Muerte de Lissette: no es la crisis del SENAME, es nuestra crisis
01.03.2017
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01.03.2017
No, no es la crisis del Sename. No es esa institución la que debe ser acusada como el ente que es causa de las muertes y ejerce violencia sobre la infancia de nuestro país. Esa es una manera demasiado abreviada de designar el problema de la violencia que sufren los niños y niñas.
Hoy se buscan nombres, personas a las que podamos condenar. En estos días partiremos con los autores de la muerte de Lissette y, probablemente, con ellos aplacaremos la sed de venganza que está hoy en las entrañas sociales. No obstante, el sistema será el mismo y seguiremos con ello negando la existencia de una violencia mucho más importante de una sociedad profundamente divida y cuyo pacto social está en entredicho.
La violencia que hemos conocido contra los niños es el resultado de un conjunto de actitudes, rituales, roles y funciones, en donde se configuran prácticas que nos hacen pensar en una cultura institucional profundamente arraigada en nosotros mismos que desconoce las causas más profundas de esta crisis.
Desde sus orígenes las instituciones de acogida han articulado tres graves prácticas que han dañado a los niños: 1) Desprecio por el origen, es decir, se favorece la máxima separación entre el niño y su familia de origen; 2) Supresión del trabajo de memoria como una forma de reinventar en el niño un nuevo futuro sin las cadenas del pasado; 3) Práctica disciplinarias que los obliga a someterse a la ideología educativa de sus directivos.
Estos tres elementos tienen en común la permanente incapacidad de las instituciones para escuchar cualquier cosa que pudiese provenir del cuerpo y la palabra de los niños y niñas que allí viven.
«Para que un niño sea vulnerado en sus derechos hace falta que se produzcan una serie de fallas estructurales: falta de acceso a la educación, falta de acceso a la salud, empleos precarios y esclavizantes… La desigualdad juega un rol clave en este sentido».
Entonces, es posible señalar que no es una crisis del Sename: es una crisis social y cultural que sigue pensando la infancia como un libro en donde se podrán inscribir los anhelos y sueños de los adultos. Es una crisis, en verdad, de lo que entendemos por la manera en que se piensa el lazo social. En otros términos, lo que está en juego aquí no es nada más y nada menos que el sistema de protección de la infancia en su totalidad. Es una crisis ideológica e institucional que muestra con claridad la idea de infancia como un proyecto de futuro sin revisión del pasado.
Recibir un niño o niña no es una tarea de los padres y primeros cuidadores, es una tarea que involucra a numerosas instituciones: la familia, las redes familiares extendidas, las organizaciones comunitarias próximas, las instituciones formales e informales, religiosas o del Estado, Salud y Educación. Nadie puede criar a un niño en soledad y desvinculado de su territorio y grupo.
Para que un niño sea vulnerado en sus derechos hace falta que se produzcan una serie de fallas estructurales: falta de acceso a la educación, falta de acceso a la salud, empleos precarios y esclavizantes, violencia social, violencia intrafamiliar, angustia y desamparo de los progenitores. Además de la pérdida de vínculos y de lazos de cooperación. La desigualdad juega un rol clave en este sentido. En suma, la negligencia y violencia contra los niños está en estrecha relación con las prácticas culturales que refuerzan la inequidad y la injusticia. Dicho de otro modo, la crisis refiere a un problema que encuentra sus raíces en la conformación del lazo social.
La violencia de la sociedad comienza cuando se asume que una progenitora o progenitor tiene una incompetencia parental que lo imposibilita para el ejercicio de un rol de cuidados de un niño o niña pequeña. Se persigue identificar la anomalía en la biografía individual, en una psicopatología personal o incluso en una biología que lo vuelve inapto para el cuidado de otro. La violencia del sistema se pone de manifiesto cuando se particulariza la injusticia social y el quiebre de una sociedad en personas individualmente identificadas como peligrosas para sí mismas y para quienes tienen a su cargo. La violencia se ejerce cuando los progenitores no se someten a las estructuras sociales predefinidas de lo que es una familia y de lo que es un rol paterno; en esas condiciones el Estado les arrebata toda posibilidad de tener consigo a sus hijos.
De este modo comienza el conflicto, porque el Estado (a través de los profesionales que lo encarnan) en vez de reconocer su falta, su carencia y sus compromisos incumplidos, las emprende contra las familias más vulnerables y les señala que su incompetencia es un asunto individual y personal. Así, familias empobrecidas y Estado vigilante, se oponen y entran en conflicto. En este escenario se entiende que estas familias no vean en el Estado un recurso y una ayuda, sino un reflejo de la inequidad que han experimentado desde siempre.
La respuesta institucional al maltrato infantil no puede ser comprendida como un problema de capacidades individuales que pueden subsanarse con una técnología apropiada. Aquí está el meollo de todo lo que hemos venido viendo en el desfile de acusadores y culpables de la “crisis del Sename”. Dicho de otro modo, cuando se vulneran los derechos de los niños “todos somos culpables”, en tanto las instituciones (Estado, familia, comunidad) han perdido un eslabón en la cadena que anuda el lazo social.
Las instituciones del Estado han ejercido la violencia contra las familias más vulnerables al reforzar la acusación de la incompetencia individual en el ejercicio del maltrato, separando a los niños y niñas de forma brutal de sus familias de origen. Esto se hace con toda la violencia del silencio del funcionario policial o del rostro invisible del juez que emite la medida, o del director de la institución que recibe al niño o niña sometiéndole a una limpieza de sus orígenes.
El ingreso al sistema de protección habitualmente comienza por una limpieza de la piel (normalmente cuando un niño llega a un hogar se lo baña, se lo desviste y se le pone nuevas ropas, debe desprenderse de cualquier vestigio de su vida anterior), así como por una depuración de su memoria, pues será motivo de silencio como tema tabú cualquier referencia a su vida y vínculos pasados.
Las cuidadoras de trato directo tomarán con la mayor naturalidad recibir a un niño sin historia. Frecuentemente les será prohibido saber de los motivos de ingresos pues se desconfía de ellas en su capacidad para recibir y canalizar esta información. Se sucederán infinitas (en el mejor de los casos) audiencias de revisión de medida y el niño o niña raramente será escuchado, su propio abogado no la visitará y solo tendrá noticias de aquel por los expedientes: conjuntos de documentos que sistematizan el origen estrictamente individual de la incapacidad de los padres.
Si hay una práctica que se echa de menos en este sistema es que los abogados que representan a los niños se acerquen a conocer su condición de vida. Su representado no es más que un expediente del sistema de archivo del Poder Judicial. Si los abogados de Lissette hubieran cumplido con la tarea de representarla, su sufrimiento al menos hubiera tenido nombre y no simplemente el rótulo psicopatológico de falta de regulación emocional.
En el juicio de Lissette, los abogados centrarán su mirada acusadora en las educadoras de trato directo, su cuerpo, e incluso –como ha salido en las notas de prensa- su peso será expuesto. ¡Es tan obsceno como se presenta la noticia de la muerte de Lissette producto del peso de la cuidadora! Si el mayor peso lo tiene una institucionalidad que tiene una cultura que expone a los niños y sus familias a los más graves vejámenes. Se las culpará por no aplicar los protocolos frente a la descompensación de Lissette, se las defenderá porque el servicio nunca las instruyó frente al “descontrol” de los niños. Los dos argumentos son falsos. Los niños en los hogares no se “descompensan”, no tienen “ataques de ira”, ni tienen “crisis de impulsividad”. Esos son los oscuros rótulos de la psiquiatría más retrograda para justificar la violencia médica contra los locos dentro de los manicomios en tiempos ya remotos para nosotros.
“Una de las violencias más groseras provino de la ex directora del Sename, quien señaló que Lissette había muerto de pena”.
Es tan absurda esta manera que tienen los adultos de referirse a su propia violencia que ejercen contra los niños y niñas. En prensa aparece el relato del niño que vio lo que los adultos insisten tercamente en señalar como “descompensación”. Escuchemos como lo relata el niño que presenció el comienzo de la tragedia de Lissette: “Cuando se fue la Jessica, la Lissette quería salir donde ella, la tía T. con la Tía C. la atraparon y la llevaron al dormitorio, la acostaron en el piso….” (Orellana, 2016).
Escuchemos bien, Lissette no estaba descompensada… Lissette quería estar con un ser humano con nombre y apellido, quería estar con ella y otras personas la inmovilizaron, y así comenzó la tragedia. El niño que relata el hecho comprende mejor que casi cualquier adulto lo que estaba pasando. Afortunadamente no tenía el lenguaje de la psicología o psiquiatría. “La Lissette quería salir donde ella”…, eso es lo conmovedor de este asunto. Lissette quería estar con un ser humano en particular, afirma su compañero. Lissette no estaba loca, ni presa de ira. No sabemos por qué, pero que te priven de llegar donde el humano buscado puede ser una importante y justificada fuente de violencia y no puede ser llamada una descompensación. Eso significada que Lissette todavía creía en algunos seres humanos, quería estar con ella.
Una de las violencias más groseras provino de la ex directora del Sename, quien señaló que Lissette se había muerto de pena por la ausencia de visitas de un familiar. En vez de buscar respuestas coherentes, aceptó la primera que le convenía y la exculpaba de toda responsabilidad. Fue el síntoma de una defensa corporativa que ocultaba algo más grave. Esta afirmación es el síntoma de los anteojos que nos impiden ver la verdadera realidad que sufren los niños vulnerados en sus derechos.
La cultura de violencia dentro de los hogares se instala desde los más pequeños hasta los más grandes. Para poder explicarlo será necesario recurrir a los ejemplos: Cuando son pequeños los niños lloran a la hora de dormir. La cuidadora de más experiencia dice que hay que dejarlo llorar para que no se mal acostumbre; el niño se golpea la cabeza y la de mayor experiencia dice que lo hace solo para llamar la atención; el niño no quiere ir a determinado lugar, entonces se lo lleva bien fuerte de la mano o en brazos. Al final del camino un niño protesta y a ello lo llamarán descompensación. Y a la actividad del adulto le llamarán contención. Y no es ni lo uno ni lo otro. Es desamparo, es pérdida, soledad y angustia. La cuidadora angustiada dirá que no sabe cómo contener.
Un niño vulnerado en sus derechos pondrá a prueba los límites, desafiará todas las normas para saber si aún creen en él, si existe otro que apueste por él y esté dispuesto a apoyarlo incluso cuando rechaza o se sabotea a sí mismo. Porque todo ser humano quiere saber si los vínculos son reales, son fuertes y son resistentes, si de verdad creemos en ellos. Desde hace muchos años el sistema entero no ha escuchado la necesidad del niño de vincularse con otro, de estar próximo a él, ya nadie quiere hacer esa función o bien nadie la valora en su real dimensión.
«En esta larga cadena, las cuidadoras de trato directo estaban confrontadas a asumir las consecuencias del peso del silencio y de la violencia muda. De ahí que la contención, la opresión que le impidió respirar, responde a la misma lógica del horror silencioso. De la violencia sin palabras, sin aire para pronunciar el dolor de la pérdida permanente».
¿La directora del establecimiento escuchó si Lissette estaba angustiada por un próximo traslado, por la pérdida de lo que tenía ahí, aunque fuera poco? ¿Alguien le explicó a Lissette que ahora ella sería quien abandonaría el lugar, para llegar a uno que desconocía y que, por lo mismo, la inundaba de miedo y ansiedad? Y más aún, ¿el juez o la jueza que estaba pronto a firmar el traslado habló con Lissette para explicarle los motivos de su resolución judicial? ¿El abogado de Lissette la había escuchado antes de la audiencia de revisión de medidas? ¿El psiquiatra que la medicó le preguntó por qué sufría tanto? ¿Le informó lo que le hacían los medicamentos y, por sobre todo, le señalo que los medicamentos tienen efectos solo si ella pudiera encontrar alguien con quien hablar de su desamparo? ¿Los psicólogos tratantes le comunicaron al juez de familia sobre el dolor que vivía día a día Lissette en la residencia en que vivía? ¿Alguien escuchó a Lissette, alguien le habló o todos estaban haciendo “contención”?
En esta larga cadena, las cuidadoras de trato directo estaban confrontadas a asumir las consecuencias del peso del silencio y de la violencia muda. De ahí que la contención, la opresión que le impidió respirar, responde a la misma lógica del horror silencioso. De la violencia sin palabras, sin aire para pronunciar el dolor de la pérdida permanente.
Otra arista del problema la encontramos en la patológica relación del Sename con sus organismos colaboradores. Luego de todos los cuestionamientos levantados por parte de la ciudadanía contra el Sename, este servicio, ahora en un ánimo que calificaremos de inexplicable (para evitar entrar en polémica), tiene sometidas a una parte de ellos a lo que denomina “decreto de emergencia”, es decir, sus proyectos ya no son financiados a mediano o a largo plazo, sino que son sometidos a un financiamiento que se renueva mes a mes.
Entre otros aspectos, a la base de esta situación se encuentra el hecho que no se han vuelto a licitar los programas. No me es posible conocer el origen de esta medida, pero sí sus consecuencias: los proyectos residenciales que atienden a los niños vulnerados en sus derechos no tienen certeza alguna que su programa será financiado adecuadamente. Esta medida viene a ser una nueva demostración de las incertezas, de la fragilidad, de la inestabilidad, de la falta de sostén sobre las cuales operan los organismos colaboradores del Sename.
«El actual sistema de financiamiento de los organismos colaboradores es insostenible para el cumplimiento básico de su misión».
Esta situación es una repetición patológica, sino cruel, de la manera en que los niños son tratados dentro del sistema. Nadie sabe qué pasará, nadie sabe cuánto tiempo estará en la residencia, nadie sabe si tiene o no red de apoyo que pueda sostenerlo, etc. El Sename pone a las instituciones bajo el “decreto de emergencia” en una situación de precariedad financiera que impide, como pasaría con cualquiera, el establecimiento de metas y proyectos de mediano y largo plazo. Sin esa condición básica, cualquier misión por cuidar de otro, de proteger su desarrollo y crecimiento se ve amenazada. No cabe interpretar esta forma de financiamiento sino como una muestra más de la grave crisis que tiene nuestro sistema de protección.
El actual sistema de financiamiento de los organismos colaboradores es insostenible para el cumplimiento básico de su misión. Se requiere de un financiamiento permanente, ya que el sistema de corto plazo vuelve la relación entre colaboradores y el Estado en un espacio de manipulación y dependencia enferma o perversa. De esta manera, se sigue concibiendo la acción de protección de los derechos como una institución de la caridad o del voluntariado.
Ahora que hemos avanzado un poco más y podemos decir que un niño vulnerado en sus derechos es el último eslabón de una sociedad que ha perdido los lazos de solidaridad, y el resultado de la desigualdad que divide a unos y otros, podemos atisbar el sustento sobre el cual debiéramos construir un nuevo sistema de protección a la infancia.
¿Quiénes son las personas que se ocupan de estos niños? Aquí está el núcleo del problema. La mayor parte de las veces se trata de mujeres que provienen de contextos similares a los de las familias de los niños internados. Desde la creación del sistema de protección se han instituido puestos de trabajo en el límite de la legalidad, cuando no francamente en contra de los derechos laborales consagrados en nuestra legislación. Turnos de más de 12 horas, turnos de 14 o 21 días seguidos, turnos que le hacen daño al trabajador y al niño porque es pura inestabildad. Los salarios son paupérrimos; y el trabajo lo hacen sacrificando su propio bienestar personal.
Las corporaciones de derecho privado -como el mismo Estado- han remunerado a estos trabajadores de una manera que no refleja la complejidad de su labor: los somete a condiciones de sobreexigencia y de ahí la alta rotación y licencias médicas que presentan en las instituciones más enfermas.
«Se requiere de una nueva forma de financiar a los organismos de acogida, y ello tiene relación con una mirada y reconocimiento de la injusticia y segregación social».
Una solución integral debe pasar por un nuevo trato con las instituciones de acogida. Si los directorios de instituciones privadas y públicas dejaran de tratar a la mujeres que reciben a estos niños como ciudadanos de una categoría inferior, si pudiésemos relevar que ser cuidador de un niño o niña es definitivamente una de las acciones más valiosas, solo ahí estaremos en vías de construir una sociedad que valora a quienes se encargan de la infancia vulnerada. Si los directorios de las corporaciones que tienen a su cargo los organismos de protección se dieran cuenta que estas labores son mucho más importantes que estar al frente de grandes negocios, este sistema podría cambiar.
Se requiere de una nueva forma de financiar a los organismos de acogida, y ello tiene relación con una mirada y reconocimiento de la injusticia y segregación social. Se trata de pensar en una estructura que tiene por responsabilidad cuidar y resguardar al hijo de otro, que no es más que uno de nosotros mismos.
En relación al problema del financiamiento, muchas autoridades de gobierno y parlamentarios rechazan todo aumento del gasto del Estado porque desconfían de las instituciones que ejercen esta función de protección. Se las visualiza como corporaciones destinadas al lucro. Es un síntoma de una crisis institucional pues se desconfía del otro. Su acción es equivalente a la del marido desconfiado que da dinero día a día para someter a su mujer a su capricho.
Creo que una vía de solución es que los actuales directorios de las corporaciones colaboradoras del Estado puedan reconocer que vivimos en una sociedad que se ha olvidado de sí, que ha reforzado en los actos de caridad la injusticia estructural. La idea es que puedan comprometerse en una nueva cultura institucional de trato justo con sus trabajadores, donde ellos participan activamente en la definición de su misión institucional.
La actual administración gubernamental se ha equivocado rotundamente cuando se prometen más recursos pero sin un compromiso de un cambio de las culturas organizacionales que hasta hoy se han ocupado de los niños vulnerados en sus derechos.
Un cambio que implica una cultura del buen trato a todos los segmentos de la sociedad es requerido. Un reconocimiento explícito del Estado del ejercicio de la violencia sobre los niños y los más vulnerables es necesario para iniciar procesos profundos de transformación que aborden el problema desde una mirada más amplia, una que tenga por horizonte nuestra organización económica, social y cultural.