Serie sobre la clase media chilena (3): educación superior, la obsesión por un espejismo
04.05.2017
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04.05.2017
Las clases medias depositan en la educación gran parte de su esperanza en un futuro mejor. Esto implica presuponer -consciente o inconscientemente- que la cancha en que se define ese futuro está regida por la igualdad de oportunidades y la meritocracia. Pero, ¿es Chile un país donde los resultados dependen del propio esfuerzo? Las clases medias chilenas, que son en gran parte pragmáticas, a pesar de adherir a la idea de meritocracia, intuyen sus límites: en Chile no hay oportunidades parejas ni en la partida ni en el trayecto; y el lugar en que se cruza la meta está influido fuertemente por la cuna, los contactos, el apellido y la clase.
Teniendo tantos profesionales en el mercado se produce la llamada paradoja de Anderson: los títulos se devalúan, y no aseguran que los jóvenes con mayor nivel educacional que sus padres, tengan una mejor posición social que ellos”.
Tal vez por eso, amplios sectores de estas clases medias no escogen el colegio de sus hijos mirando solo la calidad (que los haría competir mejor en un sistema meritocrático), sino fijándose en la segregación y los pares que tendrán. Lo que es la forma en que se puede acceder a redes útiles. Por ello, la meritocracia es sin lugar a dudas uno de los valores más ambiguos que blandean hoy las clases medias.
En la primera columna de esta serie, definimos qué son las clases medias y mostramos cómo, a pesar de lo que usualmente se cree, Chile no es ni ha sido nunca un país de clase media. En la segunda columna, analizamos los temores y esperanzas de este variado grupo, evidenciando tanto su medio a resbalar como al que está socialmente abajo. Miedos tan claros como la indiferencia ante la elite a la que casi no ve, de tan lejos que está en la escala social.
En esta tercera columna, buscamos esclarecer cómo se relacionan estas clases medias pragmáticas -y en gran parte desideologizadas- con la educación y la meritocracia, abordando también su obsesión por la educación superior que es uno de los elementos más llamativos de la cultura y de la psiquis local.
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No sólo en Chile las clases medias ponen gran parte de sus esperanzas en la educación, por lo menos simbólicamente. Como en general no tienen patrimonio asegurado, concentran en la educación sus esperanzas de movilidad, particularmente para sus hijos, bajo un discurso ampliamente compartido: el de la meritocracia y de la igualdad de oportunidades.
Pero, ¿es esta meritocracia una realidad o una utopía?
Muchos consideran que la meritocracia es posible sólo cuando la sociedad ofrece “igualdad de oportunidades”, es decir, cuando las diferencias en la vida adulta se debe a la diferencia en el esfuerzo que las personas ponen en proyectarse y en el trabajo. Y en Chile efectivamente ha habido movilidad educacional intergeneracional: los hijos adultos, en promedio, tienen un nivel superior al que alcanzaron sus padres. Sin embargo esto no ha producido los réditos esperados en términos de mejores puestos de trabajo ni mayores ingresos para todos los grupos que integran las clases medias (Espinoza y Núñez 2014).
La creencia en la meritocracia permite justificar la posición social de uno echando mano al mérito propio; y diferenciarse del que viene un poco más abajo, asumiendo que si está ahí es porque no se esforzó lo suficiente”.
Otros, en cambio, consideran la igualdad de oportunidades una ficción necesaria (Dubet 2011) que legitima sistemas sociales desiguales, haciendo creer a quienes no son de la elite que invirtiendo en capital cultural superarán barreras sociales. Pero la marcada desigualdad de Chile impide condiciones parejas en la partida, las que no son superadas ni en la infancia ni en la juventud y menos en la vida adulta. La meritocracia, para existir realmente, necesita de potentes medidas que permitan compensar las desigualdades de partida, que en Chile no se han concretado.
En términos de contexto, recordemos que la expansión de los sistemas educacionales, que en teoría proveerían la igualdad de oportunidades, es una historia vieja, de dos siglos al menos, que en muchos países se aceleró al final del siglo XIX y principios del XX. En parte, buscaba responder a la mayor demanda en educación -la educación para las masas-, pero también a la necesidad de darle más especialización a la mano de obra, de modo de responder a las necesidades de un mundo que pasaba desde la producción tradicional a la industrial.
La educación primaria fue el primer eslabón que se completó en la primera mitad del siglo XX, aunque con limitaciones en zonas rurales y poblaciones. En paralelo, creció la cobertura secundaria, en la medida que el aumento del nivel de vida de la población permitió liberar a los jóvenes de la obligación de trabajar desde temprana edad. Se abrió también la educación técnica; pero no el acceso a las universidades, el cual quedó limitado hasta los ’90 a un grupo estrecho de la población, una elite educacional que disfrutó de altos niveles de ingreso en comparación con quienes sólo completaban la secundaria.
La apertura masiva del sistema universitario desde los ‘80 y la fuerte inversión pública en todos los niveles desde los ‘90, es sin lugar a dudas uno de los rasgos más extraordinarios de la evolución de Chile en las últimas décadas.
Formalmente se cumplió la promesa de la igualdad de oportunidades, pero este boom educacional ¿acercó a las clases medias a sus sueños de ascenso social?
La meritocracia, para existir realmente, necesita de potentes medidas que permitan compensar las desigualdades de partida, que en Chile no se han concretado”.
Hoy Chile cuenta con un sistema primario y secundario que segrega fuertemente en tres grupos: un sector privado que acoge al 8% de los escolares y que siempre está fuera de cualquier reforma, al punto de ser un tabú político y social; un sector subsidiado en rápida expansión, que recibe el 52% de la matrícula y que no siempre tiene mejores resultados que el sector público, el cual está encogiéndose y llega hoy a un 38% de la matrícula (Ministerio de Educación 2015).
Esta segmentación se debe en gran parte al eterno debate entre el derecho a la educación y la libertad de elegir la misma (Cox 2007). En las últimas décadas la idea de la libertad para elegir ha sido impuesta por los sectores que pueden elegir porque pueden pagar. Es sabido por todos que, en el sistema chileno, los resultados escolares tienen una fuerte correlación con el nivel socioeconómico de las familias.
En cuanto a la educación superior, la desregulación del sector desde 1980 ha permitido un aumento jamás visto de la matrícula: entre 1985 y 2015 el número total de estudiantes de pregrado pasó de 180.000 a 1.100.000, de los cuales 430.000 son de nivel técnico y 670.000 universitarios (SIES data). Esto significa que el 40% de las nuevas generaciones puede acceder a la educación superior, lo que constituye una revolución social y económica cuyo impacto en la vida social aún no medimos.
En las últimas décadas la idea de la libertad para elegir ha sido impuesta por los sectores que pueden elegir porque pueden pagar”.
Pero la economía lo ha señalado muy bien: lo escaso es caro y lo abundante barato. Teniendo tantos profesionales en el mercado se produce la llamada paradoja de Anderson: los títulos se devalúan, y no aseguran que los jóvenes con un mayor nivel educacional que sus padres tengan una mejor posición social que ellos o mejor sueldo (Anderson 1961). Este fenómeno ya ha sido observado en los países del norte, donde a pesar de tener mercados de trabajo más diversificados y mecanismos de regulación estatal, el fuerte aumento de los sistemas universitarios hizo florecer a los “cesantes ilustrados” en mercados laborales encogidos por la desaceleración económica.
Un problema central es que si bien se han desarrollado nuevos sectores económicos, como el retail y las finanzas o la burocracia privada y pública, que requiere de personas más calificadas, la economía chilena sigue basada en la exportación de materias primas, que requieren mano de obra poco calificada en su gran mayoría, y no contingentes de profesionales.
La masificación de la educación superior en general, aunque sea un bien social tener una población más educada, no conduce a su democratización, sino que a su estratificación en sub-circuitos por donde transitan de manera separada las diferentes clases sociales, en función de la cultura que traen de su casa y de su recorrido escolar anterior (Bourdieu, Passeron 1964).
Posteriormente a su formación, estas personas más formadas y sin espacio en el mercado laboral o sin posibilidad de ascenso social viven su frustración y desesperación como fracasos individuales más que como el resultado de transformaciones sociales más amplias.
Hoy el 40% de las nuevas generaciones pude acceder a la educación superior, lo que constituye una revolución social y económica cuyo impacto en la vida social aún no medimos”.
En Chile, la expansión del sistema universitario desde hace casi 40 años ha permitido el desarrollo de muchos establecimientos privados y públicos de buena calidad, ofreciendo a parte de las clases medias ocupaciones más calificadas, más estables y por lo tanto con mejores herramientas frente a la precariedad. Pero también han prosperado instituciones que no ofrecen garantía alguna de seguir funcionando todo el periodo que los alumnos estudien y que dejan a muchos jóvenes con deuda y sin un grado académico o con una inserción laboral que no se corresponde con lo propuesto.
El caso de la carrera de Criminalística de la UTEM, el colapso de la Universidad del Mar vinculado al lucro de sus sostenedores y la venta de acreditaciones que realizó Eugenio Díaz en la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), son algunos ejemplos conocidos. Pero sólo ahora se empieza a levantar el velo sobre lo que ha seguido ocurriendo en regiones, donde carreras en diversos planteles no cuentan ni con los docentes ni con los implementos mínimos (Vásquez 2017), situación que no ha atraído la mínima fiscalización que se podría esperar de un sistema que debería haber aprendido de los escándalos que lo sacudieron recientemente.
Respecto de los que llegan a sacar el título en estos establecimientos, se pueden observar dos situaciones: además de la merma en el ingreso esperado, muchos entran al mercado laboral con créditos acumulados durante su formación, lo que dificulta su paso a la edad productiva y reproductiva. Por ejemplo, un ingeniero comercial que egresa de las mejores universidades, gana a los cuatro años el doble que el promedio de los que egresaron de universidades no selectivas (ver datos en web www.mifuturo.cl). Puede no parecer tanto, pero estas diferencias se acentúan con los años: el primer egresado conocerá de inmediato una posición confortable por su inserción en redes sociales (Zimermann 2013) y luego un alza de sus ingresos a lo largo de su vida laboral, mientras que el segundo quedará estancado durante toda su vida laboral cerca de su punto de partida.
Otro ejemplo candente es la formación de miles de jóvenes chilenos a nivel doctoral tanto en Chile como en el extranjero. Un programa que costó sumas muy altas al Estado mediante becas, y que generó en un lapso de menos de cinco años la saturación de un estrecho mercado debido a la casi precariedad de las políticas de acompañamiento de parte de quien los mandó a formarse. La mayor parte de los universitarios y postgraduados tienen un destino de empleados y no de empresarios (como remarca el economista Ha-Joon Chang en una entrevista con CIPER), y sin universidades, empresarios o laboratorios que los reciban, la promesa de insertarse como investigador no puede cumplirse.
La ausencia de valoración del trabajo poco calificado y la híper valoración de la educación son vividas con fatalidad por amplios sectores de la sociedad que no tienen acceso a ésta”.
¿Cómo explicar entonces la creencia profundamente anclada en Chile del valor de la meritocracia mediante educación, particularmente en las clases medias? Varios estudios en Chile han intentado esclarecer esta paradoja. Primero, porque pese a la evidencia, muchos integrantes de las clases media tienen una convicción: que es justo que quienes se esfuercen más tengan más, como hegemonía discursiva (Zilveti 2016). En segundo lugar, muchos piensan firmemente que su destino familiar no depende más que de sí mismos. Y esta creencia en la meritocracia permite, por una parte, justificar la posición social y económica de uno echando mano al mérito propio y a la idea de que con voluntad todo se puede (Frei 2016); y por otra, diferenciarse del que viene un poco más abajo, asumiendo que si está ahí es porque no se esforzó lo suficiente.
Pero en conversaciones con chilenos y chilenas, bajo esa creencia en la meritocracia, surge muy rápido la sospecha e incluso la certeza de que operan potentes limitaciones para ciertos grupos (morenos, mujeres, discapacitados, sectores segregados, no apitutados). Así, la promesa de meritocracia permanece, por lo menos parcialmente incumplida.
El valor de la educación funciona entonces para las clases medias como un mantra, el cual es repetido por los gobiernos y muchos educadores y establecimientos educacionales, como una clave muy ambigua de la superación. El mensaje es reforzado por millonarias campañas publicitarias que inundan los muros de la ciudad, las páginas de los diarios y los paraderos de micro (Simbürger 2013). La concentración de las protestas sociales en torno a la educación superior, dejando en un segundo plano la urgencia de mejorar la educación preescolar, donde se juega mucho más el destino posterior de los niños, es elocuente al respecto.
Finalmente, buceando en la parte inferior de la pirámide social, nadie parece escuchar el lamento de los sectores más bajos de la clase media y de las clases populares. Ellas ven inalcanzable esta promesa de ascenso mediante educación y encuentran injusto que nadie reconozca el valor del trabajo manual (Mac-Clure 2015), aquejado de sueldos muy bajos en Chile, cercanos a la línea de pobreza. La ausencia de valoración del trabajo poco calificado y la tiranía o híper valoración de la educación son vividas con fatalidad por amplios sectores de la sociedad que no tienen acceso a ésta.
¿Es entonces un fraude la promesa de la educación superior? No para todos por supuesto. Existen sectores medios que han ascendido mediante educación. Diría, sin embargo, que recién estamos empezando a ver las consecuencias de la profunda transformación social que significa que casi la mitad de una generación pueda seguir estudiando después de los 18 años y que esto sea el estándar de la sociedad entera y ya no la excepción.
Referencias bibliográficas
Anderson, A. (1961), A Skeptical Note on the Relation of Vertical Mobility to Education, American Journal of Sociology 66, 560-570.
Bourdieu, et al (1964), Les héritiers, Paris, Editions de minuit.
Dubet, F. (2011), Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades. Buenos Aires, Siglo XXI.
Cox, C., (2007), Educación en el Bicentenario: dos agendas y calidad de la política, Revista Pensamiento Educativo, vol. 40 n°1, 75-204.
Espinoza V. et al. (2014), Movilidad ocupacional en Chile 2001-2009. ¿Desigualdad de ingresos con igualdad de oportunidades?, Revista Internacional de Sociología, Vol.72, nº 1, 57-82.
Frei, R., (2016), La economía moral de la desigualdad en Chile: Un modelo para armar, Documento de trabajo, PNUD.
Mac-Clure, O. et al, (2015), La clase media clasifica a las personas en la sociedad: Resultados de una investigación empírica basada en juegos, Psicoperspectivas, vol. 14 n° 2, 4-15.
Simbürger, E, (2013), Moving through the city: visual discourses of upward social mobility in higher education advertisements on public transport in Santiago de Chile, Visual Studies, vol. 28 n°1, 67-77.
Vásquez, O. (2017), Educación superior y movilidad social en universidades de baja selectividad: el caso chileno, Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile. Tesis por publicar.
Zimermann, S. (2013), Making Top Managers: The Role of Elite Universities and Elite Peers, Chicago, University of Chicago