El TPP-11, el gobierno saliente y la «utopía-invertida»
09.03.2018
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09.03.2018
Como se sabe, la utopia es aquel escenario en el cual no es posible hacer lo que uno se imagina. Lo opuesto (y quizás lo más característico de la “nueva-izquierda” y no sólo en Chile), se podría llamar “la utopía-invertida”: cuando aparentemente uno no es capaz de imaginar ni siquiera lo que está haciendo. Esto es, en Chile (como en tantas otras partes del mundo), no mucho tiempo después de haber llegado al gobierno esta fuerza política, dejó de seguir “abriendo el tiempo” para lograr nuevos objetivos estratégicos (especialmente en lo económico), para más bien comenzar a “pasar el tiempo” en dichas materias.
Esto llegó a tomar dimensiones casi apolíticas, pues se transformó en un intento de pura extensión temporal del poder, y ahora a la nueva izquierda (ya no tan) le están pasando la cuenta por eso en (literalmente) todo el mundo. En lo fundamental, en la “utopía-invertida” se llega hasta a perder la noción de lo que se está realmente haciendo, en especial en materias de economía política.
Por razones complejas, la actitud es diferente en lo relacionado a la agenda valórica, donde pasa casi lo opuesto: la centro-izquierda es la que se puede imaginar perfectamente las implicancias de lo que hace, y es la derecha la que actúa como si no le diese mayor relevancia a los alcances de sus actos. Por ejemplo, la derecha puso mucho más energía e imaginación en su lucha contra la reforma tributaria, que contra la ley que permitía el aborto en tres causales.
El principal objetivo de esta columna es analizar las implicancias económicas y políticas del nuevo Tratado Transpacífico (al que llamaremos TPP-11, pues Estados Unidos ya no es miembro), en especial, cómo éste va a reducir substancialmente el rango de maniobra de futuros gobiernos en una amplia gama de materias. Un tema del que el gobierno saliente prefiere no darse cuenta.
Este aspecto de la columna va a requerir un análisis relativamente detallado del nuevo tratado. A su vez, analizaremos cómo llegó a ser posible que un gobierno de centro-izquierda firmase un tratado de esta naturaleza, cuando hasta hace no mucho la ideología de todos sus partidos miembros enfatizaba (y su discurso actual lo sigue haciendo, como muestra la reciente campaña presidencial) la necesidad de buscar formas de mayor autonomía nacional y estrategias alternativas de desarrollo. Hoy, en cambio, le da la bienvenida en forma exuberante a un tratado que busca exactamente lo contrario. Como si no se diese cuenta que el TPP-11 no es más que un seguro para fortalecer el inmovilismo económico y socavar nuestra soberanía.
Creo que esta perspectiva (“la utopía-invertida”) nos puede ayudar a entender por qué el gobierno saliente llegó incluso al extremo de firmar (casi como sonámbulo) el nuevo TPP-11, pretendiendo que es un mero tratado comercial (como tantos otros ya firmados); y, además, supuestamente “progresista”. Pero eso sería así simplemente porque se le agregó esa palabra a su nombre y ahora pasó a llamarse Tratado Integral y “Progresista” de Asociación Transpacífico.
En lo fundamental, y a diferencia de lo que dice (y parece hasta creer) el ministro de Relaciones Exteriores firmante, solo en vitrina el TPP-11 es “una señal de apertura en medio de presiones proteccionistas en otros países”. Lo que realmente buscan las corporaciones que lo delinearon, es cambiar el antiguo “proteccionismo país” (como el que ahora resucita en el Estados Unidos de Trump con el acero), por un nuevo “proteccionismo corporativo”.
Este nuevo proteccionismo es el que le asegura a dichas corporaciones multinacionales (y a las domésticas “internacionalizadas” que se suben al carro) el poder seguir operando en el futuro de la misma forma como lo hacen ahora, pase lo que pase, cueste lo que cueste.
Como Chile ya tiene amplios tratados comerciales con los otros 10 países del TPP-11, dicho tratado le permite avanzar poco o nada en materias relevantes para nosotros. De hecho, Chile es el único de los 11 países que ya tiene acuerdos comerciales con todos los demás. Por eso, los supuestos avances fantásticos en esa materia es puro mumbo jumbo (o hot air, como dicen en inglés). No es de extrañar, entonces, que incluso en los estudios internacionales que más idealizan el impacto económico del TPP-11, Chile sería uno de los países menos beneficiados con dicho acuerdo.
Lo que sí es nuevo y relevante para Chile en el TPP-11, son cuatro cosas. Las tres primeras agregan a nuestros tratados comerciales existentes un capítulo (muy controversial) sobre comercio electrónico; otro con cláusulas nuevas que restringen los requerimientos indirectos de contenido local; y un tercero que restringe fuerte (y absurdamente) las actividades de las empresas públicas (ver aquí un análisis de las implicancias de las restricciones a la operación de empresas públicas).
¡Pero qué modernidad! No se nos vaya a ocurrir algún día seguir el ejemplo arcaico de China en esas tres materias, pues (dice la “utopía-invertida”) supuestamente China podría haber crecido incluso más rápido de lo que lo hizo si hubiese seguido estas nuevas reglas del TPP-11. Si creer eso es ser “progresista”, también habría que llamar así a Cristián Larroulet, pues ideas como las suyas son las que estampan el tratado. Los tres aspectos mencionados no estaban ni siquiera incluidos en el tratado comercial con Estados Unidos.
Como si lo anterior no fuese suficiente auto-apocamiento, para consentir aún más a las multinacionales (ahora esto también incluye a las nacionales “internacionalizadas”), en nuestras relaciones con estos 10 países del TPP-11 se refuerzan las famosas cláusulas para resolución de disputas entre Estados, y entre “inversionistas” y Estados (en lo fundamental, por “inversionista” léase depredadores, especuladores, extorsionadores, rentistas y traders).
Con eso, Chile, voluntariamente, se va a auto-imponer una camisa de fuerza para así hacer casi imposible que un futuro gobierno implemente algún cambio significativo, por razonable que sea, en nuestro ya tan añejo “modelo”, tan ineficiente como concentrador. Primero va a haber que pedir permiso a las multinacionales, y si no se obtiene, se va a tener que pagar compensación.
Si todo lo anterior no es ceder soberanía por secretaría, habría que redefinir dicho concepto.
Con el TPP-11, las áreas en las cuales otros Estados o “inversionistas” van a poder demandar a Chile en los nuevos tribunales tipo “Mickey-Mouse”, incluye una amplia gama de materias que va a hacer extremadamente difícil (sino imposible) mejorar nuestra protección al medioambiente; civilizar lo laboral; afinar la regulación de las finanzas (tanto las que operan en el país, como a los capitales especulativos internacionales, ya desatados en su locura; implementar (los tan necesarios) controles de capital, incluso del tipo Ffrench Davis-Zahler, implementados con tanto éxito en nuestro país en los ’90, que hasta el Fondo Monetario Internacional dijo que eran el ejemplo a seguir en los países en desarrollo (ver); recuperar nuestro derecho de propiedad sobre las rentas de nuestras materias primas (reconocidos incluso en la actual Constitución, que por ilegítima que sea, en eso es clara); implementar algo de reingeniería en nuestra rancia política económica, o implementar cambios en tantos otros aspectos de nuestra vida económica.
El inmovilismo permanente en dichas materias va a ser the name of the game. Por supuesto, esto también incluye a las AFP e Isapres, muchas de las cuales están ahora controladas por multinacionales (incluidos capitales chilenos, que han hecho un viaje de ida y vuelta a algún paraíso fiscal para volver disfrazado de capital extranjero, con anteojos de color y camisas tropicales).
De ahora en adelante, para cualquier cambio significativo en cualquiera de esas materias va a haber que pedir permiso y “compensar”; sino se termina en las cortes “Mickey-Mouse” con jueces llenos de conflictos de interés. Incluso las multinacionales van a poder también demandar a los Estados por el “costo moral” que les puede significar haber tenido que demandar a un Estado (capaz que mi tocayo García Márquez se reencarnó como abogado de multinacional, aquellos que redactaron el tratado).
Como decíamos en una columna reciente, el TTP-11 no es más que una camisa de fuerza (disfrazada de tratado comercial), destinada a impedir que gobiernos futuros puedan hacer algo efectivo respecto de tantas “verdades mentirosas” (en el sentido de Foucault), que glorifican a nuestro ineficiente, concentrador y añejo modelo neoliberal. Una vez firmado el TPP-11, si se busca el cambio, ahora se nos va a venir encima otro “tribunal constitucional” que nos va a bajar la línea en dichos temas.
Como ya es bien conocido, después de perder el plebiscito la dictadura nos llenó de este tipo de “tribunales de amarre” para asegurarse de que el rango de maniobra de futuros gobiernos fuese mínimo. Como decía tan claramente Jaime Guzmán, “la Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque – valga la metáfora – el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
Con el retorno a la democracia, la Concertación dejó intactos dichos cuerpos de “supra-vigilancia”, pero pretendió democratizarlos vía cuoteo con la derecha, y con la “legitimación” de sus miembros vía confirmación de sus nombramientos en el Senado. Estamos hablando de instituciones como el Tribunal Constitucional, el Banco Central “independiente”, el Consejo Nacional de Educación y el Consejo Nacional de Televisión (ver, por ejemplo).
Y ahora, ¡como si ya no tuviésemos suficientes!, la centro-izquierda (en su “utopía-invertida”) crea como sonámbulo uno nuevo para todas las materias relevantes para las multinacionales (y las de acá “internacionalizadas”).
Lo que hemos vivido como resultado de la evidente atrofia imaginativa de la Nueva Mayoría (o lo que quede de ella) es, en lo fundamental, una des-sincronización entre el empuje del desarrollo de las fuerzas productivas (ahogadas por la ineficiencia del «modelo» actual) y la imaginación social. Entre otras consecuencias, esto lleva a un proceso de des-democratización continuo, pues para poder mantener el status quo se llega a tomar decisiones de la magnitud y forma del TPP-11.
Así, el gobierno de la Nueva Mayoría firma feliz este acuerdo sin ningún debate nacional. Incluso el texto del tratado se mantuvo en secreto hasta hace pocos días, con la excusa absurda de que se estaba traduciendo, para lo cual se demoraron una eternidad a pesar de que el documento tenía menos de 10 páginas. Además, por decir lo obvio, eso de ninguna manera excluía la posibilidad de publicar la versión original en inglés…
Así, el TPP-11 pasa a ser otro volador de luces de la última semana de este gobierno, excepto que en este caso -y solo en este caso- la gran mayoría del nuevo parlamento va a estar feliz de tramitarlo. Otro ejemplo que nos recuerda a Nicanor Parra cuando nos decía que “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.
En la “utopía-invertida” poco importa que esta decisión tenga implicancias casi ilimitadas para el país, cuyo rango va desde el ámbito de la eficiencia económica hasta el de nuestra soberanía nacional, incluido el hecho de que se deja fuera de la cancha a nuestro sistema judicial como árbitro de conflictos que envuelven al Estado y sus decisiones en una amplia gama de materias.
En este punto, sorprende su silencio cuando se les dice en la cara que no se confía en ellos para dirimir materias de este tipo. Si hasta Trump exige en la renegociación del NAFTA con México y Canadá, que tienen que ser los Estados los que decidan en qué tribunales se van a dirimir las disputas, en este caso, las cortes de su país. ¡Quién hubiese pensado que se podría llegar a una situación tal, que hasta podrían dar ganas de que Estados Unidos volviese al TPP!
De alguna forma, todo esto muestra el éxito real de los golpes militares que vivió Latinoamérica en un pasado no tan lejano. Su característica fue que fueron ejecutados con un grado de violencia muy superior a la que se requería militarmente para llevar a cabo dichos actos de insurrección.
Puede caber poca duda que ello buscaba asegurar que al menos por un par de generaciones nadie pudiese ni siquiera imaginar una alternativa distinta a la impuesta. Había que terminar con la capacidad de la gente incluso para soñar con otro tipo de sociedad y economía. Hasta enseñar filosofía ha pasado a ser una pérdida de tiempo…
Por eso hoy más que nunca necesitamos un cambio generacional radical del liderazgo político, pues mi generación y la siguiente siguen pegadas en el pasado. Ya llegó la hora del relevo político: de generaciones esterilizadas en lo ideológico por la violencia del pasado, a nuevas generaciones con capacidad de imaginación social. El inmovilismo de la centro-izquierda, peor en nuestros países por lo ya dicho, ya les pasa la cuenta en todo el mundo, incluidos los que hasta hace poco llamábamos “desarrollados”.
En Italia, por ejemplo, en la elección reciente la centro-izquierda no solo casi desaparece como fuerza política relevante, sino que en las grandes ciudades, como Roma y Milán, solo es capaz de ganar en los barrios más acomodados. Esto es, no solo perdió a los trabajadores, sino también a amplios sectores de las capas media. Y ahora es reemplazada por alternativas medio realistas-mágicas, como el Movimiento Cinco Estrellas.
Por el otro lado, la derecha tradicional también pierde terreno frente a fuerzas extremas, incluso neo-fascistas, como la Liga del Norte en Italia, que ya se identifica con el Frente Nacional francés y otros partidos de extrema derecha europeos, con sus nacionalismos extremos y sus posiciones abiertamente racistas. La reacción a la llegada de casi un millón de inmigrantes a Italia en los últimos cuatro años, ayuda a su causa, como a la del AfD en Alemania.
Como decía Walter Benjamin (de la famosa Escuela de Frankfurt), en este contexto, con tantos extremos y payasos, pronto vamos a necesitar un freno de emergencia para poder parar el tren que va al abismo. El Che Copete en el país del norte ya no parece accidente histórico; su homólogo en la República Checa, por ejemplo, cuando fue a la reelección, sacó como slogan de campaña “muerte a los abstemios y a los vegetarianos” (si fuese chiste sería hasta divertido). A eso súmele Berlusconi y Duterte. Entre todos ellos nuestro presidente electo, con todos sus defectos, parece un estadista.
Si bien siempre es difícil idealizar algo sin demonizar sus alternativas, en América Latina (como he dicho en otras columnas) mientras la “nueva izquierda” busca construir un futuro que no es más que el opuesto a un pasado demonizado, la “vieja” busca construir uno que no es más que la reproducción de un pasado idealizado. En esta perspectiva, el común denominador de ambas izquierdas es seguir igual de pegadas en el pasado, y eso nunca ha sido una buena receta para la imaginación social.
Entonces, para nuestra nueva izquierda y su TPP-11, si lo que se buscaba en el pasado era fundamentalmente autonomía nacional y estrategias de desarrollo alternativas, hoy le da la bienvenida a un tratado que busca exactamente lo opuesto.
Como decía, la piedra angular de este tratado “comercial” es asegurar la continuidad del escenario actual (ineficiencia estructural), uno donde las tensiones entre la organización del modelo y el desarrollo productivo no se resuelven avanzando. Si el primero sofoca al segundo, gana el primero: y el TPP-11 es para asegurar eso. Y así va a continuar nuestra falta de diversificación económica, bajísimo crecimiento de la productividad y alta desigualdad (todo esto bien ilustrado en el último informe de la OECD sobre la economía chilena).
Quizás esto es lo que más nos diferencia con el Asia emergente, donde para resolver tensiones del tipo mencionado, son capaces de imaginar salidas “con avances”, las cuales son diferentes tanto a lo que se era antes, como a lo poco que ofrece en la actualidad el neoliberalismo occidental y su financialización enloquecida. Los resultados están a la vista. Pero, como se sabe, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
En esta perspectiva, si bien el TPP-11 -gracias a Canadá- ha “suspendido” (pero no eliminado) unas 20 disposiciones del TPP original, mantiene más de mil de las anteriores. Pero las que están “suspendidas” se pueden reintegrar en cualquier momento si los 11 países están de acuerdo. Entre las “suspendidas”, están al menos algunas muy controversiales vinculadas con una visión muy peculiar de la propiedad intelectual, antes impuestas por Estados Unidos, y dos vinculadas a disputas por contratos de inversión y autorizaciones de inversión. Pero en las que no se suspenden están muchos de los componentes más criticados de la versión anterior (para un análisis detallado de algunos de estos puntos ver aquí).
Desde esta perspectiva, el Primer Ministro canadiense (Justin Trudeau) tiene al menos algo de razón cuando dice: “Nuestro gobierno defendió los intereses canadienses (suspendiendo esas cláusulas draconianas)”. Incluso, en noviembre de 2017 estuvo dispuesto a abandonar las negociaciones del TPP en Da Nang si no se hacía eso.
Qué diferencia con nuestro gobierno, dispuesto a firmar cualquier cosa con tal de tener algo que mostrar al final de su mandato. Y lo que quedó todavía es desastroso para nuestra autonomía nacional y la capacidad para imaginarnos modelos de desarrollo alternativos, más eficientes y menos concentradores, con, por ejemplo, componentes del así llamado Modelo Nórdico y del asiático.
Como muchos de los peores aspectos del TPP los hemos analizado en otras columnas (ver por ejemplo), no es necesario repetir dicho análisis aquí. Sin embargo, desde la perspectiva de esta columna hay un par de hechos que es importante volver a enfatizar: en especial, aquellos que se refieren a los mecanismos de solución de disputas entre Estados y, peor aún, entre inversionistas y Estados.
En esta perspectiva, lo peor de la versión anterior del TPP no ha cambiado. Por ejemplo, si bien se “suspenden” un par de áreas menores por las cuales las corporaciones podían demandar a un Estado, se mantiene una amplia gama de materias que deberían ser inaceptables para un país que tenga un mínimo de respeto por sí mismo (uno que no solo quiere ser país, sino nación).
Peor aún, las corporaciones pueden llevar a los Estados a tribunales internacionales tipo “Mickey Mouse” cada vez que -según ellas- se vean afectadas “sus expectativas razonables de retorno”. Incluso pueden forzar a que las disputas sean dirimidas en este tipo de tribunales en lugar de los “internacionales” ya establecidos (como los del Banco Mundial o del sistema de Naciones Unidas). Todo esto dentro de un contexto burlesco llamado “expropiación indirecta”: la idea de que también se considerará como expropiación “la medida en la cual la acción del gobierno interfiere con expectativas inequívocas y razonables en la inversión“.
Como explicábamos en la columna ya mencionada, aquí hay tres palabras clave; la primera se refiere a la “interferencia” del gobierno. ¿Cuál va a ser la diferencia, por ejemplo, entre una “interferencia”, y una acción de orientación keynesiana de un gobierno democrático que, representando la voluntad popular, busque la estabilidad macroeconómica con controles al movimiento especulativo de capital, y un tipo de cambio relativamente estable y competitivo; que busque la defensa de los derechos de los trabajadores, de los consumidores, del acceso a la salud y a la educación; o a la vivienda? ¿O a la defensa verdadera del medioambiente? Por absurdo que parezca, por un tratado similar, otro gobierno ya tuvo que compensar a las multinacionales por haber subido el salario mínimo más allá de lo que éstas consideraban “razonable”.
Segundo, ¿quien va a definir qué es lo “razonable”? Por decir lo obvio, no hay área más relativa que esa. Hoy por hoy, según los mercados financieros, lo razonable son retornos tan exuberantes que llevan a los accionistas (y ejecutivos) a “auto-canibalizar” las propias corporaciones). Y tercero: ¿qué es una “inversión”, a diferencia de, por ejemplo, actividades puramente especulativas, movimiento de capitales golondrinas, y actividades de traders que sólo buscan beneficiarse explotando fallas de mercado (muchas veces en el área gris de lo legal, como un trader local, famoso por eso)?
¿Son cortes del tipo “Mickey Mouse”, pobladas de jueces como aquél que continuamente fallaba a favor de los “fondos buitres”, y de jurisprudencia hecha a la medida para eso, las más indicadas para dirimir estos temas?
Ya se sabe que el TPP-11 establece claramente que las multinacionales pueden exigir que los litigios vayan a estos tribunales “Mickey-Mouse” (llamarlas “cortes” sería un absurdo), aún en los casos donde ya exista un tratado entre un país y multinacionales que diga lo contrario: que diga que dichos problemas sólo pueden ser resueltos en cortes nacionales (como es el caso del tratado entre Exxon y el gobierno de Malasia). El TPP-11 hace irrelevante cualquier acuerdo ya existente que diga lo opuesto.
Además, los tribunales que van a dirimir esos litigios serán integrados por jueces y abogados que van a alternarse en sus funciones. Esto es, rotarán entre servir como jueces en los tribunales, y actuar en representación de las corporaciones que llevan sus causas a dichos tribunales. Si como jueces son afectuosos con las multinacionales, podrán esperar jugosos contratos cuando se reencarnen en el periodo siguiente como litigantes en representación de las multinacionales. Si hay algo que la ideología neoliberal domina a la perfección es la tecnología del poder.
Como curtidos vendedores ambulantes, los que redactaron el tratado agregaron disposiciones que, aparentemente, atenuaban el impacto de lo anterior, pero todas tienen sus “normalizadores”. Por ejemplo, un artículo afirma: “No hay nada en este capítulo que impida a un país miembro regular el medio ambiente, la salud u otros objetivos de esta naturaleza”. Pero de inmediato se agrega: “Pero tal regulación debe ser compatible con las otras restricciones del tratado”.
Monsanto, por ejemplo, no tendrá problema alguno para demandar -y pedir compensación- a cualquier país que se oponga al uso de sus productos genéticamente modificados, diga lo que diga la regulación existente en dicho país sobre el medioambiente o la salud. Por definición, lo sensato se define como aquello que Monsanto crea “razonable”.
Hasta para el New York Times lo que ponía en evidencia dicha cláusula era evidente: “la prioridad [en el TPP] es la protección de los intereses corporativos, y no el promover el libre comercio, la competencia, o lo que beneficia a los consumidores”.
En buen castizo, uno va a poder hacer lo que quiera, como quiera y cuando quiera, siempre que lo que quiera sea lo que el TPP (y sus cortes versallescas) estipulen como “razonable” (en lugar de “interferencia”), aún en el caso de que ello se refiera a actividades puramente especulativas, destructivas del medioambiente o indebidas en tantos sentidos.
Para decir lo obvio, la modernidad neoliberal no es más que transformar lo que Abraham Lincoln llamó “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, en el gobierno “de las oligarquías (nacionales y extranjeras), por las oligarquías y para las oligarquías”. Y para consolidar esta nueva realidad se requiere de muchas cosas, incluida una nueva jurisprudencia (escrita a la medida por abogados y lobistas de multinacionales, los cuales, a diferencia del resto de los mortales, tuvieron acceso a las negociaciones). Si el TPP fuese un contrato financiero, se podría llamar el “put” de las multinacionales.
Eso es el TPP-11: un seguro al inmovilismo. El problema fundamental para este modelo neoliberal (especialmente en su versión anglo-ibérica) es que no hay muchas formas de ordenar el puzzle para que el resultado sea obtener los retornos corporativos absurdos de hoy. Recordemos que en los últimos 12 años solo las multinacionales del cobre han sacado de Chile como repatriación de utilidades (en moneda de igual valor) más que todo lo que costó el Plan Marshal de la post-guerra, aquel programa para la reconstrucción de toda la Europa devastada por la guerra. Y se llevan eso por molestarse en hacer cosas como el concentrado de cobre. ¿Qué pasó con nuestro derecho de propiedad sobre la renta de nuestros recursos naturales? Si comienza a haber temblores, hay que recurrir a tratados tipo TPP-11 para asegurar que este abuso siga igual, año tras año.
Un problema fundamental de las políticas públicas es sincronizar dos lógicas distintas: la del desarrollo nacional y la del capital globalizado (nacional y extranjero). El supuesto implícito con el que se ha trabajado en Chile desde las reformas, tanto en dictadura como en democracia, es que ambos intereses son prácticamente idénticos. Como cada día es más evidente que eso no es así, un TPP es muy bienvenido para asegurar la primacía del segundo.
Antes de las reformas, la hipótesis de trabajo en política económica fue que ambas lógicas eran contradictorias; ahora: que ellas son indistinguibles. ¿Por qué será que en lo ideológico la tradición iberoamericana solo puede avanzar con saltos mortales, siempre buscando el opuesto, siempre multiplicando por menos 1?
Albert Hirschman nos decía que la formulación de políticas económicas tiene un fuerte componente de inercia -y en pocas partes tan fuerte como en América Latina-. Por tanto, a menudo éstas se continúan implementando rígidamente aunque ya haya pasado su fecha de vencimiento, y se transformen en contra-productivas. Esto lleva a tal frustración y desilusión con dichas políticas e instituciones que es frecuente tener posteriormente un fuerte “efecto rebote”. Ya pasó con el modelo económico anterior (el sustitutivo de importaciones, en un modelo de industrialización liderado por el Estado).
Por eso, quizás lo único que va a lograr el TPP-11 -y la “utopía invertida” de la (no tan) “nueva” izquierda- va a ser postergar el siguiente “efecto rebote” (pero quizás haciéndolo más probable). Y así vamos a seguir, de opuesto en opuesto… Con una imaginación social que solo es capaz de multiplicar por menos 1. Ya es hora que Conicyt mande becarios a Asia.