe es ocupar su espacio y llenó los suyos de iglesias y de cruces. Los Estados lo saben y lo colman de estatuas y banderas. El gobierno de los Ortega, medio fe medio Estado, lo atiborró con sus “árboles de la vida”. Hay unos 140 repartidos por toda la ciudad. Se basan en una pintura de Gustav Klimt, 1905, y están llenos de firuletes y sentidos ocultos y pistas esotéricas: la Cábala, la Biblia y otros libros de la tradición materialista dialéctica. Cada “árbol” es una estructura metálica de unos veinte metros de alto, 25.000 dólares de costo, tanto valor simbólico: deberían representar la paz y el amor y esas cosas pero significan, más que nada, el poder de Rosario Murillo.
Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, tiene anillos en todos los dedos, un programa diario en tres canales oficialistas, tanto mando y el odio de varios millones de nicaragüenses. Incluidos muchos sandinistas. En la economía política que suele ordenar las dictaduras, ella es la mala, la culpable, la que hace que su pobre marido haga cosas horribles: un personaje así suele ser útil. Por eso no solo le dicen “la Chayo”, el apodo de Rosario, sino también “la Chamuca” (la bruja, la hechicera). Por eso a sus árboles no solo los llaman “arbolatas” sino, sobre todo, “chayopalos”. Por eso la noche del 20 de abril, cuando unos manifestantes derribaron el primero, pareció que sucedía algo serio.
Y era que miles de jóvenes se habían decidido: que la calle, que el sandinismo controló durante tantos años, se volvía un lugar disputado. Y que el silencio que cubría al país se rompía en gritos. Era una gran sorpresa. Cuatro años antes, cuando el gobierno de Daniel Ortega decidió poner wifi gratis en los parques y plazas, algunos denunciaron la maniobra: esas conexiones servirían para mantener a los jóvenes entretenidos con sus chats y fotitos y demás pavadas. No que lo necesitaran: todos decían que eran los más apáticos y frívolos de la historia, tan distintos de sus mayores, que se la habían jugado en guerras y revoluciones. Ahora, de pronto, esas redes que debían mantenerlos en su babia se habían vuelto su arma, su instrumento: gracias a ellas se llamaban, se reunían, se pasaban consignas e instrucciones, resistían.
Y las imágenes de la reacción venían de todas partes, grabadas por los participantes. Algunas eran tremendas: la crueldad de un ataque, la agonía de un herido, el dolor de una muerte. La televisión oficial seguía mintiendo calma, pero el truco ya no funcionaba. Pronto intentaron mejorarlo: mandaban noticias falsas —imágenes antiguas o amañadas— por las redes sociales para después decir que eran inventos y desacreditar a las demás. “Te dijeron tal y cual y te mintieron”, decía una minicampaña oficial de desprestigio en las redes. Y poco después cortaron el wifi de las plazas, pero ya ni modo: las grabaciones siguieron su camino.
—Esto es clave. Esto cambió la historia.
Me dice, ahora, el periodista de una radio independiente mostrándome su móvil. Ahora, la ciudad está tomada por los que se callaban: en cada rincón, en cada esquina puede haber un grupo de estudiantes, de vecinos, de hombres y mujeres con banderas azul y blanco que protestan, que exigen que se vaya.
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#9. El sacrificio de su madre había dado resultado: a sus treinta años, Michael Humberto Cruz tenía un bebé de cinco meses, un carro, un buen pasar y cursaba un posgrado en su universidad, la Upoli. Su madre, Rosa Amanda Cruz, había emigrado al norte dieciocho años antes y consiguió trabajo en un restaurante mexicano en San Mateo, California. Nunca más vio a Michael, porque no tenía papeles y si salía de Estados Unidos no podría volver pero, gracias a sus remesas, el muchacho estudió, se fue haciendo una vida. Se hablaban todos los días: aquella mañana, el 21, Michael le dijo que iría a apoyar a esos compañeros de la facultad que habían salido a defender a los ancianos; Rosa le pidió que no fuera, que era peligroso y él le dijo que no podían permitir que el gobierno le sacara la plata a su abuelo y a todos los abuelos, y que no se preocupara, amita, que no le iba a pasar nada.
Estaba en una barricada de la Upoli cuando dos balazos en el pecho lo mataron en el acto. Su madre llegó a Managua esa misma noche: sabe que ya no podrá volver a Estados Unidos, pero le da lo mismo: “Yo estaba allá por él, para darle una educación, una vida. Ahora ya qué me importa”.
(Mientras me lo contaba, en una manifestación de banderas azul y blanco, un hombre mal afeitado, camisa abierta, reloj naranja, nos miraba, nos fotografiaba. Rosa lo miraba de reojo; su hermana me dijo que era habitual: que las siguen, las intimidan, intentan asustarlas).
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En la carretera que va de Managua a Masaya hay una rotonda que se llama Ticuantepe; allí, como en otras, había un chayopalo. Un día de abril cientos de protestantes —los llaman “protestantes”— lo derribaron y remplazaron con una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada. Pero poco después vinieron los sandinistas encabezados por la alcaldesa, la rompieron y pusieron en su lugar una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada. Al otro día los rebeldes volvieron y sacaron esa imagen de la virgen de Cuapa y pusieron otra imagen de la virgen de Cuapa. Y así de seguido. Hasta que intervino el señor cura, llamó a la paz y la conciliación y terminaron acordando en poner a la virgen de Cuapa de los rebeldes en el centro y la virgen de Cuapa de la alcaldesa en un rincón: fue, sin duda, una gran victoria de las fuerzas del cambio.
—Acá hay curas que nos han mostrado cómo es estar cerca del pueblo.
Me dice Chan Carmona un poco más allá, en Monimbó, y me cuenta que en uno de los momentos más brutos del enfrentamiento hubo una tregua cuando el cura párroco, César Augusto Gutiérrez, llegó hasta allí, los reunió, les dijo que la iglesia apoyaba los reclamos justos, les pidió que respetaran la vida y los hizo rezar un padrenuestro. Y se quedó en la calle y habló con la policía para que no tiraran a matar y pidió por los presos; más tarde se desmayó por el gas lacrimógeno.
—Hay curas que son casi más huevones que nosotros.
“Huevón” en nica significa valiente y Monimbó es un barrio indígena con una larga tradición de resistencia, pero la historia no es original: en muchos rincones del país curas mediaron, se interpusieron, apoyaron reclamos, atendieron heridos, intentaron moderar la violencia. Y el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, acompaña las protestas y la conferencia episcopal convocó la mesa de diálogo donde ahora se discute algo que no termina de estar claro, quizás el destino del país.
—Yo los respeto. Mucho no me gustan, pero estos días los respeto. Se lo ganaron en la calle.
Chan Carmona es un muchacho flaco, fibroso, alto, la barba negra y los ojos hundidos de días sin dormir. Chan es un líder de los rebeldes de Monimbó y me muestra los rincones y las barricadas y me cuenta dónde se paraban y cómo rechazaron a la policía, y me explica que no se puede soportar más que esos del gobierno vivan así mientras ellos tienen que trabajar como perros para ganar cien córdobas. Que se tienen que ir, que son unos aprovechados y unos dictadores y unos genocidas. Y que lo están siguiendo, que lo tienen marcado. Yo le pregunto qué va a hacer.
—Nada, qué querés que haga; seguir en la pelea. Si me matan todos van a saber quién fue.
—¿Pero no tenés miedo?
—Miedo, miedo… Bueno, es mi vida. Me gusta, me gustaría seguir en esta joda. Porque ya muerto, pa’ qué.
Dice, y se ríe. En el colegio salesiano de Masaya, justo al lado, cientos de vecinos reciben a la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que viene a recibir denuncias. Un líder local discursea desde las escaleras del colegio:
—¡A nosotros no nos mueve ninguna ideología ni partido, sino el amor por nuestro pueblo y nuestra patria!
Grita, robusto y atildado, y da vivas geográficas: a Nicaragua, a Masaya, a Monimbó. El rechazo a los partidos se oye en todas partes: casi todos dicen que no son políticos, que no hacen política, que repudian a los políticos y a la política y a todo lo que esté “politizado”. Mientras toman la calle para voltear a un gobierno, pura política en acción. Magias de la palabra: por algunas se pelean, de otras huyen.
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#14. En Estelí, a 150 kilómetros de Managua, a Franco Valdivia lo conocían por su nombre artístico, el rapero Renfán. Franco tenía 24 años, estudiaba tercero de abogacía y trabajaba de carpintero para pagar sus gastos y los de su hija de cuatro. Estelí es una ciudad mediana, tranquila, templada, “un bastión sandinista” o “la ciudad mil veces heroica”; no es el lugar más apropiado para un rapero, pero Renfán seguía peleándola. Con un grupo de amigos solía grabar sus canciones y subirlas a YouTube: estaban bien hechas, criticaban los abusos y la corrupción y conseguían visitas.
El 18 de abril subió a su Facebook un poema en tono rapeado: “Hoy es un gran día para morir. / Por no elegir el camino que la corrupción / nos quiere hacer seguir. / Y aunque a mi vida días le reste / seguiré diciendo verdades cueste lo que cueste. / Sandino tenía un sueño y les / aseguro que no era este”. En ese momento Nicaragua era una siesta y sus palabras parecían solo palabras; esa noche los estudiantes de Managua salieron a la calle, y el 20 la agitación llegó a Estelí, se volvieron proféticas. Franco fue al parque central a sumarse a las protestas que tanto había cantado. Dos horas después, un disparo que pareció venir de la alcaldía le entró por el ojo izquierdo y lo mató. Otra de sus canciones se llamaba Pilatos: “No hay olvido sin sepultura / para quien lucha por lo que es. / Que la muerte me regrese / lo que la vida me ha quitado”.
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Estos días, en Nicaragua, la vida se ha vuelto diferente. La política —tan denostada— ocupa tanto espacio: las personas piensan en asuntos en los que no pensaban, se preguntan cosas, se imaginan. Una revolución es el momento en que cambian las preguntas, en que se puede no tener respuestas. Estos días, en la ciudades nicas, la vida es diferente: en las calles puede pasar, a cada momento, cualquier cosa.
En estos últimos años Managua se jactaba de ser la capital más tranquila de la región; ahora es una ciudad sacudida por su historia: en cada rincón una bandera, personas que las agitan, gritan algo. Hay barricadas, cortes de ruta —“tranques”—, pequeñas manifestaciones —“plantones”—, grandes marchas. Hay, sobre todo, un estado de expresión permanente, de gente que se calló la boca mucho tiempo y ahora habla y disfruta de hablar y trata de olvidar esos silencios. Y, mientras, los negocios están medio vacíos y las calles están medio vacías y el miedo medio lleno, la incertidumbre entera.
—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!
Gritan ahora miles de personas con banderas rojas y negras y azules y blancas: marchan para apoyar al gobierno sandinista. Es sábado a la tarde, hace un calor estrepitoso, y a lo largo de la avenida De Bolívar a Chávez —se llama así: De Bolívar a Chávez— hay pantallas gigantes que nos muestran los muchos que somos y lo bien que revoleamos los colores. Aquí en la vida real, bajo este sol hiperreal, la cosa es más modesta: no parecemos tantos, y las docenas de micros que los trajeron, y la sospecha de que muchos son empleados públicos que castigan si no vienen.
—¡Viva la paz, viva el amor!
Grita una locutora y suena “Solo le pido a Dios” en versión caja de ritmos, y después la locutora habla de Sandino. Augusto Sandino se definió, hace noventa años, como “el general de los hombres libres”. Y así lo registró la historia. Pero la historia cambia más que nada y ahora la locutora lo presenta como “el general de los hombres y mujeres libres”: efectos del #MeToo.
—Estamos encendiendo la llama del sagrado derecho de vivir en santa paz, iluminados por el espíritu de Sandino y guiados por el saber del comandante Daniel Ortega.
Dice la locutora y, por alguna razón que me escapa, nadie contesta amén. Allá arriba, una cara gigante de Chávez nos mira desde lo alto de su arbolata/chayopalo. Aquí abajo, sobre el asfalto medio derretido, se pasean muchachos con morteros, señoras con tacones, señores con anillos, señoras con chancletas, señores con las manos callosas arruinadas: hay mucho espacio sin llenar.
—Esos vándalos van a tener que entender que acá se necesita paz.
Me dice un muchachón fornido, su gorra para atrás, su cuello con tatuajes, su camiseta verde camuflaje, hablando de los estudiantes y demás rebeldes. Para un país que estuvo en guerra tantos años la narrativa de la paz es decisiva. Entonces todos se reprochan mutuamente haberla roto, y el gobierno ha decidido hacerla su estandarte.
—Y lo van a entender por las buenas o por las malas, como quieran.
Dice el muchachote. El gobierno, que siempre dijo que la calle era suya, ahora la está peleando (y no parece que gane la pelea). Esa misma tarde, en León, decenas de miles de personas se juntan para exigirles que se vayan. Al día siguiente, domingo a la mañana, en una rotonda de Managua, unos cuantos revolean banderas azul y blanco. La pelea por los colores es tenaz: durante décadas, el rojo y negro fue la divisa sandinista; desde que los opositores sacaron la nacional, azul y blanca, los sandinistas empezaron a usarla también: no podían entregarles a sus enemigos el color de la patria.
—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!
Gritan también los protestantes, insistiendo en la fake news más repetida de las últimas décadas. Los dos bandos se pelean por las mismas palabras, las mismas consignas, las mismas canciones: todo el refranero izquierdista de los años setenta, que tantos tratan de olvidar, aquí es un botín que se disputa. Una señora pasa en silla de ruedas con un cartel escrito a mano en el regazo: “El poder reside en el pueblo. Es el pueblo el que pone y quita gobiernos”, dice, firmado por Daniel Ortega, 1979. La guerra por la palabra es usar la palabra como búmeran: a nadie se le aplica mejor lo que dijiste que a vos mismo. Y la señora reclama su legitimidad: forma parte de las Madres de Abril, la asociación de las madres de las víctimas.
—¿Sabés qué pasa? Que las canciones y las consignas volvieron al pueblo. Las tenía secuestradas esta dictadura, pero ahora son nuestras otra vez.
Me dice una chica de 15 o 16 años. En un altavoz suena el hit del mes, Mercedes Sosa con “Que vivan los estudiantes”, pero las vuvuzelas lo tapan inclementes. Un pequeño grupo de mujeres grita que no queremos pitos queremos consignas; nadie les hace caso. Los coches que pasan por la avenida ondean sus banderas: todo suena muy patrio. Hay mezcla, mucha mezcla: desde un cartel bien clasista —“En un país gobernado por un ignorante, los profesionales son la amenaza”— hasta los que reclaman más igualdad y menos hambre. La explosión de palabras es puro gozo, felicidad en verbo:
“Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas”.
“Tanto valiente sin armas y tanto cobarde armado”.
“Te permitimos todo, Daniel. Pero no hubieras matado a los chavalos”.
Y hay metamorfosis: de la vieja consigna sandinista que propone “Patria libre o morir”, alguien pasó a “Patria libre o vivir” y alguien, más cuidadoso, a una opción razonable: “Patria libre para vivir”. Y los gritos que dicen que no se confundan, que “No eran delincuentes, / eran estudiantes”, y los que definen la confusión central, que “Daniel, / Somoza, / son la misma cosa”. Y, sobre todo, aquel hit sandinista recuperado por los que quieren derrocarlos: “¡Que se rinda tu madre!”.
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#24. Cuando Ángel Gahona tenía 5 años, en 1981, su maestra de Bluefields, una ciudad pequeña del Caribe, hizo que los chicos repitieran que eran hijos de Sandino; el pequeño Ángel se negó. Después explicó que quizá los otros fueran, pero que él sabía que su papá se llamaba Ángel, como él. Pronto su familia tuvo que huir a Venezuela, corrida por la guerra; allí pasaron privaciones y Ángel empezó a trabajar antes de sus 10 años. A su vuelta consiguió estudiar periodismo en una universidad de su región Caribe; durante años trabajó en lo que pudo —vendedor de comida o de chatarra o de comida chatarra, gerente de un cíber— hasta que, ya casado, pudo fundar con su mujer Migueliuth Sandoval un pequeño diario digital: El Meridiano. Lo hacían entre los dos y conseguían sobrevivir; Ángel recorría la ciudad en su moto saludando a todos, iba a las misas evangélicas, criaba a sus dos hijos, se vestía de chef y cocinaba, había empezado a estudiar para abogado.
Ese domingo 21 las protestas llegaron a Bluefields; Ángel y Migue pensaron en salir a transmitirlas, pero alguien tenía que quedarse con los chicos. Decidieron que ella; él temía lo que pudiera pasar y se fue solo. En un Facebook Live, ya de noche, Ángel muestra a unos jóvenes que tiran piedras contra la alcaldía; después dice —su voz en off en el video— que “vamos a buscar dónde refugiarnos ya que la policía se dirige hacia acá”. Los enfoca, muestra su llegada y la relata y, de golpe, la imagen se conmueve y funde al negro y solo se oyen gritos. Una bala le ha atravesado la cabeza; el video de un compañero lo muestra en el suelo, ensangrentado, muerto. Nadie sabe quién, nadie sabe por qué; se sospecha de un francotirador oficial u oficialista, pero la justicia prefirió acusar a dos muchachos que ni tenían armas ni estaban allí. El mejor truco para no resolver un caso como este es pretender que ya lo resolviste.
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El miércoles 16 de mayo un muchacho conmovió al país. Esa mañana se inauguraba la Mesa para el Diálogo que había convocado la Iglesia católica en su Seminario Interdiocesano. Se encontraban las partes en conflicto: los estudiantes, las federaciones campesinas, las patronales, los obispos, la “sociedad civil”, el señor presidente y su señora vice. El protocolo preveía que Daniel Ortega hablara primero; estaba a punto de hacerlo cuando Lesther Alemán se paró, con su camisa negra por el luto y su pañoleta azul y blanca por la patria, y se lanzó:
—No estamos aquí para escuchar un discurso que por doce años lo hemos escuchado. Presidente, conocemos la historia; no la queremos volver a repetir. Usted sabe lo que es el pueblo. ¿Dónde radica el poder? En el pueblo. Estamos aquí y hemos aceptado estar en esta mesa para exigirle ahorita mismo que ordene el cese inmediato a los ataques que están cometiendo en nuestro país, […] represión y asesinatos de las fuerzas paramilitares, de sus tropas, de las turbas adeptas al gobierno. Ahora, usted sabe muy bien el dolor que hemos vivido en veintiocho días. Pueden dormirse todos tranquilos; nosotros no hemos dormido tranquilos, estamos siendo perseguidos, somos los estudiantes. Y por qué estoy hablando […] porque nosotros hemos puesto los muertos, nosotros hemos puesto los desaparecidos, los que están secuestrados, nosotros los hemos puesto.
Dijo, con esa voz de locutor antiguo, las gestos medidos, casi una sonrisa. Y nadie se atrevía a interrumpirlo. Tres metros más allá, Daniel Ortega y Rosario Murillo lo escuchaban sin dar crédito: nadie en todos estos años, había hecho nada así. Entonces Lesther —sus anteojos, su cuerpo apuesto flaco, su pelo bien cortado modernito— les lanzó la estocada:
—Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida. Y lo sabe muy bien, porque el pueblo es lo que ha solicitado. […] En un mes usted ha desbaratado al país; Somoza lo costó muchos años, y usted lo sabe muy bien, nosotros conocemos la historia, pero usted en menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos y que muchos han sido defraudados por esos ideales que no se han cumplido, de esas cuatro letras [FSLN] que le juraron a esta patria ser libre y hoy seguimos esclavos, hoy seguimos sometidos, hoy seguimos marginados, hoy estamos siendo maltratados. Cuántas madres de familia están llorando a sus hijos, señor.
La atención era extrema, la tensión tremenda. Las autoridades de un país paralizadas ante un chico de 20 años que les decía lo que nunca nadie: sereno, sin levantar el tono, como si le explicara una obviedad a un tío un poco espeso. La escena era hipnótica y conmovedora, y no se terminaba:
—El pueblo está en las calles, nosotros estamos en esta mesa exigiéndole el cese de la represión. Sepa esto, ríndase ante todo este pueblo. Pueden reírse, pueden hacer las caras que quieran, pero le pedimos que ordene el cese al fuego ahorita mismo, la liberación de nuestros presos políticos. No podemos dialogar con un asesino, porque lo que se ha cometido en este país es un genocidio.
A las 9:47 de ese miércoles, Lesther Alemán ya era una de las personas más conocidas, más odiadas, más amadas de Nicaragua. Después me dirá que fueron los demás participantes de la mesa los que decidieron que él hablara: que le dijeron que “por la voz, por la autoridad moral, por la rectitud y por el conocimiento”.
—Sí, me acuerdo de muchas cosas. Primero vi que las cámaras se volteaban, estaban apuntadas al presidente y se voltearon hacia mí. Y entonces lo vi a él, le vi la cara, los ojos, que se le dilataron sus pupilas viéndome, no sé si era lo sorprendido o que pensaba muchas cosas de mí. Y Rosario tragaba agua sin parar. Fue tan raro. Yo pensaba que no iba a poder hablar mucho, esperaba que él me interrumpiera. Pero que me permitiera todos esos minutos, en silencio, y que luego la gente tuviese la reacción que tuvo, los que me han dicho en estos días que estaba hablando por todo un pueblo… Yo me sentí un Rigoberto López Pérez.
Dice Lesther, y me cuenta esa historia. López Pérez fue un periodista de 25 años que, en plena dictadura del primer Somoza, Anastasio, el asesino de Sandino, se le acercó en un baile y lo mató de tres balazos. Corría septiembre de 1956.
—Él solo decía: “Va a llegar el fin de la dictadura”. ¿Cómo?, le preguntaban. “Va a llegar el fin de la dictadura”, decía él, y se metió en aquel salón y lo mató. Después lo cosieron a balazos, como trescientos tiros. Dos días antes él le había escrito una carta a su mamá, una de las cartas más bellas que yo he leído. Y ahí le dice que va a liberar el país, nada más. Entonces, ese miércoles, yo pensé: en mí se reencarnó Rigoberto. Pensé: no fue con balazos, sí fue con la palabra.
—¿Las habías preparado?
—Sí, preparé las grandes líneas. Yo no me aprendo las cosas al tubo, de memoria, porque creo que la emoción te hace decir las palabras certeras. Pero la noche antes caminé por el pasillo del hotel, de lado a lado, muchas veces, y me decía qué yo voy a hacer, qué va a decir la gente, cuál va a ser la reacción del pueblo. Y me preguntaba cómo hacer para que no me callaran. Y fui escribiendo esas líneas, hice dos borradores que ahí están, puño y letra. Después pensé que no puedo botar esa hoja, se la voy a enseñar a mi hijo, mire m’hijo, esta fue la hoja…
Lesther todavía no tiene ningún hijo y es de noche. En los alrededores de Managua, en el centro universitario donde él y sus compañeros de la Coalición Universitaria se refugian, medio clandestinos, me cuenta que es hijo de una familia de trabajadores azucareros y que estaba cursando, con una beca, el cuarto año de Comunicación en la Universidad Centroamericana —jesuita— de Managua. Y que todo empezó unas semanas antes, en la marcha para exigir que el gobierno se ocupara del incendio de la reserva de Indio Maíz. Aquella tarde, dice, había un micrófono y él, por primera vez, se atrevió a usarlo.
—¿Y por qué se te ocurrió hablar?
—Era un micrófono abierto, la gente leía cosas, recitaban, y mis compañeros me dijeron: “Lesther, es tu momento”. Porque yo desde pequeño he tenido el sueño de ser presidente de este país y ellos lo saben. Entonces me dijeron eso, burlándose, y yo: “Ah, ok, lo voy a hacer”, y hablé y la gente gritaba; yo me sentía que ya estaba en la candidatura…
Dice ahora y me mira muy serio, risueño pero serio, y que es verdad y que siempre tuvo dos sueños: uno, entrar en el ejército, porque le encanta el orden y la seriedad y los uniformes camuflados; el otro, ser el presidente. Tras todos estos días de no pasar por casa, de vivir a salto de mata, Lesther sigue impecable: una camisa marrón ajustada, un pantalón negro, unas botas complejas. El pantalón tiene manchitas blancas y se ve que le molestan, las rasca sin éxito; en esa mano tiene un anillo de sello y un reloj ínfimo, casi de muñeca.
—Por eso el único seudónimo que les permito que me digan es Comandante. Mis mejores amigos ya de siempre me llamaban Comandante.
—Me preocupa. La mezcla de tus dos sueños nos lleva derecho al golpe militar.
Lesther se ríe, un batallón de dientes blancos en orden de revista, y dice que tiene que estudiar mucho, prepararse para ser presidente con todos los conocimientos y los méritos, pero que eso podría pasar en un país distinto, que en este la dictadura los desalienta, que muchos de sus compañeros de la facultad de Comunicación, por ejemplo, no quieren ser periodistas porque para qué, si el control y la censura son la norma. Pero que él nunca se desalienta, que ha leído mucho sobre los ideales sandinistas, que el fundador y prócer del Frente, Carlos Fonseca, muerto poco antes del triunfo de su revolución, es su héroe.
—Lesther comenzó a construir sus ideales a partir de libros, de videos, de canciones. Su himno es Nicaragua Nicaragüita, sus canciones favoritas son las testimoniales.
Dice Lesther; después me explicará que muchas veces habla de sí mismo en tercera persona: Lesther piensa tal cosa, Lesther dice tal otra.
—Lesther nunca se imaginó llegar hasta aquí.
Dice, y que el peor momento fue aquella tarde en la Catedral, cuando intentaron refugiarse del ataque policial y parapolicial y los sitiaron.
—Cuando nos secuestran en Catedral, que la policía nos empieza a rodear, éramos más de dos mil y no sabíamos qué hacer, entonces armamos un grupo para ordenar y conducir la situación. Pero eso duró como dos horas, hasta que llegaron las turbas sandinistas y fue una histeria colectiva, algunos de puro miedo se metían hasta en la sacristía, profanando todos los lugares santos… Yo en ese momento pensé: “Nos mataron”, pensé que quedaba ahí asesinado en Catedral. Y mis compañeros lloraban, yo lloré, nos metían gases, balas… pero yo traté de que no se me notara, de mantener la calma. Como líder tenés que hacerlo, para no dar pautas de sufrimiento a los demás.
Estuvieron encerrados casi treinta horas, esperando el ataque final: esa noche les cortaron la luz, seguían amenazándolos, estaban agotados, desarmados, esperaban el fin. Pero al otro día los dejaron salir. Lesther estuvo entre los últimos: el cansancio, el alivio, la decisión más firme.
—Cuando pensaste que te podían matar, ¿qué sentías? ¿Miedo, tristeza…?
–No, me entraba tristeza por mi mamá. Pero Lesther hasta hoy no ha tenido miedo. Yo no temo por mi vida.
—¿Por qué no?
—Es una de mis frases: quien ama a su patria está dispuesto a entregarse en una cruz. El sufrimiento, el dolor son necesarios si amas a tu pueblo.
Dice, con esa voz que parece salir de otra persona, más maciza, más añosa, más vivida.
—Pero vivo sos más útil que muerto, ¿no?
—Puede ser. Pero no soy como esos que temen por su vida, por su seguridad, que se han ido del país… y quizá ni han participado y ya están fuera. No es que yo me jacte del lugar en el que estoy pero… todo el mundo me conoce, así que yo tendría que irme muy lejos.
Lesther me cuenta que querría ser periodista, que hace un par de años estuvo en Nueva York y se sacó una foto en la puerta del New York Times, que le gusta leer diarios de papel y escuchar radio en una radio de verdad, que como milenial es demasiado analógico, que sus amigos le dicen que es un viejo en el cuerpo de un muchacho de veinte. Y que nunca antes estuvo en un grupo político, que “la juventud sandinista no es sandinista sino pura bacanal”, que le interesan muchos ideales del socialismo y del comunismo pero no sus maneras, que no cree en los políticos porque nunca lo han representado, que tuvieron la oportunidad para hacerle frente a este dictador y no lo hicieron, que no tienen autoridad moral. Y que le gusta escribir y ahora está tratando de contar la historia de estos días “para que luego, cuando esté jubilado, pueda estar sentado con alguien, un nieto, y decirle este fui yo, esto hizo Lesther cuando era un chavalo”.
Ahora no lo necesita: lo recuerdan todos. Un diario habló de la “lesthermanía”: hay muñequitos con sus rasgos y una capa azul y blanca de superhéroe, hay llaveros y afiches y pancartas, hay abrazos y besos y selfis cada vez que sale a la calle.
—¿Qué es ser un líder?
—Es una persona que no ordena sino que convence; el líder escucha, valora, analiza, critica, y después comunica. Pero ante todo es la persona que debe tener más humildad, sobriedad, paciencia. Yo carezco de paciencia…
—Bueno, de humildad también.
Le digo, y se ríe incómodo, pero trata de pensarlo: lo discutimos. Entonces me explica que una de sus formas de humildad es esto de hablar de sí mismo en tercera persona.
—Es para no sentirme limitado. Yo no considero que pueda decir yo soy así, yo digo esto, entonces mejor voy por la tangente: Lesther es así, Lester dice esto. Siempre me he visto como que salgo yo a hablar por Lesther… Tengo esa idea de no dejar que Lesther hable por Lesther…
Dice, y me ve la cara de sorpresa y le salta la risa:
—¿No entiendes que es como una locura mía…?
Le digo que sí, que eso lo veo, nos reímos, sigue explicándome lo inexplicable, se pone casi nervioso: esos tímidos que la timidez hace más expansivos, más eléctricos. Es, al fin y al cabo, un chico de 20 años al que de pronto todos miran. Es, también, en estos días, la persona más popular de Nicaragua, el héroe que vivía acá a la vuelta.
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#63. Margarita Mendoza llevaba cuatro días aterrada: Javier Munguía, su hijo, 19 años, albañil desempleado, había sido detenido por la policía el 8 de mayo cerca de la Universidad Politécnica y no aparecía. Ya había preguntado en todos los hospitales y finalmente, el 12 de mayo, se decidió a ir a la morgue del Instituto de Medicina Legal; cuando le dijeron que no estaba su alivio fue infinito: Javier debía estar vivo todavía. Pero seguía perdido; al otro día, Margarita fue a tocar las puertas de la Dirección de Auxilio Judicial aka El Chipote, un centro de represión con ochenta años de historia criminal: allí le dijeron que no lo conocían, pero exdetenidos le contaron que lo habían visto adentro y que lo estaban torturando.
El viernes 18, Margarita fue una de los cientos de parientes que se presentaron ante la delegación de la CIDH: quería denunciar la desaparición de su hijo. Su celular sonó mientras lo hacía. Margarita atendió: un funcionario de Medicina Legal le dijo que tenían el cadáver de Javier. Sus gritos se oyeron en todo el piso. Más tarde, en el instituto, le dijeron que el chico había muerto “por causas naturales”. Al otro día un forense independiente le contó la verdad: a Javier Munguía, la cara rota a golpes, lo habían estrangulado.
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—Sí, claro que tengo miedo todavía. Pero uno empieza a perder el miedo en la calle. Como solemos decir, nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo. Sí, muchos de nosotros fuimos atacados por la policía, ya sabemos cómo es eso. Yo también estuve en la Catedral cuando nos rodeó la policía y la turba orteguista, y estuvimos tan cerca de la muerte. De verdad creímos que hasta ahí llegábamos, unos se arrodillaron, se pusieron a rezar, otros lloraban…
Dice Melisa, y Erasmo la apuntala:
—Dicen que el valor no es la ausencia de miedo sino el miedo mismo junto a la voluntad de seguir. Entonces nosotros teníamos sobre todo esa rabia de ver que mataban a nuestros compañeros…
Melisa y Erasmo estudian en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), la más grande del país, 40.000 alumnos y 30 hectáreas de bosque sembrado de edificios: matorrales, árboles, cañadas y, ahora, algunas tiendas de campaña que cobijan estudiantes vigilantes. Cuando vino la primera ola de ocupaciones, la UNAN se salvó: el sindicato de estudiantes oficialistas, UNEN, consiguió evitarlo. La universidad estuvo cerrada dos semanas; el 7 de mayo, cuando volvieron a abrirla, sus estudiantes la ocuparon. Y ahora estamos en un edificio —la Escuela de Geología— que los rebeldes usan como hospital, cocina, dormitorio. Melisa y Erasmo tienen alrededor de 20 años, hijos de clase media, muy articulados. Los ocupantes, me dicen, son unos 500; les pregunto si no les parece cuestionable que el uno por ciento de los estudiantes se arrogue el derecho de tomar la universidad.
—Bueno, no vamos a negar que somos una pequeña parte. Pero es que hay muchos que no pueden estar. Por ejemplo, yo me quedé desde el lunes de la semana pasada, y sé que si voy a mi casa ya no puedo volver.
Erasmo es uno de los jefes de la toma y es alto, fornido, la piel oscura, la sonrisa brillante. Le pregunto por qué.
—Porque mi mamá no me deja. Y así hay muchos que no los dejan o tienen miedo de meterse o involucrar a la familia, que hay gente que ha ido a intimidar a nuestras casas…
Dice Erasmo, y Melisa lo corta. Melisa tiene muchas ganas de hablar y tiene la frente ancha, despejada bajo los rizos castaños, mirada inteligente:
—Sí, hay muchos universitarios que están de acuerdo con nosotros, aunque no estén acá. El problema es que nadie quiere morir. Nadie quiere ser mártir. Pero ya tenemos mártires, ya hay más de sesenta muchachos muertos. Y hay muchos que tienen miedo, pero eso no quiere decir que no estén de acuerdo…
La idea de que unos pocos hacen lo que muchos harían es una de las bases de la política del siglo XX: lo llamaban vanguardia. Aquí son pocos, y esos pocos jaquean a un gobierno. Tienen con ellos la legitimidad, la opinión pública, y eso a veces —solo a veces— vale más que la fuerza, que el número.
—Nosotros nunca pensamos que nos íbamos a pasar acá tanto tiempo, así que nos fuimos organizando poco a poco, dando cuenta de lo que esto significa, de la importancia que tiene, los peligros que tiene. Sabemos que en cualquier momento nos pueden atacar, tenemos que estar preparados todo el tiempo.
Dice Melisa. En la práctica, desalojarlos no parece difícil; para el gobierno, podría ser carísimo. Los pocos cientos también están organizados en grupos que se ocupan de la comida, la sanidad, las guardias, los choques. Hay una red compleja de muchachas y muchachos que ocupan todo el espacio de la universidad, con un sistema de delegados y poderes, reuniones, asambleas, discusiones.
—¿Y cómo creen que termine la toma?
—Para que les entreguemos la universidad las autoridades tienen que tomar en cuenta por lo menos algunas de nuestras exigencias: la recomposición del movimiento estudiantil, la autonomía de la universidad y después, la más difícil, una Nicaragua democrática. Puede parecer una utopía, pero si cayó Somoza, si cayó el Muro de Berlín, ¿por qué no va a caer este?
No hay una forma demasiado legal de acabar con el gobierno de Daniel Ortega: si él renuncia debe sucederlo su mujer, la vicepresidenta, y si los dos renuncian, el siguiente, presidente de la Asamblea, sigue siendo un incondicional. Para acabar con el régimen y convocar elecciones deberían hacer una pirueta legal que no termina de estar clara. Pero dicen que los más ricos ya le soltaron la mano al presidente: que la presión social es demasiado fuerte, que los suyos no les perdonarían que siguiesen aliados a un “dictador y genocida”.
—Ortega tiene que entender que debe renunciar. Si no, va a llegar un momento en que Nicaragua se va a encachimbar. Y cuando se encachimbe Nicaragua, créame que ese señor no va a tener dónde meterse.
Dice Erasmo, casi amenazante. Encachimbar es grave, y nadie quiere que suceda, pero tampoco hay un proyecto alternativo. Es la fuerza y la flaqueza de esta alianza rara: como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, no tienen por qué pelearse entre ellos; como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, tampoco tienen hacia dónde ir. Todavía. Y como no tienen un líder, el gobierno no tiene con quién negociar. O también: no tiene a quién comprar.
—Nadie quiere un conflicto bélico. Nosotros no estamos armados, somos hijos de la posguerra. Nuestros padres sí son excombatientes, algunos vivieron la revolución, la contra, militaron, pero nosotros qué sabemos de esas cosas militares, logísticas… Ni queremos saber, pero Nicaragua aguanta poco y tenemos miedo de que se vuelva a armar una guerra. Así que estamos muy pendientes del diálogo, a ver si lo podemos evitar…
Entre 1970 y 1990, en veinte años de guerra, murieron cien mil nicaragüenses. Muchos, después, interpretaron esta generación diciendo que eran chicos que vieron que eso solo sirvió para que unos pocos mandaran y se enriquecieran y que por eso era lógico que solo les importaran los juegos en red y los juegos de Messi y ciertas músicas y ciertos bailoteos: que eran una generación de apáticos individualistas, pobrecitos, que nunca sabrían lo que es en realidad la vida. Pero también eran chicos que se pasaron la vida escuchando historias heroicas, revolucionarias de sus padres, sus abuelos, y reproches por ser vagos e indolentes, por no hacer esas cosas. Se ve que se cansaron.
—Ya desde antes teníamos inconformidad con este gobierno, solo que estábamos adormecidos, no nos habíamos puesto en marcha.
Ahora se pusieron y pusieron al país a preguntarse qué hacer, a pensarse de nuevo.
—Ya nadie quiere más muertos. Estamos cansados de los muertos. No queremos que nadie más se muera, apostamos a la vía pacífica, que se resuelva sin que haya que usar armas.
—¿Y tu mamá qué dice?
–Mi mama dice que si me agarra…
Dice Erasmo, se ríe; Melisa quiere aclarar el punto:
—Hay muchos que están sin permiso de sus padres. Mi papá me apoya, él estuvo en la revolución sandinista… Y dice que por ahora estamos más seguros acá que en nuestras casas.
—Claro, pero ¿y cuando tengan que volver a sus casas?
—Esa es la pregunta del millón. ¿Qué pasa?
Nadie sabe.
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Ahora nadie sabe qué puede pasar. Daniel Ortega menos que nadie: debe estar perplejo. Hace un mes, los pobres de las barriadas y los empresarios de Managua se peleaban por hacerse selfis con él. Es probable que algunos de esos pobres todavía las guarden; muy probable que la mayoría de los empresarios ya las hayan borrado. Y el sistema de control social clientelista funcionaba a pleno: el partido te daba los avales para conseguir un empleo, te traía el zinc para el techo del ranchito, te podía arruinar la vida.
—Con Daniel uno siempre se equivoca. El error más común es subestimarlo, porque al final siempre consigue sacar algo de cada situación. No sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil, pero hay que estar atentos, muy atentos.
Dice Carlos Fernando Chamorro, periodista histórico, ahora director de Confidencial. Y todo está en suspenso. Algunos suponen que los estudiantes, la “sociedad civil” y algunas asociaciones agrarias y empresariales pueden convocar un paro nacional que cerraría las carreteras, las calles, las actividades; y aceleraría la caída del gobierno. O podría cansar a muchos ciudadanos, que se hartarían de los problemas y dificultades, la penuria, las pérdidas, las incomodidades, y empezarían a extrañar los tiempos más tranquilos.
Algunos recuerdan el ejemplo de Venezuela: hace unos meses parecía que su gobierno estaba listo y ahora acaba de regalarse unas elecciones. Fabián Medina, editor en La Prensa, dice que Ortega ahora es como un boxeador que acaba de recibir un golpe duro: debe agarrarse del contrario para impedir que le siga pegando, tomar aire, ganar tiempo y terminar el round. Es una carrera desesperada: él sabe —probablemente sabe— que si pasa estos días no será fácil sacarlo; sus oponentes más entusiastas saben —probablemente saben— que si los pasa se va a vengar de ellos. Aunque más no sea para que todos sepan que no se puede desafiar al comandante gratis.
Por eso, mucha gente sabe que ya quemó las naves: que no pueden ir para atrás, que solo pueden ir para adelante. O al abismo. Mientras, Ortega se desarma: cada vez más sectores lo abandonan. El poder solo se mantiene cuando realmente se lo tiene; cuando se empieza a perder, los buitres se van a buscar carne más fresca. Hay, sobre todo, incertidumbre, pero todos saben que la situación no puede prolongarse. O el gobierno desactiva las protestas o las protestas terminarán por desactivarlo. Y el gobierno no va a caer sin pelear: si llega ese enfrentamiento, el ejército puede ser el árbitro. Si los protestantes consiguieran una masa crítica podrían desbordar a la policía y a las turbas, y entonces el ejército tendrá que decidir si defiende a su comandante jefe o lo deja caer. Es cuestión de días, de semanas.
—¿Entonces, cómo termina todo esto?
Le pregunto, y Sergio Ramírez, el gran escritor nicaragüense, último Premio Cervantes, que fue vicepresidente de Ortega entre 1979 y 1990, lanza la carcajada:
—Eso quién lo sabe… Este diálogo es muy incierto. Hay dos universos totalmente distintos, el de Ortega, que no está pensando en irse, y el de la sociedad civil, que piensa que sí. Este choque de realidades va a determinar todo. A menos que haya una presión mayor, si es que puede haber una presión sin sangre…
—¿Y puede?
Ramírez se calla, mira a ninguna parte.
—Es una pregunta terrorífica, esa. Bueno, tendría que haber una resistencia civil verdadera, tranques, paros, paro general… Y por otro lado la presión internacional. Pero Ortega no piensa irse y sin su salida no hay cómo seguir, porque la indignación es generalizada.
Dice Ramírez, y que el problema es que el país necesita que Ortega desaparezca. Aunque, dice, eso no significa que desaparezca el Frente Sandinista, porque es una fuerza política importante, que aún en medio de estos crímenes terribles sigue siendo el 30 por ciento de la población. O sea que hay que contar con ellos, dice, porque sin esa fuerza tampoco hay estabilidad en el país.
—La gran dificultad es que Daniel Ortega no tiene vida alternativa al poder, no es una persona a la que se le pueda decir: “Bueno, coge tus millones y te vas a vivir a Estados Unidos”…
Dice, y nos interrumpe un hombre muy sonriente. Estamos en un café en un mall; cada poco se acerca algún desconocido, lo saluda, lo felicita, lo palmea.
—Estados Unidos no existe para él ni tampoco los millones. Él no tiene la ambición de ser rico; su ambición es tener poder. No tiene vida alternativa al poder, no es una persona que se pueda retirar a una finca a cultivar café o escribir sus memorias; para él solo existe el poder. Esa es la dificultad, el nudo gordiano. Además, incluso si lo dejaran tomar su dinero e irse con su familia, ¿adónde se va a ir? ¿A Cuba, a Venezuela? Sería ir de la llama a las brasas. ¿A Rusia? Y no estaría seguro en ningún otro lado, porque ahora que la Comisión dice que hay que investigar si no hubo ejecuciones extrajudiciales, y esos ya son crímenes de lesa humanidad…
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ya documentó, entre el 18 de abril y el 23 de mayo, 76 muertos y 657 heridos: es, como dice Chamorro, “la mayor masacre de la historia de Nicaragua en tiempos de paz”. Y ahora se suspendió el diálogo y las turbas mataron a dos muchachos más.
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¿Cómo terminan las revoluciones?
Y, otra vez: ¿cómo empiezan las revoluciones?
Lo bueno es que nunca nadie sabe. Es tan alentador que haya momentos como estos, historias como estas, que demuestran que todo lo que uno sabe es discutible: uno se cree que sabe cosas, y en general son tristes, desalentadoras, razonables. Que suceda lo que nadie previó, que, cada tanto, la realidad te demuestre que estás equivocado, es un baño de humildad, un canto de esperanza.