Elusión tributaria: es legal pero ilegítima
23.05.2017
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23.05.2017
Quienes justifican la elusión tributaria adhieren a la idea de que lo que no está prohibido está permitido y, por lo tanto, es legítimo. Es más, eludir no sólo sería aceptable, habría incluso un derecho de cada individuo a usar todos los resquicios que no prohíba el marco legal para reducir su carga tributaria. Algunos van incluso más allá y sostienen que sería una inmoralidad no buscar los modos de reducir la carga impositiva, porque la obligación que cada uno se debe a sí mismo es a maximizar el bienestar personal y, en consecuencia, no buscar los medios para bajar, dentro de la legalidad, el impuesto que se paga, sería atentatorio contra el bienestar propio.
“Si las comunidades futbolísticas protegen el bien público repudiando las acciones de quienes no juegan limpio, lo mismo debe hacer una comunidad política ante quienes transgreden el espíritu de la ley, incluida la tributaria”.
Pues bien, dentro del marco legal vigente en Chile, estas defensas de la elusión tributaria son problemáticas, al menos desde la promulgación el año 2014 de la Ley 20.780, porque dicha ley sanciona explícitamente el abuso y la simulación con el objeto de eludir impuestos. Es decir, la elusión sí está prohibida en nuestra legislación y, por lo tanto, los ciudadanos no pueden hacer todo lo que el párrafo anterior defiende y al mismo tiempo sostener que están dentro del marco legal.
No obstante, la convicción con la que algunas personas aún hoy en día defienden la legitimidad de la elusión tributaria trasciende la discusión legalista contingente y, por ese motivo, amerita una reflexión adicional. Mal que mal, así como las creamos, a las leyes las podemos modificar o reemplazar por otras; de forma tal que lo que hoy se prohíbe quizás mañana ya no se prohíba y, entonces, reducir la reflexión a los vaivenes del aquí y ahora limitaría nuestra capacidad de discernir sobre lo que podríamos entender por legítimo en esta materia.
El error del argumento que defiende la elusión es confundir lo legal con lo legítimo. No es ilegal hacer algo que la ley expresamente no prohíbe (si no existiera la Ley 20.780, eludir impuestos sería legal, por ejemplo), pero que algo sea legal no se deduce necesariamente que sea legítimo. La legitimidad de una acción supone un estándar superior al respeto de la ley. Lo legítimo es aquél comportamiento que se ajusta al espíritu de la ley y no sólo a su texto. Comprender esta distinción es importante porque nunca será posible dejar por escrito todas las contingencias en las que nos podemos encontrar y, por ende, escapará siempre a nuestras posibilidades el poder especificar cada una de las acciones que querríamos desincentivar o prohibir.
Si queremos desarrollo, debemos acabar de una vez por todas con esa torpe lógica de los empates según la cual en privado reconocemos que fulanito de tal es un “fresco de raja”, pero “que tanto, si total es nuestro fresco de raja” y el problema son los otros, los frescos de de la vereda de al frente»
Esta distinción entre lo legal y lo legítimo no sólo es relevante a nivel de un país, lo es en todo grupo humano que se sostiene en el tiempo. Por ejemplo, pensemos en el fair play en el fútbol. Cuando un jugador del equipo rival se lesiona en medio de la cancha, tu equipo podría sacar una ventaja de la momentánea superioridad numérica. Esa acción no está prohibida en el reglamento del fútbol actual. Eventualmente, una nueva regla podría ser incorporada que expresamente prohíba seguir jugando cuando un jugador se lesione en cancha, pero siempre existirá alguna circunstancia imprevista en el reglamento que podría ser utilizada por un equipo para obtener una ventaja. De forma tal que aprovecharse se ajustaría al reglamento, pero hacerlo no sería un actuar legítimo a ojos de la comunidad en torno al fútbol. Es más, lo que usualmente sucede en esas situaciones es que los jugadores detienen el juego tirando el balón a un costado de la cancha para que atiendan al jugador caído. Esa actitud es la que se espera de ellos y es premiada con aplausos. El fair play es una pieza fundamental de la legitimidad de la victoria y de la dignidad en la derrota, pero no es una norma escrita. Fallar al fair play deportivo sería “legal”, pero no legítimo.
Cuando en esas circunstancias la comunidad del fútbol rechaza la viveza y la pillería del que aprovecha una ventaja injusta y cuando no premia al que gana con trampa, lo que está haciendo es construir las instituciones que hacen posible la perduración de dicho deporte como forma de vida y como negocio.
Pero esa voluntad de jugar con fair play no se impone fácil ni puede esperarse que surja espontáneamente. Debemos comprender que la viveza tiene adherentes. Después de todo, el dedo de Jara entre las nalgas de Cavani atrae sonrisas y miradas cómplices y la mano de Maradona era para muchos la “mano de Dios”. Y en el ámbito tributario esa valoración positiva de la pillería no es la excepción.
Famoso es ya un fallo de la Corte Suprema de 2003 en el que se justificaba la elusión tributaria como una muestra de astucia (ver reportaje CIPER). Además, la aceptación de la pillería como práctica tiene una larga tradición en nuestro país (sobre la que me he extendido antes aquí). Por lo tanto, si por un lado hay posturas que ven con buenos ojos a la viveza para eludir impuestos, y, por otro, incluso el máximo tribunal chileno ha encontrado en el pasado que la ingeniería tributaria para eludir impuestos es justificable jurídicamente, es justo preguntar si esta distinción entre lo legal y lo legítimo no es tan solo un artificio de una ideología, de una concepción de la vida en común, que se pasa de contrabando en el argumento.
Nunca será posible dejar por escrito todas las contingencias en las que nos podemos encontrar y, por ende, escapará siempre a nuestras posibilidades el poder especificar cada una de las acciones que querríamos desincentivar o prohibir”
Alguien bien podría sugerirme, por ejemplo, que estoy asumiendo un tipo específico de preferencias sociales que podríamos llamar solidarias o colectivistas y que, solo sobre la base de ellas podría concluirse que existen obligaciones mutuas más allá de lo escrito en las leyes, pero que si uno no se siente interpretado por esas cosmovisiones (por ejemplo, una persona individualista) el argumento estaría exigiendo a esa persona que renuncie a sostener las ideas en las que cree; digamos, una especie de chantaje moral. Si los defensores de la pillería tributaria, la elusión, tuvieran razón en este punto, nada justificaría la distinción entre lo legal y lo legítimo y volvemos a fojas cero. Pero, desafortunadamente para ellos, están equivocados. No hay una ideología de contrabando en las exigencias mutuas. Como no las hay en las pifias ante la falta de fair play en el fútbol.
El respeto de las exigencias mutuas son las formas más eficientes en que los humanos reducimos costos de transacción y regulamos nuestros conflictos.
Las sociedades tienen básicamente tres tipos de instituciones para gobernar su vida colectiva: los precios, las leyes y la reputación. Mediante la competencia en precios, por ejemplo, la sociedad se asegura que los que actúan con pillería vendiendo productos con letra chica y pasando gato por liebre, podrán hacerlo algunas veces, pero no siempre porque los otros dejarán de comprarle y lo que ofrece ya no valdrá lo mismo en el mercado. Mediante los textos legales, la sociedad fija lo que está textualmente prohibido, y sobre eso ya nos explayamos en los párrafos precedentes. No obstante, ninguna sociedad está en condiciones de especificar y redactar todo a lo que se obliga mutuamente. Y es aquí donde juega un rol moderador la reputación. La mala práctica se condena socialmente. Sin esa base común, nos obligamos a estipular en cada transacción todas las exigencias mutuas, escribirlas, anticipar cada posible escenario y establecer todos los procedimientos de resolución de todos los conflictos imaginables entre las partes. Es decir, nos condenamos a gastar nuestras energías en protegernos de los otros en vez de construir con los otros algo que, desde nuestra mirada, legítimamente puede tener un objetivo puramente individual. En cambio, el saber que la sociedad condena la mala práctica nos protege a todos independientemente de nuestros credos e ideologías.
La sanción social es el único mecanismo que le queda a la ciudadanía cuando descubre por la prensa que una y otra vez políticos que aspiran a gobernarnos invierten en paraísos fiscales, involucrando incluso a sus nietos, en martingalas que legítimamente tenemos derecho a sospechar son realizadas con el único propósito de eludir impuestos”.
Por este motivo, para cada uno de sus miembros el actuar de acuerdo al espíritu de la ley y no sólo de acuerdo a su texto, implica -por su propia conveniencia- limitar su comportamiento más allá de lo que está expresamente prohibido en las reglas a las que mutuamente se han obligado y condenar socialmente cuando otros no lo hacen. Es decir, lo que no está expresamente prohibido está permitido legalmente, pero no necesariamente es legítimo.
Cabe preguntarse entonces cómo una comunidad puede protegerse de los actos que no son ilegales, pero tampoco legítimos. Volver sobre el ejemplo del fútbol nos da una buena pista de cómo lo hacen las comunidades en la realidad. Si en el escenario que comentaba antes, el equipo en ventaja numérica sigue jugando y hace el gol con el que gana el partido: ¿cómo reacciona el equipo rival y el público? Lo que un observador imparcial verá con toda probabilidad es indignación, molestia y rechazo. Al finalizar el partido, los jugadores del equipo perdedor se lanzarán en contra del árbitro o del jugador que hizo el gol, habría declaraciones destempladas, desorden, en definitiva, polémica. La victoria sería considerada como injusta, aunque eventualmente sea ajustada a reglamento. Un equipo que gane de ese modo no puede esperar al final del partido recibir el reconocimiento de su victoria ni la gloria. El perdedor no felicitará al ganador, el público -excepto el fanatizado- se irá con una sensación amarga y, al final de la jornada, los grandes perdedores serán el espectáculo y la alegría del fútbol; sin los cuales, a la larga, el deporte pierde su sentido.
En suma, las comunidades se protegen de los actos no ilegales, pero ilegítimos condenando el mal proceder y premiando el buen proceder. En el caso del ejemplo del fútbol, el buen proceder se premia con aplausos. El vencido reconoce el mérito del ganador y éste a su vez consuela al derrotado. Hay intercambio de camisetas, los jugadores van donde sus hinchadas y les agradecen el respaldo. Unos se van tristes, otros contentos; pero todos conscientes que como el fútbol siempre te da revanchas, volverán a encontrarse. En suma, la comunidad futbolística que sanciona el actuar ilegítimo y actúa con fair play, renueva su vínculo al final de cada partido. Pero si la expectativa es que se jugará sucio, se hará trampa y se usarán todos los vacíos del reglamento futbolístico para ganar un partido, entonces a nadie le interesará a la larga estar en esos encuentros.
En suma, las comunidades se protegen de los actos no ilegales, pero ilegítimos condenando el mal proceder y premiando el buen proceder”.
Así como proteger el fair play es un bien público en el deporte que permite su desarrollo en el tiempo, el respeto del espíritu de la ley es un bien público en una comunidad política que es fundamental para que ésta perdure. Y si las comunidades futbolísticas protegen el bien público repudiando las acciones de quienes no juegan limpio, lo mismo debe hacer una comunidad política ante quienes transgreden el espíritu de la ley, incluida la tributaria. Por ende, la sanción social es el único mecanismo que a la ciudadanía le queda cuando descubre por la prensa que una y otra vez políticos que aspiran a gobernarnos invierten en paraísos fiscales, involucrando incluso a sus nietos, en martingalas que legítimamente tenemos derecho a sospechar son realizadas con el único propósito de eludir impuestos. La misma indignación ciudadana cabe cuando nos enteramos de normas del Servicio de Impuestos internos (SII) que aparentemente fueron creadas para que partidos políticos no tengan que pagar impuestos por la rentabilidad de sus inversiones.
Por eso se equivocan los que ven en la elusión tributaria una acción legítima. No lo es. Y merece la sanción ética de la comunidad toda. Aceptarla es deteriorar la vida en común y, a la larga, nos impone a todos un costo de transacción que lo vivimos en concreto convertido en mutuas sospechas. Algunos pensarán que si es ése el costo a pagar por aprovecharse de los vacíos de la ley, entonces, da lo mismo, porque les importa poco el bien común. Esas personas no se dan cuenta que es ese bien común el que transcurrido el tiempo les permitirá vivir la vida que llevan. En él se funda el respeto que otros le tienen pese a sus diferencias, es sobre la base de ese bien común desde donde se morigera el conflicto social y es dicho bien común el que les permite vivir en paz.
El bien común es el fair play de la vida colectiva y el espíritu que dio sentido a las reglas que la comunidad política dejó por escrito. Cuando tal fair play es respetado y promovido por todos, la sociedad crece, se reencuentra “en la cancha” y se desarrolla. Eso implica necesariamente condenar la pillería, la viveza y todo lo que ella conlleva. Da lo mismo si los personajes en cuestión tienen ideas cercanas a las nuestras. Si queremos desarrollo, debemos acabar de una vez por todas con esa torpe lógica de los empates según la cual en privado reconocemos que fulanito de tal es un “fresco de raja”, pero “que tanto, si total es nuestro fresco de raja” y el problema son los otros, los frescos de de la vereda de al frente.
La legitimidad de una acción supone un estándar superior al respeto de la ley. Lo legítimo es aquél comportamiento que se ajusta al espíritu de la ley y no sólo a su texto”.
Es esa lógica perversa el principal escollo que enfrentamos para salir de la crisis institucional por la que Chile atraviesa: el deterioro de lo público, en la mal entendida defensa de “los nuestros”.
Cuando se deteriora el bien común, el mundo se vuelve uno de sospecha, de suspicacia, de rechazo mutuo. Ya no es un mundo de adversarios, sino de enemigos. Es una sociedad que se polariza, una donde la coexistencia se reproduce sobre el temor al otro, donde los ciudadanos no gastan sus energías en crear, sino en protegerse de los otros; una donde no buscan las sinergias plausibles con los extraños o los distintos, sino evitar ser víctima del pillo aquél del gol tramposo o del maestro de los resquicios legales. Por ello, los que aplauden las vivezas de los que se aprovechan de los vacíos legales para eludir tributos, le están poniendo fichas a todo lo que limita nuestro desarrollo. La legitimidad de la elusión tributaria es una ilusión. Por el contrario, merece toda nuestra condena y que sea en público.