Las deudas de los firmantes
21.02.2017
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21.02.2017
Vea aquí la versión original publicada por El Faro
Por Carlos Dada
Hace algunas semanas una periodista estadounidense me preguntó, habida cuenta de la situación de El Salvador, cómo podrían dimensionarse justamente los Acuerdos de Paz. La pregunta tenía mucho sentido. El Salvador tiene hoy una de las tasas de homicidio más altas del mundo, con índices igual de altos de impunidad; un sistema político y judicial corrupto e ineficiente; un Estado ausente para un gran porcentaje de sus habitantes y una población consecuentemente emigrante. La democracia sigue en un estado de inmadurez tal que, para el festejo de los veinticinco años, el Gobierno anunció la llegada de un nuevo enviado especial del Secretario General de Naciones Unidas, cuya misión será ayudar a las partes —gobierno y oposición política— a dialogar y resolver los problemas más urgentes del país, porque las posiciones políticas de ARENA y el FMLN parecen, en casi todos los tópicos, irreconciliables.
Exceptuando el periodo de posguerra, en que los millones de dólares de la cooperación internacional llegaron para apoyar la reconstrucción, el país ha tenido un crecimiento económico casi nulo y los únicos amortiguadores para una criminal desigualdad han sido las remesas enviadas por el veinticinco por ciento de la población salvadoreña que vive fuera del país; los fondos, significativamente menores, de la cooperación internacional; y el endeudamiento.
Los hospitales públicos ofrecen una atención de tan mala calidad que hasta los empleados de la Asamblea exigen como prestación un seguro médico privado; mientras los más pobres parecen condenados a la enfermedad perpetua debido a la falta de medicinas, de médicos, de clínicas…
El futuro no parece mejor: la producción intelectual y cultural es tan pobre que cualquier aporte, por mediocre que sea, es celebrado como un auténtico logro. Y lo es. La Universidad de El Salvador carece de fondos suficientes para la investigación académica integral. Hay escuelas públicas que no tienen ni bancas para los alumnos y el sistema público difícilmente podrá graduar a estudiantes preparados para lo que el país requiere. Tampoco es que los estudios garanticen una mejor calidad de vida. Apenas la quinta parte de los adultos en edad productiva posee un empleo digno y el Estado es el mayor empleador; los empresarios se niegan a aumentar un salario mínimo miserable mientras elevan
los precios de sus productos. La economía nacional está basada en el consumo, sostenido por las remesas.
Visto así, es difícil encontrar algún avance en un cuarto de siglo. ¿Qué celebramos entonces?
Le respondí a la periodista que basta ver un poco la historia nacional para darnos cuenta de que las razones sobran para celebrar y seguir celebrando aquellos acuerdos, incluso bajo las terribles condiciones que enfrenta cada día la mayoría de la población.
Ahora vivimos en un país en el que el ejército está apartado de la vida política y las primeras generaciones de oficiales graduados después de la guerra pronto ocuparán los altos mandos. Desde el fin de la guerra no hay fraudes electorales. La izquierda, por primera vez en la historia, alcanzó el poder y sus victorias en las urnas han sido reconocidas y respetadas; hoy un excomandante guerrillero preside el país y gradúa a las nuevas generaciones de oficiales militares; y hay una verdadera independencia de poderes. En El Salvador previo a aquel acuerdo, El Faro no hubiese podido existir y yo tampoco podría ejercer mi derecho a la libertad de expresión y a la crítica abierta. Y eso no es poca cosa. La cárcel de Santa Tecla, que antes fuera centro de torturas y de reclusión de presos políticos, hoy es un museo y centro cultural. En El Salvador ya no hay violencia política.
Pero los festejos, a estas alturas, deberían ir acompañados de reflexiones serias sobre aquellos Acuerdos y sobre su relación con la situación actual. Al fin y al cabo, hoy es lo que sigue de ayer. Esas reflexiones deberían nutrir el debate público y aportar, también, al cúmulo de lecciones aprendidas en las experiencias de transiciones de la guerra a la paz, una materia en la que El Salvador sigue siendo referente.
Hay que comenzar situando los acuerdos de Chapultepec en su debido contexto. Fueron, en el momento de su firma, probablemente los mejores acuerdos alcanzados hasta entonces para finalizar un conflicto. Se nutrieron de todas las lecciones aprendidas y por eso, y por la voluntad de las partes, el conflicto armado terminó de manera definitiva.
Un cuarto de siglo después, la humanidad ha aprendido y avanzado mucho también en materia de mediación de conflictos, de acuerdos de paz y, sobre todo, de justicia transicional. Ahora tenemos muchos más elementos para saber qué, del proceso de negociación y de lo que terminó plasmado en el papel, tiene relación directa con la situación que enfrentamos hoy en El Salvador.
Aquellos Acuerdos, negociados y firmados entre las partes que hicieron la guerra, se sostenían, en la práctica, sobre cuatro pilares fundamentales: el fin de la guerra; el retiro de las Fuerzas Armadas de la vida política; la inserción del FMLN al sistema de partidos; y el desmantelamiento de los cuerpos de seguridad pública y paramilitares, sustituidos por una policía civil. Estos fueron los cuatro puntos cuyo cumplimiento era imprescindible para no romper la paz pactada. Todos los demás acuerdos estaban subordinados y, en algunos casos, fueron sacrificados. El primero de ellos fue el relativo a la justicia.
En el punto cinco del capítulo uno, referido a la Fuerza Armada, las partes acordaron lo siguiente: “Se reconoce la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos. A tal fin, las Partes remiten la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad. Todo ello sin perjuicio del principio, que las Partes igualmente reconocen, de que hechos de esta naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores, deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Cinco días después del Informe de la Comisión de la Verdad, en marzo de 1993, la Asamblea Legislativa aprobó la amnistía, vigente desde entonces hasta el año pasado. La Ley de Amnistía General obviamente contradecía los Acuerdos; pero, a pesar de los reclamos del FMLN, ninguna de las partes firmantes lo consideró un atentado a lo acordado, y el presidente Cristiani se negó a vetarla. La Ley fortaleció uno de los problemas estructurales más urgentes de erradicar: la noción de que cuando se tiene suficiente poder alguien puede cometer una masacre contra mil civiles, asesinar a sangre fría a menores, a estudiantes, a intelectuales, a obreros, a empresarios, a alcaldes, y no sufrir ningún castigo. Mientras tanto, las cárceles seguían llenas de rateros; de pobres. La falta de entereza de los firmantes para defender este punto dejó gravísimas consecuencias para la posguerra: la continuación de la impunidad como decreto. Como ley.
Visto hoy, uno de los principales problemas de aquel acuerdo fue haberse negociado, comprometido y firmado por las partes que hicieron la guerra, sin el involucramiento del resto de los sectores sociales y, sobre todo, sin la participación de las víctimas. Y sin respeto para ellas, perpetuando la violación al más elemental de los derechos humanos: el derecho a la dignidad. A que todo ser humano sea reconocido como sujeto de los mismos derechos que los demás.
El castigo a los perpetradores de crímenes de guerra es acaso el más complicado de los puntos de una negociación para finalizar un conflicto. ¿Cómo pedirle a alguien que firme su renuncia al poder que otorgan las guerras a sus comandantes, a cambio de un asiento ante un tribunal? Este problema es, desde luego, prácticamente insalvable cuando las únicas partes involucradas en la negociación y en la toma de decisiones sobre el acuerdo final son los perpetradores. Y ese fue el caso salvadoreño.
La Comisión de la Verdad emitió un Informe que en su momento fue, y sigue siendo, un documento fundamental para asignar responsabilidades sobre crímenes de guerra, para que los victimarios dejaran de ocultarse en la generalización del “aquí todos matamos”, tan común para justificar los horrores del conflicto. Ciertamente la Comisión obtuvo su mandato de los Acuerdos de Paz. Pero la aprobación de la Ley de Amnistía evitó que los responsables enfrentaran la justicia, y el presidente Alfredo Cristiani la apoyó. Sus defensores dicen que no existían las condiciones políticas para vetarla, sobre todo porque el fundador de su partido, Roberto d’Aubuisson, aparecía señalado como líder de las estructuras paramilitares conocidas como los Escuadrones de la Muerte y como responsable del asesinato del arzobispo Óscar Romero; y el Informe responsabilizaba a las Fuerzas Armadas y a las estructuras paramilitares de la mayoría, la abrumadora mayoría, de los crímenes.
Además de impulsar y aprobar la Ley de Amnistía, la derecha emprendió una agresiva campaña contra la Comisión de la Verdad y contra sus miembros, acusándoles de simpatizar con el FMLN y de entregar un documento sesgado en su contra.
El hecho de que las condiciones políticas fueran adversas al cumplimiento de esa parte de los Acuerdos puede explicar la Ley de Amnistía, pero no impide señalar su responsabilidad sobre la impunidad y el irrespeto a los derechos de las víctimas.
Desde entonces el mundo ha avanzado mucho en procesos de pacificación. Ahora es indeseable una negociación que no sea ampliamente socializada y que no contemple más allá del fin del conflicto: la posguerra y la administración de un tipo de justicia. Esta es la justicia transicional que no ocurrió aquí y que tiene por objeto justamente evitar lo que sí ocurrió aquí: la ausencia del reconocimiento de los crímenes, del reconocimiento de las víctimas, de justicia. Y por tanto la dificultad del sistema judicial de recuperar la confianza ciudadana y de dejar lecciones para la posteridad. Si algo sobrevivió en El Salvador durante el paso de la guerra a la posguerra fue la impunidad. Y el desconocimiento de los derechos de las víctimas. Eso es herencia directa de aquellos Acuerdos, de las ausencias en ellos y de la falta de cumplimiento de los mismos.
En Colombia, antes incluso de emprender las negociaciones finales, el Congreso aprobó una ley de víctimas que reconocía su condición como tales, indispensable para restaurar su dignidad. El acuerdo alcanzado contempla algún tipo de castigo para los perpetradores, cuya pena disminuirá si confiesan y piden perdón. Colombia se nutrió de experiencias anteriores, particularmente de Sudáfrica y Ruanda.
En El Salvador, los crímenes de guerra han sido materia política y no judicial. Cuando ARENA gobernaba, cada vez que uno de estos crímenes era mencionado con volumen suficiente como para entrar en la agenda nacional (como durante las campañas electorales o cuando ARENA intentó que la Asamblea otorgara a Roberto d’Aubuisson el título de Hijo Meritísimo), los afectados denunciaron siempre persecución política y respondieron que “ellos (los otros) también cometieron crímenes”.
Hoy el FMLN, desde el poder, ha defendido la Ley de Amnistía al grado de dar protección a militares retirados requeridos por la Interpol, acusados en tribunales internacionales por el asesinato de los sacerdotes jesuitas de la UCA, perpetrado en 1989. Durante ocho años al frente del Ejecutivo, los exguerrilleros no han sido capaces siquiera de retirar de las instituciones armadas los nombres de criminales de guerra. Particular mención merece el coronel Domingo Monterrosa, comandante del Batallón Atlacatl, que perpetró la masacre de El Mozote, y cuyo nombre lleva aún la Tercera Brigada de Infantería con sede en San Miguel. Veinticinco años después del fin del conflicto, aún no hay sentencia capaz de obligar al ejército a abrir sus archivos.
En julio pasado la Sala de lo Constitucional derogó la Ley de Amnistía, veintitrés años después de su aprobación. Dos meses más tarde, un juez de San Francisco Gotera ordenó la reapertura de las investigaciones de la masacre de El Mozote. A pesar de la contundente y voluminosa documentación y evidencia sobre la autoría, el juez no ha procesado a ninguno de los militares responsables del crimen (más de un millar de efectivos del Batallón Atlacátl participaron en ese operativo bajo el mando del coronel Domingo Monterrosa).
La imposibilidad de hacer justicia a las víctimas no fue la única deuda del proceso de paz. Los Acuerdos tampoco contemplaron reformas estructurales en materias económica y social, a pesar de que ello había sido parte importante de las causas del conflicto. Basados en el principio de que se enfrentaría una situación excepcional –miles de combatientes debían ser incorporados a la vida productiva y, por tanto, a pesar de las necesidades del resto de la población, había que darles prioridad para reinsertarlos económicamente– los Acuerdos se concentraron en la desmovilización y en destinar recursos del Estado para la integración al aparato productivo de los excombatientes, aunque incluso esto fue deficiente, porque apenas contemplaron el traspaso de tierras a favor de ellos.
Casi todo lo demás lo delegaron a un Foro Económico y Social que sería conformado por representantes del gobierno, del sector obrero y de las gremiales empresariales. No era difícil prever, aun antes de estampar las firmas, que ese Foro no funcionaría, porque quedaría en manos de aquellos que se habían beneficiado históricamente de la estructura económica y social: los grandes empresarios y los representantes del gobierno de Arena, que defendían los mismos intereses y que no estaban dispuestos a perder sus privilegios y su capacidad de controlar la economía mediante la concentración de capital y la utilización del Estado. Ese fue el primer Foro, la primera comisión, que no funcionó en la posguerra.
Además, el Gobierno había emprendido ya un desmantelamiento del Estado, cuyos únicos beneficiarios eran los grandes empresarios y el presidente mismo, incluyendo la privatización de la banca, aprobada el 29 de noviembre de 1990. Los acuerdos de Chapultepec se limitaron a consignar tímidamente que “La política de privatización fomentará la participación social de la propiedad promoviendo el acceso de los trabajadores a la propiedad de las empresas privatizadas”. Pero eso no estaba en los planes de la administración Cristiani, ni de los grandes empresarios que le eran cercanos.
El mediador de Naciones Unidas, Álvaro de Soto, uno de los pocos de entre aquellos que participaron en las mesas de negociación que parece hoy dispuesto a revisar el proceso, publicó el año pasado un artículo, escrito en conjunto con la investigadora Graciana del Castillo, en el que dice: “apenas seis días después del inicio de los Acuerdos de Paz, y aparentemente imperturbada por ello, la junta de directores del Fondo Monetario Internacional aprobó discretamente un programa de reformas y estabilización económica para El Salvador típicamente neoliberal. Ni el FMLN ni la ONU sabían que el Gobierno tenía un claro entendimiento con el FMI, según el cual los gastos relacionados con el proceso de paz tendrían que ser financiados por ahorro público adicional, recolocación del gasto público o recursos externos…”
No es extraño, pues, que el presidente Cristiani se resistiera a que los asuntos económicos y sociales se incluyeran en el documento final. A ello paradójicamente pudo haber ayudado el hecho de que el FMLN, que llevaba años aspirando al triunfo militar de la revolución (y por tanto a la imposición de un sistema socialista), no tuviera mayores ideas para negociar reformas económicas estructurales en un sistema capitalista.
Dicen de Soto y Del Castillo que las experiencias adquiridas en países como el nuestro demuestran que la posguerra necesita de medidas económicas especiales, porque a las necesidades de reconstrucción hay que agregar las necesidades normales del desarrollo. Los autores responsabilizan a Naciones Unidas y a los organismos financieros internacionales de no haber sido capaces de prever esta situación ni montar una estructura para ello, ni de ver la posguerra como un periodo que requiere de la normalización de las dinámicas económicas. Lo cierto es que De Soto y del Castillo pecan de exceso de elegancia. No fue solo responsabilidad de Naciones Unidas, sino, y sobre todo, del gobierno Cristiani y del FMLN. Este último, además de mostrarse incapaz de articular propuestas, se negó también a ceder espacios para que otros las articularan.
El FMLN se integró rápidamente a la vida política con la intención deliberada de copar todos los espacios correspondientes a la oposición. Se fue devorando al resto de la izquierda por eliminación o prepotencia e impidió hasta donde pudo el crecimiento de las nuevas ideas que no emanaran de su seno. ARENA hizo lo mismo en la derecha.
Como escribió Roberto Turcios la semana pasada: “Tal vez el espíritu de los Acuerdos de Paz y de las reformas constitucionales fue superior al de la implementación, pues no había una generación de demócratas para realizarlo”.
Los dos partidos firmantes de Chapultepec encontraron rápidamente cuán rentable era la polarización política, que les daba el monopolio en su lado del espectro; y se negaron a liderar uno de los principales propósitos de los Acuerdos de Paz: la reunificación de la sociedad. Los gobiernos de ARENA entendieron el fomento a la cultura de paz como dejar de hablar de la guerra, de investigar sus hechos o de discutir esos años. Evitaba, dijeron todas las administraciones areneras, “reabrir heridas”, a pesar de que estas claramente no habían cerrado.
La polarización alcanzó sus peores niveles durante el gobierno de Francisco Flores, cuando éste canceló incluso las conmemoraciones de la firma de los Acuerdos de Paz. Había prometido “cruzar el puente” para tender su mano a la oposición; lo que hizo, en cambio, fue engañarlos –a ellos y al resto del país– ocultando el proyecto de dolarización; y acto seguido apartarlos de todo el proceso de reconstrucción y de manejo de fondos, tras los terremotos de enero y febrero de 2001.
No es entonces casual que un cuarto de siglo después los salvadoreños continuemos divididos. No ha habido en las extremas liderazgo político capaz de asumir el compromiso de reunificación social. No ha habido reflexión pública sobre aquellos Acuerdos. No ha habido siquiera reconocimiento de las causas que nos llevaron a la guerra.
A principios de este año, en un foro sobre los Acuerdos de Paz realizado en la Universidad de Nueva York, el excomandante guerrillero Facundo Guardado dijo que la única causa de la guerra era la imposibilidad de la participación de ideas distintas a las del régimen en la vida política. Es decir, según Guardado, aquello fue una lucha popular contra la dictadura militar porque no permitía la democracia. Desde luego es una aseveración muy corta. Si bien este fue el principal motivo para que algunos se incorporaran a la lucha armada, no era ni el único motivo ni fueron sus convencidos los únicos que se incorporaron a la lucha. La resistencia contra la represión fue uno de los principales motivos para que muchos otros salvadoreños empuñaran las armas; y de entre ellos no fueron pocos quienes lo hicieron tras haber sufrido la muerte o la desaparición de algún familiar.
Profesionales, obreros y campesinos, y entre ellos miles de mujeres, se unieron a la revolución por la justicia social y por el fin de la explotación; no pocos inspirados en la doctrina social de la Iglesia católica. No era democracia el principal motivo por el que sacrificaron sus vidas. Era la posibilidad de una vida digna. Hasta el coronel Molina, penúltimo presidente de la dictadura, reconoció esto. Los campesinos, dijo, no se habían beneficiado nunca del producto de su trabajo. En otras palabras, habían sido explotados.
Es innegable que las condiciones en que vivían en aquellos años los campesinos han mejorado, sobre todo en lo concerniente a las libertades civiles. Pero la paz no les ha ofrecido mucho más.
En estos veinticinco años de posguerra y vida democrática, la mejor perspectiva para la mayoría de la población es emigrar. El heredero del Acuerdo de Chapultepec no fue, como afirmaron y probablemente anhelaban los firmantes, el pueblo salvadoreño. Fueron las dos fuerzas políticas que lo firmaron. Son ellas las que lo secuestraron. Son ellas las que fallaron.
También falló Estados Unidos, el gran pirómano del conflicto, que lo alimentó con millones de dólares. Que en 1992, en boca de su vicepresidente Dan Quayle, se comprometió a hacer aportes significativos al proceso de reconstrucción nacional. Y que lo primero que hizo fue iniciar las deportaciones masivas de pandilleros formados en las calles de Los Ángeles, cuando el país no tenía ninguna capacidad de recibirlos. Aquellos pandilleros habían llegado años antes a California, siendo niños, huyendo del conflicto que ellos, los Estados Unidos, financiaban.
Las deportaciones no han cesado. Estados Unidos es corresponsable también de esta violenta posguerra, pero tampoco ha demostrado ninguna capacidad de autocrítica cuando se trata de reflexionar sobre lo que nos pasó después de la firma de aquellos acuerdos, de los que hoy cumplimos veinticinco años. Pero no serán los primeros acusados. Porque sería eximirnos, a todos los salvadoreños, de nuestra propia responsabilidad, que es la principal.