Ciencia sin alma: la impronta neoliberal en la investigación científica chilena
19.12.2016
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19.12.2016
Cada año, cuando se discute el presupuesto de la Nación, emergen grupos que exigen o imploran mayores recursos para sus respectivas áreas. El mundo científico se suma a esta vorágine a través de cartas a los medios de comunicación que apelan a la importancia de la ciencia para el desarrollo y el futuro. Por supuesto, muchos sectores usan ese mismo argumento, pues son muchas las áreas importantes para el desarrollo y el futuro. Al final del día la reiteración de este “lugar común” no parece lograr efecto ni en la ciudadanía ni en la clase política, las cuales siguen sin dar muestras de interés real por financiar la ciencia.
Para debatir al respecto hace falta por lo menos saber cómo se pretende que la actividad científica sea un aporte al país. Un editorial de El Mercurio del día 1 de noviembre nos da una pista. En ese texto, se defiende la importancia de la ciencia para el desarrollo social y económico del país, que «se manifiesta en la creación de nuevo conocimiento, tanto aquel generado exclusivamente por la curiosidad como aquel motivado por el interés de aplicarlo a las actividades productivas».
Parece obvio que para aportar al desarrollo del país la investigación científica financiada con recursos públicos debería tener un «interés público». Sin embargo, ni la curiosidad ni la innovación productiva implican necesariamente esta motivación. De hecho, todos los mecanismos que financian la ciencia en Chile son competitivos y están centrados en investigaciones individuales, por lo tanto, la motivación de cada proyecto es netamente personal. De haber alguna vocación pública esta sólo se debe a la iniciativa del investigador a cargo de determinado proyecto, pues el aparato público no impone ninguna obligación de relacionarse con el resto del mundo, llámese país, sociedad, Estado, otras investigaciones, etc.
La evaluación de los proyectos, en tanto, también descansa sobre una concepción individual de la investigación, donde predominan indicadores cuantitativos generados exclusivamente por cada proyecto, como patentes o publicaciones especializadas. No existe una medición de impacto que considere esfuerzos colectivos o de largo plazo. Y como la única forma de intercambiar conocimiento entre las distintas investigaciones es mediante estos objetos, se crean mercados para ellos y, por lo tanto, se transan según la oferta y la demanda.
Entonces, ¿qué es la “ciencia chilena” si ésta está centrada en individualidades, si no contempla explícitamente el interés público en sus motivaciones y si es evaluada por su capacidad de aportar al mercado? La respuesta es sencilla, pero dura: la ciencia en Chile actualmente es una actividad de interés privado subsidiada por el Estado, es decir, con recursos de toda la sociedad. Así, en las condiciones actuales, más recursos para la investigación es más subsidio público a estas actividades privadas.
Lamentablemente, la lectura de muchas cartas solicitando más recursos para la investigación indica que el mundo científico, aunque con la mejor de las intenciones, acepta este modelo privatizado sin mayores cuestionamientos.
Por cierto, esta columna no es una crítica personal a quienes de una u otra forma estamos insertos en este esquema, sino que al modelo que hay detrás. En las líneas siguientes se argumentará por qué la ciencia en Chile está privatizada y carece de un objetivo superior, lo que ha generado una brutal desarticulación del quehacer científico y la creación de una dicotomía ficticia entre investigar motivado sólo por curiosidad o investigar explícitamente para el mercado (innovación).
Esto explica, en parte, porque la ciencia hoy por hoy poco puede aportar a la sociedad y cómo esto es percibido por la ciudadanía, que nada de empatía ha mostrado a los casi desesperados llamados de los científicos por tener más recursos para la investigación.
Una de las principales motivaciones de los científicos del mundo antiguo fue su curiosidad, nacida de la naturaleza misma del ser humano, que busca comprender el mundo que lo rodea y modificarlo para su beneficio (tanto en el buen como en el mal sentido). Con el paso del tiempo esta ciencia motivada por la curiosidad fue anidándose en instituciones que hoy conocemos como “universidades”, y poco a poco el financiamiento de la actividad científica pasó de mecenas filántropos a financiamiento desde el Estado.
A pesar de este financiamiento público, buena parte de los investigadores se refugian en la curiosidad como algo supuestamente libre de ideologías. Y argumentan que la «pureza» del conocimiento es un aporte en sí mismo a la sociedad, tal como decía el filósofo chileno Jorge Millas, allá por los años 70 y 80. Y es justamente a principios de los años 80, en medio de la dictadura cívico-militar chilena, donde se impusieron las formas de financiamiento a la investigación que conocemos hasta hoy en día[1].
La ciencia en Chile actualmente es una actividad de interés privado subsidiada por el Estado, es decir, con recursos de toda la sociedad. Aún más, en las condiciones actuales, más recursos para la investigación sería más subsidio público a estas actividades privadas
En Chile prácticamente todo el financiamiento a la ciencia es de carácter competitivo. Competencia no solo entre los investigadores para acceder a financiamiento, sino que entre los temas a investigar.
Un 80% de los fondos repartidos por Conicyt y la Iniciativa Científica Milenio (ver gráfico 1), entregan libertad absoluta a los postulantes de elegir la temática a investigar y el Estado no impone ningún tipo de prioridad. Esta absoluta liberalización de los temas, asume que es la curiosidad la única motivación de los proyectos. Asume también que, usando ciertos criterios que intentan asegurar que sea una investigación de buena calidad según los estándares internacionales, se elegirá correctamente cuál tema merece financiamiento.
Para 2017, $170 mil millones del erario público se dejarán al criterio de personas, las que están sujetas a sesgos de todo tipo y que investigarán lo que estimen conveniente. De hecho, el defendido programa Fondecyt, que representa el 54% del presupuesto de Conicyt, es el mejor ejemplo de financiamiento a proyectos individuales con temáticas completamente liberalizadas. O sea, que mientras los investigadores hagan ciencia de calidad, como país nos da exactamente igual qué se investigue.
La lógica que sustenta este esquema es que la investigación libre de intervenciones y de sesgos se distribuirá naturalmente en todas las áreas del saber, y que la actividad científica se autorregulará en cuanto a la ética de su quehacer, debido a la objetividad de la curiosidad humana.
Por cierto, esta visión extremadamente idealista y liberal deja de lado el hecho de que los y las investigadoras son seres humanos que no pueden abstraerse de su entorno ni ser ajenos a incentivos de todo tipo que hacen imposible que la elección de temáticas a investigar sea absolutamente objetiva.
Uno de los principales sesgos que nublan la objetividad de la curiosidad tiene que ver con la asignación altamente competitiva de los fondos para investigar. Una consecuencia directa de esto es la valorización de prácticas más relacionadas con la burocracia que con la ciencia misma. Capacidades en administración, manejo de recursos, manejo de los tiempos y formación de redes de contacto, son los elementos más relevantes a la hora de obtener financiamiento regular a través de mecanismos competitivos.
Por su parte, los mecanismos de evaluación de la ciencia, que pretenden asegurar su calidad, recaen en indicadores cuantitativos, dentro de los cuales el más importante es la cantidad de publicaciones en revistas especializadas generadas por cada investigación. La preponderancia de estas publicaciones en las evaluaciones hacen que se conviertan en un objetivo en sí mismo, generando una presión exógena innegable sobre los investigadores y sus equipos de trabajo.
De hecho, el sistema global de publicaciones especializadas viene hace años acumulando críticas en todo el mundo. Una de ellas, es que la enorme presión por publicar ha generado una verdadera crisis de reproducibilidad, que incluye manejo de condiciones experimentales y pruebas estadísticas para demostrar la hipótesis planteada desde un inicio. También la exaltación de resultados positivos y el descarte de los negativos, así como la valoración de temáticas poco novedosas -entre otras malas prácticas- producto de la presión por publicar, han hecho que muchos investigadores incurran en conductas alejadas de la ética profesional.
Por último, las millonarias rentabilidades que manejan las empresas editoras de estas revistas[2], su capacidad de manejar la tendencia internacional de temáticas al decidir el volumen de trabajos publicados en tal o cual área y la discriminación que ejercen sobre investigadores e investigadoras que no son de países líderes en investigación, han puesto en tela de juicio al sistema de publicaciones especializadas en todo el orbe.
A pesar de estas críticas, en Chile y en gran parte del mundo se siguen utilizando estos indicadores como evaluación de la calidad de las investigaciones, lo que ha fomentado la competitividad a toda costa[3] y ha relegado a la curiosidad a un plano muy secundario.
Gráfico 1. Fondos competitivos alojados en CONICYT e ICM. Se hizo una caracterización semi-cuantitativa del grado de libertad de las temáticas a financiar en cada fondo, yendo desde los que no imponen ninguna prioridad o focalización (a la izquierda) hasta aquellos fondos que tiene temáticas definidas previamente como Fondap. También se muestran dos características cualitativas: la naturaleza de los grupos ejecutores de los proyectos (investigadores/as individuales o grupos de investigadores) y el enfoque o centralidad de la evaluación. El área de cada figura es proporcional el monto asignado para el año 2017.
Significado de siglas: Fondecyt: Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (el principal y más antiguo fondo); ICM: Iniciativa Científica Milenio (nacido en los años 90, como financiamiento al conocimiento de excelencia de nivel mundial, depende del Ministerio de Economía); Fondequip: Fondo de equipamiento (relativamente nuevo enfocado a financiar la compra de equipamiento de laboratorio mediano y mayor); Fondap: Fondo de Desarrollo de Áreas Prioritarias; Fondef: Fondo de Fomento al Desarrollo Científico y Tecnológico; PIA: Programa de Investigación Asociativa (que incluye centros basales y anillos de investigación); Región: Fondo para Centros Regionales, Explora (varios fondos con foco en la divulgación y educación científica); Fonis: Fondo Nacional de Investigación en Salud (financiado por el Ministerio de Salud y administrado por Conicyt).
Esta lógica competitiva, alimentada año a año por el estancamiento de los fondos para investigar y el aumento de investigadores nuevos, empuja a los profesionales de la ciencia a convertirse en individuos aislados, altamente especializados y alienados de su entorno. El carácter globalizado del sistema de publicaciones o incluso el de postulaciones a fondos internacionales, además de aislar del entorno, pretende aplanar las enormes diferencias que hay en distintos entornos geográficos.
Investigadores latinoamericanos buscan competir de igual a igual con centenarios centros de investigación del hemisferio norte, con las obvias diferencias de recursos monetarios, infraestructura, capital cultural y de costos de tecnologías, entre otras. Esta situación deviene en una dependencia cultural de los centros de investigación nacionales, pues los grandes temas a investigar son impuestos desde el primer mundo a través del sistema de publicaciones, de los proyectos internacionales o del intercambio de investigadores[1].
Por cierto, las instituciones que albergan las investigaciones nacionales poco y nada tienen que decir ante la elección de las temáticas, pues se acepta que cada investigación es una individualidad que a la institución le sirve para sumar puntos en sus indicadores y recibir el overhead de los proyectos (porcentaje del dinero de cada proyecto que va directamente a la institución). Indicadores y dinero fresco, ambos muy apetecidos por las universidades de todo tipo, dado que deben autofinanciarse para competir en el mercado de la educación superior.
Así las cosas, para competir con las investigaciones del primer mundo en condiciones de recursos limitados, es que se han precarizado cada vez más las condiciones laborales de todos los equipos investigativos (incluyendo a los mismos directores de las investigaciones) con horarios extenuantes, falta de derechos laborales y una preocupante minimización de toda actividad que no contribuya directamente a la productividad.
Las estadísticas indican que Chile es el mejor país en Latinoamérica en indicadores de publicaciones especializadas (y niveles de impacto de éstas). Ello debiera ser fuente de preocupación, ya que ha sido conseguido sobre los hombros de investigadores e investigadoras precarizados, mediante el aislamiento académico y fomentando una competencia casi inhumana.
Finalmente, en este escenario, todo el conocimiento nuevo generado por las investigaciones queda reducido a un montón de publicaciones hiper-especializadas, que eventualmente tienen un valor entre la comunidad de esa especialidad[2], pero en ningún otro sitio aparte del mercado de las publicaciones. Sin embargo, en la comunidad científica prevalece la idea de que la acumulación de publicaciones especializadas de alto nivel puede -de alguna forma indeterminada- convertirse en información útil para el país o con la capacidad de resolver problemas de nuestra sociedad actual.
Para el sociólogo argentino Pablo Kreimer, dedicado a investigar la ciencia en Latinoamérica, esta idea simplemente es “realismo mágico”, pues en la práctica un montón de publicaciones científicas especializadas por sí sola nunca tendrá utilidad más allá de la descrita.
No obstante lo anterior, hay que reconocer que existen esfuerzos por identificar mecanismos que le confieran valor a la investigación básica, que trascienda la producción de publicaciones especializadas. De esta forma, se argumenta que el nuevo conocimiento generado llega a la sociedad a través de la cultura y la educación.
Sin embargo, la extrema desigualdad en el acceso a la cultura que existe en Chile hace muy poco efectivo ese traspaso. Existen algunas iniciativas aisladas que pueden ser interesantes como el Congreso del Futuro o el Festival Puerto de Ideas, pero que no pasan de lo pintoresco debido a lo acotado de sus convocatorias.
En Chile prácticamente todo el financiamiento a la ciencia es de carácter competitivo. Competencia no solo entre los investigadores para acceder a financiamiento, sino que entre los temas a investigar
Lo mismo ocurre con el vínculo entre la ciencia y la educación. El citado editorial de El Mercurio argumenta que la investigación y el conocimiento son necesarios para «otorgar el soporte en el que se sustentarán las nuevas generaciones de profesionales que requieren del lenguaje científico y su método para realizar con éxito sus actividades». Sin embargo, con la educación terciaria tal como está, la creación de carreras de pre y postgrado solo obedece al mercado y, por lo tanto, el aporte que el nuevo conocimiento puede ofrecer a las generaciones de profesionales en formación queda relegado a lo qué necesita (o más bien vende) el mercado. En la educación primaria y secundaria, entre tanto, se observa una absoluta inexistencia de propuestas para la educación científica en las últimas reformas educacionales.
A pesar de lo descrito, son muy destacables los esfuerzos por establecer mecanismos de vinculación ciencia-cultura o ciencia-educación desde la academia, como la divulgación científica o la colaboración con la educación primaria y secundaria. No obstante, estos esfuerzos quedan reducidos a anécdotas o a esfuerzos personales, que son castigados con la consiguiente disminución de competitividad.
Si bien es cierto hay iniciativas que pretenden potenciar estos mecanismos (por ejemplo, el Programa Explora de Conicyt), éstas son muy menores en comparación a los esfuerzos por potenciar la relación investigación-empresa (ver gráfico 2).
Además, los fondos del Programa Explora, así como los relacionados con la cultura y las artes, también obedecen a lógicas competitivas.
Finalmente, todo el valioso conocimiento nuevo generado por el aparato científico nacional queda minimizado en objetos prácticamente inútiles para el resto de la sociedad, a pesar de ser financiados por esta misma. Sin duda, la lejanía de la ciudadanía con la ciencia es en buena parte resultado de este aislamiento académico, y financiar a los científicos en sus laboratorios y oficinas se convierte en la práctica más en un gasto que en una inversión.
Uno de los paradigmas de la modernidad es que el progreso de la ciencia está directamente ligado al desarrollo de las naciones. Los teóricos del desarrollo dicen que esta habría sido la clave para que los países del primer mundo llegaran a donde están y, por lo tanto, aquellos que nos encontramos en vías de desarrollo debemos seguir esta senda. De acuerdo con esta lógica, la investigación no puede seguir ensimismada, reproduciéndose ajena a la sociedad, sino que debe apuntar a la generación de innovaciones productivas basadas en conocimiento de punta.
Finalmente, todo el valioso conocimiento nuevo generado por el aparato científico nacional queda minimizado en objetos prácticamente inútiles para el resto de la sociedad, a pesar de ser financiados por esta misma
Así, estos teóricos toman la crítica al aislamiento de la investigación descrito anteriormente y la adaptan para justificar el fomento a la innovación productiva. La instalación de este paradigma en todos los gobiernos post-dictadura explica el gran impulso a la innovación desde mediados de los años 90, los esfuerzos por acercar a las universidades al mundo productivo, los millones gastados en exenciones tributarias y la preponderancia de reparticiones de índole económico en temas de ciencia y tecnología, donde podemos contar la creación de reparticiones públicas dedicadas al tema, como el Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad (que luego cambió su nombre reemplazando “competitividad” por “desarrollo”).
De hecho, el presupuesto de Corfo, donde se alojan buena parte de los fondos para innovación, es el triple de Conicyt (el cual que también incluye fondos relacionados con la innovación); y es 20 veces más que el presupuesto de la Dibam (ver gráfico 1).
Según este paradigma de la modernidad, las innovaciones productivas -o empresas innovadoras– generan ventajas comparativas respecto a otros países, particularmente en productoresde commodities como Chile. Con estas innovaciones productivas se dinamizanlos mercadosy se atraen nuevas inversiones. No es coincidencia que los conceptos clave de esta idea provengan todos de la teoría económica y se basen en el crecimiento de la economía del país, o sea, en el crecimiento de los mercados.
El negocio de las publicaciones científicas mueve en el mundo entre U$ 5 y 10 billones anuales. Para acceder a un trabajo se debe pagar por la publicación individual o por subscripciones anuales. Esto último es lo que hacen normalmente las instituciones. De hecho Conicyt gastó en 2016 en este concepto $ 7 mil millones
Pero, ¿cómo llega el desarrollo basado en el mercado a cada habitante del país? La opción para algunos pocos será convertirse en “innovador”, un Steve Jobs local, afamado, adinerado y hasta filántropo si se quiere; para la mayoría la opción es el «chorreo», que en teoría se posibilita a través de políticas subsidiarias y de políticas laborales, las que ya sabemos no se caracterizan por su modernidad. Es decir, la innovación no nos ofrece nada muy nuevo al viejo lema capitalista: “cualquiera puede ser rico, pero no todos”.
Para los teóricos de la innovación, que van desde la derecha conservadora hasta el partido socialista[3], todas las necesidades de la sociedad se solucionan con crecimiento económico, o sea, con más mercado. Desde esta perspectiva, la forma más efectiva de que las investigaciones científicas pueden aportar a la sociedad, sería a través de la innovación, a la que convenientemente se le han quitado los apellidos productivo o empresarial.
Por cierto, nadie podría estar en contra de innovar, menos los científicos quienes por definición estamos llamados a ser innovadores (en el sentido real de la palabra).
Pero la innovación –en su versión ligada al mercado- presenta importantes limitaciones. Pensemos en salud y la investigación biomédica que se desarrolla en Chile. La creación de fármacos y vacunas son dos de los hitos más importantes en salud pública mundial. Buena parte de los conocimientos desarrollados en investigaciones biomédicas nacionales apuntan en un corto o largo plazo a desarrollar este tipo de productos. Es lógico pensar entonces que estas investigaciones tienen un interés público o social.
No obstante, bajo la lógica de la innovación, el noble objetivo de crear una cura a alguna enfermedad debe convertirse en el menos noble objetivo de crear un negocio que venda dicha cura. Esto lo puede hacer la misma investigadora o investigador con ayuda de su institución (hoy, prácticamente todas las universidades poseen incubadoras de negocios propias), o puede simplemente vender su innovación a un laboratorio nacional o transnacional. Entonces, ¿dónde queda la buena intención de curar una enfermedad? Escondida bajo el precio que esa empresa ponga a esa cura ahora llamada producto. ¿Quiénes accederán a ese producto? Los pacientes, ahora clientes, que puedan pagar dicho producto desarrollado con fondos públicos.
El desembarco de los teóricos del desarrollo en el diseño de políticas públicas también se puede apreciar en la creación de instrumentos que asumen que el mercado puede solucionar todo tipo de problemas. Ejemplos hay varios, pero vale la pena mencionar algunos:
El fondo IDeA temático de Fondef para adultos mayores, que financia la creación de productos y servicios orientados a mejorar las condiciones de vida de los adultos mayores; el concurso Valparaíso SmartCity de la incubadora de negocios de la PUCV, que pretende premiar innovaciones empresariales que mejoren alguno de los incontables problemas de la Ciudad Puerto y la conviertan en una «ciudad inteligente»; o Fondef orientado a TICS, que pretende que investigaciones en tecnologías de la información y la comunicación se conviertan en productos o servicios que puedan ser vendidos a colegios o sostenedores. Todos estos concursos pretenden solucionar algunos problemas extremadamente sensibles de nuestra sociedad actual, exclusivamente a través del mercado. Utópico, por lo bajo.
Lamentablemente el problema no es solo la errada idea de que el mercado es capaz de solucionar todo, sino también el discurso extremadamente individualista que se esconde detrás de la innovación científica.
Los mecanismos de innovación pretenden que el “innovador” sea una persona o empresa que acumule riqueza mediante su innovación (parte de su carácter esencialmente privado). Por más “social” o interés público que tenga su idea, él innovador es forzado a ser competitivo, primero por el filtro que imponen los mecanismos concursables: hay que competir con los otros posibles innovadores y los criterios de elegibilidad incluyen necesariamente un modelo de negocios viable. En segundo lugar, si una innovación logra insertarse en el mercado, ésta debe ser lo suficientemente competitiva y, por lo tanto, rentable para imponerse a las dinámicas de la oferta y la demanda.
La promesa implícita de riqueza material es particularmente sensible al mundo científico. No porque los científicos y científicas sean personas ávidas de dinero, sino por las condiciones de profunda precariedad laboral existentes en el mundo científico que afectan especialmente a los más jóvenes. Ser científico joven en el mundo, y en particular en Chile, es un tormento de incertidumbre: escasos contratos, pocas oportunidades laborales, bajos salarios, pocas oportunidades de ascenso, discriminación contra la mujer, entre otros problemas ampliamente descritos. Estas precariedades convierten muchas veces a la innovación en una buena oportunidad, especialmente cuando ya no se es tan joven y hay una familia que mantener.
Esto último no quiere decir que ser un innovador y aventurarse en el mundo empresarial desde el mundo científico sea condenable. De hecho la innovación productiva en sí misma es algo deseable si se vincula a la diversificación productiva. Los problemas son la lógica privada de la innovación, la que implica por un lado subvencionar ganancia privada con dinero público y, por otro, creer que el mercado podrá solucionar todos los problemas de nuestro país.
A su vez, hay un problema estratégico en creer que por sí solas las innovaciones subsidiadas por el Estado podrán desplazar al extractivismo de su posición hegemónica en la producción nacional. Por un lado, las innovaciones, al ser entendidas como proyectos individuales, están completamente disociadas de los procesos creativos que permiten su formulación y, por lo tanto, obedecen a intereses y capacidades netamente particulares. Por otro lado, para desplazar a estos grandes capitales, muchos de ellos transnacionales, hacen falta en primer lugar, voluntades políticas inquebrantables que decidan hacerle frente a esta situación mediante un cuerpo robusto de políticas públicas que claramente van más allá de subsidios competitivos a proyectos individuales y desarticulados.
Dadas estas situaciones, vemos que el actual sistema de investigación nacional está privatizado en cuanto a motivaciones, financiamiento e impacto. La concepción privatizada de cada investigación implica entender la creación de conocimiento como un evento aislado y esto explica la total desarticulación de los esfuerzos en investigación del país.
Dicho de otro modo, para poder transferir el conocimiento nuevo generado aisladamente a otras investigaciones, éste debe ser cosificado, o sea, convertido y simplificado en una publicación, una patente, un estudio, un producto, etc. Esto conduce a que se formen grupos que investigan lo más básico, otros grupos que traducen el conocimiento técnico en conocimiento comercial (lo que se conoce en inglés como «traslational research«) y otros grupos generan los productos o servicios que se puedan insertar en el mercado.
(Ser innovador no es condenable)…El problema está en la lógica privada de la innovación, que implica subvencionar ganancia privada con dinero público y creer que el mercado podrá solucionar todos los problemas de nuestro país
Como todo funciona desarticulado, sin un proyecto global, estos objetos son la única forma de que otros grupos no relacionados eventualmente tomen ese conocimiento y avancen al próximo paso de manera lineal.
Por cierto, estos productos tienen originalmente otros objetivos, pero se han desvirtuados al ser considerados como única forma de salida de los proyectos y única forma de comunicación entre distintas investigaciones. El nuevo objetivo, sin embargo, alimenta los mercados que comercian con dichos productos.
Claramente este modelo lineal centrado en individualidades no ha logrado los resultados esperados, ni siquiera en el acotado objetivo de apuntar al sector productivo. La individualidad de los fondos competitivos no pueden asegurar una continuidad en este modelo lineal, generando un desacople de la transferencia de conocimientos (o transferencia tecnológica). Si bien esta falencia ha sido identificada por los teóricos del desarrollo, quienes asumen que el problema es la falta de estas investigaciones intermedias que conecten la creación de conocimiento básico y la creación de productos o servicios para el mercado, no se ha cuestionado este modelo lineal e individual de creación de conocimiento.
Para solucionar este problema se han gastado millones en fondos como Fondef o GoToMarket, que han tenido resultados muy discretos[1]. Mientras no exista un proceso continuo y dialogante de investigación, es muy difícil pensar en que se logre una solución, más aún si se pretende atacar problemas no necesariamente relacionados con el sector productivo, que es solo una parte del deseado interés público.
Finalmente, si pretendemos que la investigación científica tenga algún impacto en el desarrollo del país o el bienestar de la población, no basta declararlo: es necesario establecer mecanismos para que este objetivo se cumpla. En una próxima columna, presentaremos una visión alternativa de la investigación científica, cómo se debiera relacionar con su objetivo declarado y cómo podemos salir de la burbuja en la que la academia se ha encerrado. Hasta ahora las visiones más conservadoras han primado en el debate y esperamos que con este análisis y propuestas podamos ampliar el debate y comenzar a darle un alma a la investigación científica nacional.
[1] Para revisar algunos datos se puede consultar: ¿Dependientes o integrados? La ciencia latinoamericana y la nueva división internacional del trabajo. Nómadas 24, 199-212 (2006)
[2] Hay estudios (Lariviere & Gingras, 2009) que muestran que buena parte de los artículos publicados en el mundo han sido citados menos de 4 veces, y entre 10 y 30% no han sido citados nunca.
[3] Podemos ir desde la derecha con Tomás Flores, subsecretario del gobierno de Piñera, miembro de Libertad y Desarrollo, o la Fundación Idea País, hasta la vieja concertación y las políticas pro-innovación del par Lagos-Bitrán, este último vicepresidente actual de Corfo. Hasta la discurso más moderno de la Nueva Mayoría, relatada en el libro El Otro Modelo, que cuenta entre sus autores al experto de la teoría del desarrollo JM Benavente y políticos más “rebeldes” como el socialista Fernando Atria.
[4] Esta imposición del actual esquema de financiamiento de la investigación vino de la mano con las grandes reformas neoliberales al sistema universitario a principios de los años 80. También se desmembró a la Universidad de Chile y se impuso el autofinanciamiento a todas las instituciones de educación superior, minimizando el aporte estatal, obligando a los estudiantes a pagar y a las instituciones a competir.
[5] El negocio de las publicaciones científicas tiene ganancias anuales de entre 5 y 10 mil millones de dólares. Para acceder a un trabajo se debe pagar por la publicación individual o por subscripciones anuales. Esto último es lo que hacen normalmente las instituciones. De hecho CONICYT gastó el 2016 en este concepto, $7 mil millones. Por su parte quienes quieren publicar su trabajo en una de estas revistas también debe pagar, incluso en las revistas de acceso libre que han venido en alza los últimos años. Por cierto, este costo por publicar también es cargado al financiamiento estatal.
[6] Para profundizar se puede consultar a Marc Edwards y Roy Siddhartha en “Academic Research in the 21st Century: Maintaining Scientific Integrity in a Climate of Perverse Incentives and Hypercompetition“ (2016)
[7] Respecto a este «fracaso» se pueden consultar las evaluaciones al programa Fondef, que desde 1990 intenta llenar – sin demasiado éxito – ese vacío entre conocimiento básico y conocimiento aplicado al mercado. http://www.latercera.com/noticia/menos-del-5-los-proyectos-fondef-generado-patentes-25-anos/