“El camino es la recompensa” o las dificultades de crear un Frente Amplio en Chile
06.12.2016
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06.12.2016
La frase del título corresponde al discurso que pronunció el maestro Oscar Tabárez durante la bienvenida a la selección uruguaya luego de obtener el 4º lugar en el mundial de Sudáfrica. Tal vez, la sentencia del maestro sea tan o más apropiada para pensar la política que el fútbol. Muchas veces, los actores políticos incurren en lo que se denomina “mímica institucional”. Observando que una determinada institución o forma de hacer las cosas da buenos resultados en otro contexto, se importa “la forma” esperando llegar al mismo puerto.
Un buen ejemplo se observa en la construcción de los Estado-Nación en Europa, institución que los latinoamericanos adoptamos sin conseguir los mismos resultados.
En Europa, el Estado-Nación fue el resultado de un largo proceso –que duró más de cuatro siglos- en que la autoridad política se fue centralizando a través del enfrentamiento entre distintos tipos de “señores de la guerra” y sus ejércitos. La guerra, y la logística necesaria para poder hacer la guerra de modo eficiente les permitió a dichos monarcas contar con el despliegue territorial propicio para poder ejercer soberanía y subyugar a sus rivales. Quienes triunfaron en ese proceso, sin proponérselo, crearon lo que hoy conocemos como Estados-Nación.
Luego de la independencia de España, las colonias latinoamericanas replicaron este formato institucional. Pero nuestros Estados-Nación, construidos por decreto, eran más bien de papel. A diferencia de las guerras europeas, las guerras de independencia y civiles que sacudieron nuestro continente en los siglos XVIII y XIX se pelearon al interior de cada territorio, no en sus fronteras. Así, en lugar de afianzar la soberanía estatal, las guerras devastaron las sociedades, minaron el control territorial del Estado y la capacidad de nuestras sociedades de desarrollarse productivamente. Esta situación persistió en muchos países hasta casi 1870, cuando distintos liderazgos autoritarios lograron centralizar mínimamente el poder estatal.[1]
En síntesis, aunque el formato de Estado-Nación era similar en Europa y Latinoamérica, el funcionamiento de uno y otro terminó siendo muy diferente.
La clave de las diferencias está en el proceso, no en la forma o en el objetivo trazado por los emuladores: los europeos crearon el Estado-Nación sin quererlo; los latinoamericanos se propusieron crear Estados-Nación y no pudieron más que imitar la forma.
Recientemente, Revolución Democrática, el Movimiento Autonomista, y un variado conjunto de organizaciones han anunciado la pretensión de constituir un Frente Amplio que se plantee como alternativa a al “duopolio”. La exitosa candidatura de Jorge Sharp en Valparaíso proveyó nuevos bríos a esta iniciativa. Recientemente, se ha anunciado que la nueva organización probablemente lleve como candidato presidencial a Carlos Ruiz.
Los “frentes” no son nuevos en la política chilena. Chile tuvo una temprana experiencia en los años 30, en que se constituyó un Frente Popular exitoso. Esto lo convierte en uno de los países latinoamericanos con más larga experiencia en la conformación de frentes populares. No obstante, las nuevas organizaciones de izquierda que emergieron en buena medida a partir del movimiento estudiantil, han declarado que el Frente Amplio uruguayo es el modelo que lo inspira. Por supuesto, inspirar no supone convertirse en un modelo a emular o imitar, y eso es algo que los promotores del Frente Amplio chileno parecen tener claro.
(A los nuevos movimientos de izquierda chilenos) “no solo les falta recuperar el respaldo de las movilizaciones estudiantiles en 2011. Sobre todo les falta enraizarse en la clase trabajadora, en los sectores populares. No hay masividad de base sindical o poblacional”.
No obstante, en esta columna queremos remarcar que existen desafíos significativos para lograr que esta nueva instancia “frenteamplista” pueda tener el éxito de la versión uruguaya.
El rasgo esencial que distingue al Frente Amplio de Uruguay de otras experiencias formalmente similares, es su capacidad de reproducir en el tiempo y de propagar territorialmente, un partido orgánico de masas. Su habilidad de sostener altos niveles de movilización por más de 45 años, así como la reproducción entre generaciones de una identidad partidaria, es impactante en términos comparados.
El Frente Amplio de Uruguay se forjó en 1971 a partir de la coalición de partidos de izquierda, fracciones de los partidos tradicionales, pero además, incluyó un movimiento de bases, de ciudadanos independientes. Se forjó en un momento de alta polarización, y en oposición a gobiernos que se habían vuelto cada vez más autoritarios (aún en el contexto pre-dictatorial).
El surgimiento del Frente Amplio también se produjo con el trasfondo de más de una década de estancamiento y varios años de crisis económica, en pleno apogeo de la Guerra Fría y en la primavera de la Unidad Popular en Chile (Ver Piñeiro, Pérez y Rosenblatt). De hecho, es interesante que el Frente Amplio que hoy inspira a las jóvenes organizaciones chilenas fuera fuertemente influido por la experiencia de Chile a principios de los ‘70. En suma, este contexto histórico fue propicio y clave en la constitución del ADN del partido político de izquierda en formación.
Esas condiciones históricas no están presentes hoy en el caso de Chile y su ausencia genera dos obstáculos de enorme envergadura para el Frente Amplio en formación: ¿cómo generar vínculos orgánicos y relativamente estables con sectores relevantes de la ciudadanía?, ¿cómo generar grados razonables de cohesión interna?
Estos obstáculos no necesariamente limitan la capacidad del Frente Amplio para lograr éxitos electorales. No obstante, sin vínculos orgánicos estables y sin una estructura interna en que lo colectivo pese más que liderazgos individuales, es muy difícil lograr persistir en el tiempo y eventualmente gobernar con éxito.
Analicemos por qué ambos obstáculos son difíciles de sortear para el novel Frente Amplio chileno.
Primero, en el Chile actual no existen los niveles de unidad de la clase trabajadora y de los movimientos sociales que se daban en Uruguay (y en ese plano, en buena parte de la región) en los años 70.
Una de las grandes metas que se propuso el Frente Amplio, desde sus orígenes, fue la construcción de puentes sólidos entre el movimiento social y la organización partidaria, siempre apuntando a la unidad de acción.
Otro de sus elementos distintivos es que, junto a la coalición de sectores y partidos políticos, en los primeros documentos se menciona explícitamente la existencia de bases partidarias organizadas de manera autónoma y que rápidamente fueron teniendo lugar en la dirección partidaria. Se integraba así un movimiento de independientes de base que había florecido en menos de un año a lo largo del país (ver Piñeiro, Pérez y Rosenblatt). Es decir, las bases políticas estaban organizadas desde la concepción misma del Frente Amplio y, además, eran auto-convocadas y se organizaban solas (en algunos alineadas con algún sector político-partidario, pero eran esencialmente de base). Para la elección nacional de 1971 (unos meses después de fundado el FA) constituían un ejército de voluntarios, disponibles para organizar y movilizar.
Los grupos que buscan formar un Frente Amplio en Chile cuentan a su favor con la épica del movimiento estudiantil, que sin duda marcó la historia reciente. Pero, no parece claro que esa genere los niveles de lealtad y cohesión interna que se necesitan para construir un proyecto de organización estable y exitoso en el mediano plazo.
Chile posee hoy una sociedad civil sumamente fragmentada, en términos socioeconómicos, territoriales, y funcionales (ver columna Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres). Por fragmentación funcional nos referimos a una situación en que existen múltiples movimientos sociales, pero usualmente se enfocan en asuntos o problemáticas específicas. En estas columnas los hemos llamado “ciudadanos monotemáticos” (ver columna Por qué usted puede estar ayudando a la crisis de nuestra democracia). Si bien esos movimientos tienen éxito al generar acción colectiva y visibilizar problemas en distintas políticas públicas, es difícil que provean la base para la articulación de un partido político con horizontes más amplios. Esto, porque la necesidad de los partidos de tomar posición sobre un vasto abanico de temas rápidamente puede entrar en conflicto con quienes sostienen demandas intensas pero muy acotadas.
En cuanto al movimiento sindical,que ha sido un componente esencial del éxito del Frente Amplio uruguayo, en Chile no sólo es estructuralmente débil, sino también sumamente fragmentado. En este sentido, cabe recordar que además de la represión y eliminación de los militantes de los partidos de izquierda, la dictadura chilena introdujo reformas tendientes a la atomización estructural del sindicalismo, eliminando la negociación colectiva, la coordinación entre empresas y ramas de actividad, e introduciendo la competencia sindical a nivel de cada empresa particular. Luego, la sub-contratación permitió también fragmentar a la planta trabajadora de cada empresa. Estos rasgos estructurales permanecen en pie luego de casi tres décadas de política democrática.
En síntesis, la sociedad civil chilena no posee los grados de organización y coordinación entre organizaciones que permitan forjar una amplia coalición social y política.
En este contexto, el Frente Amplio chileno enfrenta un enorme desafío estructural, típico de sociedades desiguales y fragmentadas: ¿cómo construir plataformas programáticas comunes, que permitan al mismo tiempo movilizar a amplios sectores de la ciudadanía y dar unidad interna al partido en formación?
Ya en sus orígenes, el Frente Amplio chileno es muy estrecho. Representa en buena medida, la iniciativa de una masa crítica surgida de las movilizaciones estudiantiles y sus derrames ulteriores, pero sin inserción popular.
Son, en otras palabras, jóvenes de elite, ABC1, que deben trabajar mucho para salir de sus zonas de confort (Ñuñoa, Santiago, Providencia, Valparaíso), e intentar así generar lazos orgánicos con el mundo popular.
A ese mundo popular, lo conoce mucho mejor la UDI que ellos. Y en todo caso, es un mundo popular al que la política (al menos la partidaria e institucional), le resulta hoy muy ajena y muy desagradable.
En suma, no solo falta recuperar el respaldo que encontraron las movilizaciones estudiantiles en 2011. Sobre todo, falta lograr enraizarse en la clase trabajadora, en los “sectores populares”. No hay masividad de base sindical o poblacional.
Adicionalmente, al Frente Amplio de Chile le falta la movilización “desde abajo,” que potenció los inicios del Frente Amplio uruguayo en 1971. El nuevo Frente Amplio debiera ser capaz de traducir y canalizar la adhesión, hasta ahora inorgánica, a alguno de sus liderazgos a la construcción política desde abajo. Para eso, también debe estar menos orientado a potenciar el liderazgo de sus figuras principales, y más enfocado en la construcción de poder “desde abajo” y desde los territorios.
En este plano, las redes sociales viralizaron hace un par de semanas un divertido instructivo para ayudar a diferenciar a Giorgio Jackson y Gabriel Boric. Aunque divertido, ese instructivo da cuenta del brutal personalismo del que dependen dos de las organizaciones clave del Frente Amplio en formación. En el Frente Amplio de Uruguay, ya desde 1971, los líderes individuales eran relevantes, pero la masividad y la activación de base era (y es) un rasgo definitorio. Esto es, precisamente, lo que suele atraer del caso uruguayo a quienes vienen del mundo de los movimientos sociales en Chile. Y lo que al mismo tiempo, lo hace más difícil de emular en una sociedad contemporánea.
Al igual que la ausencia de vínculos fuertes con la sociedad civil, la posible falta de cohesión interna compromete el proyecto político chileno.
¿Cómo se forjó la unidad interna del Frente Amplio uruguayo que hizo posible que durante más de 40 años solo sufriera escisiones menores y sin consecuencias políticas significativas (el que se fue terminó perdiendo votos y quedó en el ostracismo político)?
Sin vínculos orgánicos estables y sin una estructura interna en que lo colectivo pese más que liderazgos individuales, es muy difícil lograr persistir en el tiempo y eventualmente gobernar con éxito.
El Frente Amplio uruguayo surgió, al igual que el chileno, enfrentado a un “duopolio”: el de los partidos Blanco y Colorado. Los partidos tradicionales constituían un cartel político que había congelado la competencia programática para asegurar la moderación de las políticas públicas y que, protegido por la “Ley de Lemas” y el funcionamiento de un sistema de reparto clientelar muy extendido, había bloqueado sistemáticamente la irrupción de terceras fuerzas desde comienzos del siglo XX.
Cuando la Ley de Lemas no fue suficiente, ambos partidos tradicionales aprobaron en 1996 una reforma constitucional (introduciendo el ballotage), logrando bloquear la llegada del Frente Amplio al gobierno por un período adicional.
Así, el Frente Amplio de Uruguay, que gana las elecciones en 2004, había pasado 33 años en la oposición a gobiernos blancos y colorados; teniendo como única experiencia de gobierno, dos períodos en la Intendencia de Montevideo.
Tal vez más relevante fue la experiencia del partido durante la dictadura cívico-militar (1973-1985). En ese período, el Frente Amplio de Uruguay estuvo proscrito y sus militantes fueron sistemáticamente perseguidos, exterminados, encarcelados, o exiliados. En este sentido, el Frente Amplio se constituyó casi inmediatamente después de su fundación, en una comunidad de sangre.
Los líderes sobrevivientes tenían “muertos en común”, así como habían compartido años de cárcel, exilio, o clandestinidad. Esas experiencias dolorosas y trágicas también estimulan el surgimiento de lealtades personales. Y dichas lealtades contribuyen a que las disputas individuales, propias de todo partido político, sean absorbidas y canalizadas por la organización. La vieja Concertación se forja también sobre esas bases. Sus limitaciones tienen más que ver con la pérdida de los vínculos con la sociedad civil que con la falta de cohesión interna (ver Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad).
Adicionalmente, el Frente Amplio de Uruguay adquirió mucha gimnasia organizacional a partir de la coordinación de la oposición a las reformas de mercado impulsadas en los ‘90 por ambos partidos tradicionales. El proceso reformista fue impulsado por los gobiernos del Partido Nacional (1990-1995) y del Partido Colorado (1995-2000) y (2000-2005). Este proceso encontró su freno en la oposición liderada por el Frente Amplio en alianza con el movimiento sindical, por la vía del uso de mecanismos de democracia directa. A raíz de todo esto, y aún hoy, podría decirse que en el Frente Amplio de Uruguay, el todo sigue siendo más que las partes, y el partido es mucho más que la suma de sus candidatos o liderazgos principales.
Los movimientos y partidos políticos que se proponen construir un Frente Amplio en Chile tienen por delante el desafío de superar la enorme dependencia de unos pocos líderes muy emblemáticos. El haber surgido a partir de una instancia de movilización intensa pero relativamente inorgánica en el 2011, los vuelve ricos y diversos, pero al mismo tiempo frágiles.
De hecho, tanto Revolución Democrática como la original Izquierda Autónoma sufrieron ya quiebres o conflictos internos relevantes, motivados por conflictos derivados de decisiones estructuralmente similares a muchas que deberán tomar en el futuro (aceptar el pacto tácito con la Concertación que permitió a Giorgio Jackson llegar sin competencia a la diputación por Santiago; la posición favorable de Gabriel Boric respecto a la candidatura de Jorge Sharp en Valparaíso).
En definitiva, los grupos que buscan formar el Frente Amplio de Chile cuentan a su favor con la épica del movimiento estudiantil, uno que sin duda marcó la historia reciente del país. Sin embargo, no parece claro que esta experiencia pueda engendrar los niveles de lealtad y cohesión interna, necesarios para construir un proyecto de organización estable y exitoso en el mediano plazo.
En aparente contraposición con lo anterior, el Frente Amplio chileno podría contar con una ventaja respecto a su contraparte uruguaya: la relativa apertura del mercado político en Chile en función de la crisis de representación que hoy atraviesa el país.
No obstante, esa ventaja es aparente y le jugará en contra. El Frente Amplio original adquiere altos niveles de cohesión interna perdiendo elecciones durante varios ciclos electorales. Los partidos tradicionales pierden muy lentamente su arraigo electoral, y siguen manteniendo una alta capacidad de movilización electoral y de reproducción de sus identidades partidarias. En dicho contexto, las candidaturas frenteamplistas, hasta entrados los años 90, eran casi testimoniales: no podían ganar. El problema es que cuando se tienen chances reales de ganar la elección, cuando las candidaturas pueden terminar siendo exitosas, inevitablemente hay que tomar decisiones difíciles que llevan a disputas internas.
En dicho contexto, no es fácil promover la postergación de la ambición individual o evitar transitar por encrucijadas que tensionan los valores de la organización. En esas instancias, las organizaciones diversas y sin mucha cohesión se quiebran, alienando a militantes que atrajeron en su formación y que rápidamente se sienten traicionados en sus valores. Y aún cuando se evita una fractura, es muy difícil mantener la corresponsabilidad necesaria por parte de una masa crítica de militantes a favor del desarrollo de la organización.
En síntesis, la secuencia y la temporalidad importan y las dificultades iniciales pueden traducirse en fortalezas. No es lo mismo desarrollar una organización fuerte en un contexto de vulnerabilidad, que hacerlo teniendo éxito rápidamente. Aspirar a cargos de elección popular, y eventualmente gobernar sin haber desarrollado la cohesión interna, puede convertirse en flor de un día.
Además de los dos desafíos propios del proyecto, el contexto institucional chileno tampoco es muy halagüeño para la construcción de partidos políticos (sea el Frente Amplio o cualquier otro). El hiper-presidencialismo vigente en Chile y el nuevo sistema electoral que comenzará a regir en la próxima elección parlamentaria, son algunas de las variables institucionales que dificultan la construcción de organizaciones partidarias; en tanto no generan incentivos propicios para la construcción y el fortalecimiento de organizaciones partidarias.
El nuevo sistema electoral, por ejemplo, impulsa la fragmentación partidaria. Y este tipo de incentivo dificulta la construcción de organizaciones fuertes. Si bien el futuro está abierto, y es posible que más adelante se genere un nuevo equilibrio competitivo entre grandes fuerzas políticas, es probable que el futuro cercano sea uno en que predomine la fragmentación política (ver Perú, ¿el futuro político de Chile?).
Dicha fragmentación se condice con el probable descongelamiento del sistema político de la transición y el surgimiento de múltiples proyectos de nuevas fuerzas políticas de las que solo una muy pequeña minoría tiene probabilidades ciertas de sobrevivir y crecer en el largo plazo.
Para terminar, volvamos al principio. La frase del maestro Tabárez estuvo antecedida de las siguientes: “No nos quedemos solo con los resultados para valorar lo que se hace, el éxito no son solo los resultados, sino las dificultades que se pasan para obtenerlo y el espíritu de plantearse desafíos para superarlos”.
Como hemos señalado aquí, la construcción de nuevos partidos (y no solo nos referimos al caso del Frente Amplio) es sumamente compleja e improbable. Más en el contexto de las condiciones estructurales que hemos descrito en columnas previas de esta serie. Pero señalar la improbabilidad del objetivo, y sus dificultades, no debe ser leído como imposibilidad. Hacer política supone ensayar estas transformaciones. En retrospectiva, cuando todos pensábamos que “los jóvenes no estaban ni ahí”, estalló la movilización social, y alteró para siempre el orden precedente. Y en cualquier caso, el camino es la recompensa.
[1] Sobre estos argumentos véase Tilly, C. (1992). Coercion, capital, and European states, AD 990-1992. Wiley-Blackwell y Centeno, M. A. (2002). Blood and debt: War and the nation-state in Latin America. Penn State Press.