Trump, la rebelión de los ricos y el declive del progresismo neoliberal
18.11.2016
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
18.11.2016
¿Estarían los medios y los analistas en similar estado de alarma y estupefacción si Hillary Clinton hubiese ganado las elecciones del pasado martes? Probablemente se hablaría más del hito histórico de la primera presidenta mujer en Estados Unidos que del fracaso de los demócratas entre la clase trabajadora blanca. No quiero relativizar la victoria de Donald Trump y sus más que seguras terribles implicaciones. Trump es probablemente el candidato ideológicamente más inclinado a la derecha del Partido Republicano en décadas, su plataforma política estuvo basada en ideas abiertamente xenófobas, racistas y misóginas, y recibió el apoyo explícito del Ku Klux Klan, que hoy celebra su victoria como propia.
El comportamiento de Trump como candidato nunca se enmarcó dentro de los parámetros convencionales. Desafió a las elites de Washington y a las de su propio partido en un claro giro populista, buscó protagonizar todo tipo de polémicas de las que casi siempre salió victorioso, y a pesar de que la economía norteamericana crece y genera empleos, a diferencia de otras economías avanzadas, en especial en Europa, su campaña se basó en un discurso catastrofista.
Pero para interpretar con perspectiva la victoria republicana cabe confrontar las explicaciones unidimensionales –resumibles en los 140 caracteres de un tweet–, y la tendencia a leer el último evento político (sea Trump o un movimiento de protesta) como algo nuevo y sin precedentes –tendencia que obsesiona a tantos periodistas, sociólogos y analistas políticos en la actualidad–.
Mi argumento principal es que la desmovilización de su propio electorado y cambios modestos pero significativos al interior de grupos de votantes clave en lugares clave determinaron la derrota de Clinton.
Trump ganó la elección por una combinación de factores: algunos reflejan el impacto de cambios de largo aliento en la economía sobre las clases sociales, los grupos étnicos y los géneros, y otros se refieren a las características de la contienda electoral propiamente tal. En esta columna analizo las causas de su triunfo, pero me distancio de algunas interpretaciones difundidas en los medios.
Mi argumento principal es que la desmovilización de su propio electorado y cambios modestos pero significativos al interior de grupos de votantes clave en lugares clave determinaron la derrota de Clinton. La candidata tuvo un desempeño inferior al de Obama entre los votantes de menores ingresos, los blancos, las mujeres, y las minorías étnicas. Trump recupera parte de la votación tradicional del Partido Republicano y disputa segmentos que han sido leales a los demócratas. Trump basó su victoria en esos pequeños cambios, y no en un maremoto racista o misógino (lo que no significa que él o que una parte de sus partidarios no lo sean).
Trump, antes que el líder de una rebelión de la clase obrera blanca, debe ser visto como exponente de la rebelión de los ultra-ricos contra una versión progresista del neoliberalismo que no da respuesta a demandas históricas de las clases medias y trabajadoras. Trump no es la causa del giro populista de los republicanos, sino la culminación de un proceso de radicalización de ese partido anticipado en los años precedentes por los neocons, el tea party y la derecha cristiana. Por eso, aun si hubiera perdido, el trumpismo ya había ganado.
Trump ganó en número de delegados electos para el colegio electoral, pero perdió por 400 mil votos en voto popular [este margen es superior y seguramente cambie cuando finalice una revisión oficial en tres estados en que aún debe completarse]. Con sus 60,47 millones de sufragios, Clinton obtuvo 1,7 millones menos que Obama en la elección de 2012, y 9,1 millones menos que el mismo Obama en la elección de 2008, la del “yes, we can” en la que el Partido Demócrata ganó los comicios en medio de la peor crisis económica en casi un siglo. Trump, en cambio, con sus 60,07 millones de votos, obtuvo sólo 1,3 millones más que M. Romney en 2012, apenas 130 mil votos más que J. McCain en 2008, y 2 millones de votos menos que George W. Bush en 2004, el último republicano en ganar una elección.
Estos datos sugieren que parte del problema con los demócratas radicó en la incapacidad de la candidata de movilizar y retener a su propio electorado. Es sabido que después de su derrota en las primarias de 2008 ante el propio Obama, Hillary Clinton consideraba que esta elección era su turno, que la nominación del partido le tocaba por derecho propio. Los Clinton cargan con una imagen que los sitúa como representantes del establishment y aliados de Wall Street, elemento que Trump explotó hasta la saciedad.
Trump tuvo mejores resultados en los estados donde la desigualdad del ingreso es más alta, a pesar de que los más pobres no necesariamente le votan.
Aunque carece de poder predictivo, ya era sintomático que en las primarias de su partido, Bernie Sanders la derrotase en estados como Wisconsin, Indiana y Michigan, donde el martes pasado Trump sacó ventajas mínimas pero decisivas sobre Clinton. Es un hecho que Clinton estaba lejos de ser la candidata ideal en un contexto donde la crítica al establishment se tomaba la opinión pública. Dicha crítica, aunque estridente en boca de Trump, no era totalmente nueva para la clase obrera blanca. Este grupo expresa un resentimiento contra la elite profesional aunque admira a los ricos, y desconfía del gobierno federal por su incapacidad para llevar la reactivación a sus comunidades. El importante incremento del voto popular por terceros candidatos (se multiplicó por 3 con respecto a la elección anterior, llegando a cerca de 6 millones) es otro indicador de esta tendencia. Dicho eso, Trump no ganó barriendo con su principal rival: obtuvo menos votos populares que Obama en 2008 y G. W. Bush en 2004. Más que una victoria neta de Trump, la del martes más parece una derrota de Clinton y de la estrategia del establishment demócrata.
Una interpretación predominante en los medios es que los grupos sociales más golpeados por la crisis económica habrían dado la espalda a los demócratas. Esta interpretación no es del todo precisa si consideramos los datos de encuestas a boca de urna publicadas por el New York Times y CNN.
En efecto, Clinton venció a Trump en los grupos de ingresos más bajos con el 53% entre los que ganan menos de US$ 30 mil al año, y con un 51% entre los que ganan entre US$ 30 mil y US$ 50 mil al año (Trump obtiene un 41% y un 42% respectivamente).
Por su parte, el republicano se impone en todos los grupos de votantes con ingresos superiores a US$ 50 mil al año, tal como antes lo hicieran otros candidatos de su partido. Sin embargo, respecto a la elección de 2012, el voto republicano en estos dos grupos de ingresos creció un 16% y un 6% respectivamente. El desempeño de Trump entre los que ganan menos de US$ 50 mil al año es el mejor de un candidato republicano desde 2004. Trump también gana en el grupo de votantes sin educación universitaria, 51% contra un 45% de Clinton, en circunstancias que tanto en 2008 como en 2012 Obama se impuso en este grupo con un 53 % y un 51% respectivamente. Además, en esas ocasiones, los demócratas sacaron márgenes de diferencia más amplios en los grupos de ingresos más bajos. Por tanto, se observa una modificación en curso de las preferencias en algunos segmentos del grupo de bajos ingresos (no en todo el grupo) hacia el partido republicano. Está por verse si esta tendencia se consolidará o profundizará en el futuro.
Trump, antes que el líder de una rebelión de la clase obrera blanca, debe ser visto como exponente de la rebelión de los ultra-ricos contra una versión progresista del neoliberalismo.
Es importante observar que sólo un 36% de los que votaron tienen ingresos por debajo de US$ 50 mil. Esto, en circunstancias que un 70% de los mayores de 15 años (y un 46% de los hogares) en ese país declaran ingresos inferiores a esa cifra. Las personas con ingresos más altos (y más educación) tienden a votar más que los de ingresos bajos, lo que se traduce en la sub-representación de los más pobres en el proceso electoral. Estas cifras confirman una cierta desmovilización del electorado más proclive a votar por los demócratas.
En Estados Unidos, la experiencia de pertenecer a determinados grupos de ingresos (o a las clases) está modulada por los grupos étnicos de pertenencia, y por el área geográfica. Se ha dicho que la victoria de Trump se explica por el vuelco de una clase trabajadora blanca angustiada con diversos cambios sociales. Algunos comentaristas se refieren a este grupo como la “basura blanca” (white trash): los perdedores de la globalización estarían abrazando discursos nativistas y revanchistas contra la población de color. Los datos disponibles muestran que la población blanca, grupo que concentra más de dos tercios de los votantes efectivos, respaldó mayoritariamente a Trump (58% contra un 37% de Clinton). Los blancos de todos los sexos, niveles educativos y grupos de edad respaldaron al republicano, con excepción de un grupo: las mujeres con estudios universitarios, que prefirieron a Clinton (51% vs. 45% de Trump).
Sindicatos debilitados y en mínimos históricos hacen más difícil la redistribución, con lo que aumenta la desprotección de la clases asalariadas.
En cambio, un 88% de afroamericanos, un 65% de latinos y un 65% de asiáticos votó por Clinton. En la elección de 2008, Obama conquistó a un 43% del voto de los blancos, un 67% de hispanos y un impresionante 95% del voto de los afroamericanos. Proporcionalmente, más blancos votaron por Obama en las dos elecciones anteriores que en ésta por Clinton. Trump se hizo con condados que votaron por Obama en 2008 y 2012, y fue especialmente fuerte en condados con una alta proporción de blancos de clase trabajadora. Además, y a pesar de la retórica beligerante que utilizó durante su campaña, el candidato republicano fue capaz de arañar números relativamente considerables en estos grupos: un 33% de latinos hombres, un 26% de las latinas, y un 8% de afroamericanos le votó. Estos cambios, por pequeños que parezcan, pueden inclinar una elección en estados donde la diferencia entre ambos partidos se reduce a pocos miles de votos.
Aunque Clinton se impuso entre las mujeres (54% contra un 42% del republicano), Trump casi duplica el respaldo a Clinton entre las mujeres blancas sin educación universitaria (62% vs. 34%). En cambio, entre las mujeres no blancas de clase trabajadora (negras, latinas y asiáticas), Clinton obtiene un 75% contra un 20% de Trump. Estas diferencias sugieren que la pertenencia étnica (la “raza”) modela las preferencias políticas de las mujeres de clase trabajadora. Dicho de otro modo: la raza incide decisivamente en el tipo de experiencia de clase que viven los distintos grupos sociales. Pero la pertenencia de clase no es trivial: la clase trabajadora blanca profesa valores que no conectan del todo con el discurso progresista y pro-mujer que es transmitido por profesionales y políticos de elite. Clinton tuvo problemas para comunicarse efectivamente con esos segmentos sociales e interpretar sus problemas y aspiraciones.
Esos problemas se comprenden mejor al analizar la divisoria geográfica del voto. El mapa de rojos y azules con los resultados por estadosejemplifica esa división. Pero ésta también se refleja en el contraste entre grandes ciudades y áreas menos pobladas y rurales. Mientras Clinton ganó prácticamente todas las grandes urbes (más del 80% de los condados de las grandes ciudades), Trump le supera en todas las otras aglomeraciones, con diferencias superiores al 70% en las ciudades pequeñas y muy pequeñas, y con casi un 85% en las zonas rurales.
Las diferencias entre grandes urbes y el resto del país, parecen reflejar un clivaje que no es sólo cultural (entre zonas cosmopolitas y abiertas, y otras tradicionales y conservadoras) sino también de experiencias de (des)integración en la economía global. Las percepciones sobre la economía y el futuro personal se construyen sobre la base de experiencias y memorias individuales y colectivas. Perder el trabajo o la casa, endeudarse para pagar la universidad, sentir incertidumbre o que se está perdiendo bienestar, son distintos modos de experimentar tiempos de crisis. Distintos grupos viven los cambios en modos variados, pero, como hemos visto, la pertenencia étnica, geográfica y de clase modula sus respectivas experiencias y las lecciones que sacan de ellas.
El mensaje de Trump caló con fuerza allí donde el declive de la industria ha sido más notorio. Es decir, en los estados en torno a los grandes lagos del noroeste y el Midwest, donde se ubican los grandes centros manufactureros del país, la producción de vehículos, la industria del acero (el Rust Belt). Aquí se ubican la mayoría de los condados que pasaron de mayoría demócrata a republicana con márgenes de diferencia más grandes (superiores a 15%). Este cambio explicaría las decisivas victorias de Trump en Iowa, Wisconsin y Michigan: si Clinton retenía esos estados habría ganado el colegio electoral aún perdiendo Florida. Desde la década de 1970, el sector industrial tradicional ha perdido unos 10 millones de puestos de trabajo. Mientras muchas grandes empresas migraron a lugares con costos laborales y tasas impositivas más bajas (China, México, Europa del Este), los sectores que protagonizan la cuarta revolución industrial (Silicon Valley) son muy poco intensivos en fuerza de trabajo, con lo que no son capaces de sustituir a la vieja industria y compensar sus efectos.
En las primarias demócratas Bernie Sanders derrotó a Clinton en estados como Wisconsin, Indiana y Michigan, donde el Trump sacó ventajas mínimas pero decisivas.
Facebook tiene un valor de mercado de alrededor de US$ 350 mil millones y emplea menos de 15 mil personas. Google, con un valor de mercado de casi US$ 229 mil millones emplea 57 mil personas. En 1955, General Motors tenía 577 mil empleados y US Steel 268 mil empleados. Hoy, GM emplea 216 mil personas y US Steel a 43 mil personas.
El rasgo distintivo de la nueva economía es que cada vez menos personas son necesarias para conducir áreas claves de la economía. Desde el punto de vista de los salarios y la redistribución, esto significa que muy pocos empleados altamente calificados crean mucho valor y concentran altos ingresos, mientras que los restantes empleos añaden muy poco valor y son relativamente mal remunerados. Las proyecciones de la oficina de estadísticas del trabajo de los Estados Unidos sugieren que los empleos que requieren de habilidades en ICT (Information and Communication Technologies) apenas crecerán para 2024 (mientras que el empleo en la industria manufacturera continuará su caída, con un 1% menos que en la actualidad). La creación neta de empleos se ralentiza y la participación en la fuerza de trabajo cae, al tiempo que muchas compañías buscan explícitamente sustituir trabajo humano por robots o procesos automatizados. Estas tendencias no sólo amenazan a los empleos de cuello azul (muchos de los cuales fueron fuente de ingresos de clase media), sino también a muchos de cuello blanco.
En paralelo, la sindicalización sigue cayendo desde los 1970s. En la actualidad, un 11% de trabajadores pertenece a un sindicato, 10 puntos menos que en 1983. Los trabajadores sindicalizados en el sector privado representan apenas el 6% (un 35% en el sector público). Sindicatos debilitados y en mínimos históricos hacen más difícil la redistribución, con lo que aumenta la desprotección de las clases asalariadas. Además, los partidos políticos del centro a la izquierda tienen menos incentivos para atender a las demandas de los trabajadores cuando el sindicalismo es débil, un efecto que se demuestra relevante también en otros países.
La caída del empleo industrial, la emergencia de una industria cada vez mas automatizada, sumada a la crisis de 2008 –que a su vez fue una consecuencia directa de la financialización de la economía–, afectan y preocupan especialmente a la clase que vive del trabajo. Trump tuvo mejores resultados en los estados donde la desigualdad del ingreso es más alta, a pesar de que los más pobres no necesariamente le votan (también porque votan mucho menos que el resto). Cambios en la distribución del ingreso y la composición misma de la fuerza de trabajo afectan las expectativas de vida de grandes colectivos. Pero estos son cambios en curso hace varias décadas, también en otras economías avanzadas.
Más que una victoria neta de Trump, la del martes más parece una derrota de Clinton y de la estrategia del establishment demócrata.
Estudios han comprobado que las dificultades económicas, el temor al cambio, y la reacción conservadora del votante de mayor edad de ingresos medios, explican el crecimiento del voto por partidos anti-establishment y de discurso nativista en Europa. Ante estos cambios, los partidos del centro a la izquierda han carecido de respuestas adecuadas. Los partidos socialistas y socialdemócratas en Europa hace años que están perdiendo votos, a manos de partidos rivales que les desafían a su derecha y a su izquierda. Sus votantes tradicionales les abandonan porque no dan respuestas efectivas a sus problemas y aspiraciones: difícilmente podían hacerlo después de converger con la derecha en la agenda liberalizadora de la tercera vía (de la que Bill Clinton fue un gran exponente).
En un contexto en el que la política populista tomaba centralidad, Trump conectó con comunidades postergadas que desean barrer Washington no porque crean necesariamente en el gobierno mínimo, sino porque desconfían de sucesivas oleadas de burócratas que no han traído la prosperidad perdida. El Partido Demócrata falló al rendirse ante el deseo de los Clinton y desestimar las señales que mostraban a Hillary como una pésima candidata.
Sorprende de Trump su personalidad y sus ideas, pero Italia ya nos anticipó en los noventa que un multimillonario populista (misogino y machista) puede presentarse como adalid del hombre común y triunfar electoralmente.
Además, cabe notar que las últimas primarias del Partido Republicano fueron un desfile de candidatos de extrema derecha y ultraconservadores. Lo cierto es que hace más de una década que este partido experimenta un proceso de radicalización. Uno de los factores fundamentales en dicho proceso es el activismo militante de grupos conservadores, que han conseguido imponer sus ideas en temas variados tanto en la elite como en la base del partido. El Tea Party es uno de los ejemplos más recientes: inoculó un discurso contrario a las elites de Washington pero que resultaba coherente con el programa neoliberal, pues promovía la austeridad fiscal y una presencia mínima del gobierno federal. Sarah Palin, la conservadora candidata a la vicepresidencia en 2008 por los republicanos, fue promovida precisamente para conectar al partido con las bases de la derecha cristiana. En 2009 Palin se transformaría en una de las caras visibles del naciente Tea Party. La derecha cristiana ha actuado como un movimiento social que literalmente ha ocupado ese partido en diversos estados, moviéndolo todavía más a la derecha.
Mientras estos grupos actuaban por la base, la elite republicana abrazaba a los halcones neoconservadores, que dominaron la política exterior de EEUU en el gobierno de Bush. Pero la radicalización es de tal magnitud que el propio George W. Bush parece hoy un tipo razonable al lado de Donald Trump. Es este proceso de derechización progresiva de los republicanos el que explica la fuerza de la apuesta populista de Trump, que lo llevó a imponerse tanto dentro del partido como entre las bases electorales republicanas. Trump no se entiende sin esta lenta pero progresiva radicalización al interior de su propio partido.