Domesticando al Doctor Frankenstein
18.11.2016
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18.11.2016
El plan era escribir esta columna en la madrugada del miércoles pasado. Después de ser testigo de la fiesta en el cuartel general de Hillary Clinton –del discurso de la primera Presidenta electa de Estados Unidos y de la presentación de Lady Gaga; después del himno interpretado por Katy Perry y los fuegos artificiales sobre el río Hudson– escribiría sobre lo perturbadoramente cerca que había estado Donald Trump de ganar las elecciones. Sobre cómo los medios habíamos subestimado las opciones de este megalómano, racista y misógino de avanzar en su aventura presidencial, y de qué lecciones debíamos sacar de este desenlace terrorífico (Trump Presidente) al que nos habíamos asomado con el vértigo de pararse en la cornisa del abismo.
Esa columna, claro está, jamás la escribí. Esa madrugada, en cambio, me encontré vagando por las calles del Midtown neoyorquino, después de ser testigo de una noche inolvidable: la fiesta convertida en tragedia en el comando demócrata en Jatvis Center; la incredulidad de turistas y locales siguiendo el dramático giro de los hechos en las pantallas gigantes de Times Square; el puñado de trumpistas festejando fuera del Hotel Hilton, donde el nuevo Presidente electo daba su primer discurso.
Eran ya las 4 de la madrugada, y en las calles aledañas al Hilton sólo quedaban los camiones satelitales de la TV, y un grupo de trabajadores latinos limpiando, literalmente, la basura de la fiesta de los partidarios de Trump. Y las tres preguntas rondando la mente cuando nos asomamos al abismo: ¿Cómo pudimos equivocarnos tanto? ¿Qué hará ahora Trump?, y ¿Qué fuerzas se han desatado?
Recién ahora me animo a intentar contestarlas.
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El «sesgo de confirmación» es la mejor respuesta que tengo a la primera pregunta. Es, en sicología, la tendencia a favorecer la información que confirma las hipótesis o creencias previas, por sobre aquellos datos que resultan disruptivos.
Quienes hemos seguido por largo tiempo la política estadounidense nos guiamos por cierto número de fuentes: determinadas encuestas y promedios de encuestas; algunos analistas; modelos de predicción electoral. No lo hacemos por capricho, sino porque esas encuestas, analistas y predictores han adelantado correctamente el resultado de las elecciones anteriores. Cuando Nate Silver, por dar un ejemplo, había acertado 101 de los 102 últimos resultados de estados en las elecciones presidenciales de 2008 y 2012, parecía del todo razonable seguir con atención sus pronósticos. Cuando las mismas encuestas que habían predicho los triunfos de Bush en 2004, y Obama en 2008 y 2012, daban ahora a Clinton una ventaja modesta, pero clara, parecía lógico tomar su victoria como el escenario más probable.
Lo que muchos no supimos leer, es que esas fuentes de conocimiento convencional, útiles en elecciones anteriores, se enfrentaban esta vez a una campaña sin precedentes. La candidatura de Trump ya había desafiado todos los pronósticos al sobrevivir por 17 meses, arrasando a su paso con todo el establishment republicano, ganando la nominación y siguiendo en carrera pese a una interminable serie de escándalos y posiciones extremas que hubieran acabado con un candidato normal en una campaña común y corriente.
Aquí es donde entra el «sesgo de confirmación». Las encuestas y los pronósticos reafirmaban nuestra visión del mundo: que era imposible que un candidato como Trump fuera Presidente. Así lo dictaba la experiencia de tantas campañas en que este tipo de postulantes (extremos, estrambóticos y demagogos), aparecían de pronto, le daban cierto color a la campaña y colapsaban luego tan rápidamente como habían despegado. Trump había durado más que ninguno, es cierto, pero su derrota final confirmaría que nuestros conocimientos seguían siendo útiles: al final, como habíamos predicho desde el principio, terminaría colapsando.
La inédita travesía de Trump, en cambio, debió haber encendido antes las alarmas: su sola sobrevivencia probaba que esta no era una elección como cualquier otra, y la incertidumbre, por lo tanto, era mucho mayor. En rigor, de hecho, las encuestas no se equivocaron tanto. Pronosticaban una ventaja a nivel nacional de unos tres puntos para Hillary, y probablemente Clinton termine ganando por más de un punto (su ventaja está en torno a 1,1%, y sigue creciendo a medida que se cuentan papeletas rezagadas de California).
Ese error de poco menos de 2%, razonable en una elección corriente, se amplificó por el sistema de colegio electoral, que hace que un pequeño cambio en un estado bisagra pueda dar vuelta el resultado, y por nuestra propia confianza en la exactitud de esos pronósticos.
El problema no fue tanto lo que no sabíamos. Fue lo que no sabíamos que no sabíamos.
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Lo increíble es que, cuando aún no entendemos del todo qué salió mal, ya estamos de nuevo aplicando los conocimientos del pasado al nuevo escenario político. Calcando ese mismo «sesgo de confirmación» al impredecible mundo que se abre.
La última moda es –desde sesudos analistas estadounidenses hasta anónimos tuiteros chilenos– dar por hecho que Trump será «domesticado». Que sus promesas incendiarias quedarán en el olvido y que, de aquí en más, actuará como un razonable hombre de Estado.
«Es en el interés nacional esperar que Trump sea una persona “educable”», dice el veterano Henry Kissinger, y eso que lanza como una esperanza, para otros parece una certeza.
«Los republicanos tradicionales y los líderes empresariales que probablemente Trump va a nombrar formarán sus políticas», dice Nouriel Roubini, en un artículo titulado, precisamente, «La domesticación de Trump». «Dada la inexperiencia de Trump, será mucho más dependiente de sus asesores», asegura.
La tendencia general parece ser la de «normalizar» a Trump, mostrándolo como un Presidente electo más.
De nuevo, estamos aplicando viejas reglas para escenarios nuevos. Sí, tradicionalmente la burocracia estatal y la elite partidaria son capaces de diluir los instintos más rupturistas de los gobernantes, pero ¿cómo saber si eso se aplicará a un fenómeno sin precedentes como Trump?
En verdad, el salto de fe que nos proponen Roubini y otros en el establishment político es extraordinario. Nos dice que confiemos en que el mismo Partido Republicano que fue tomado por asalto, capturado y humillado por un candidato afuerino, logrará, justo ahora que ese candidato ha legitimado su poder, reducirlo y cooptarlo.
La «domesticación» de Trump me trajo a la memoria la cobertura del New York Times en otra ocasión en que un líder autoritario y xenófobo trepó hasta el poder de una gran democracia occidental basado en un discurso de odio y de grandeza nacional perdida.
«Varias fuentes confiables y bien informadas confirman la idea de que el antisemitismo de Hitler no fue tan genuino ni violento como sonaba, y que él estaba usando propaganda antisemita como un cebo para capturar masas de seguidores», escribía el Times el 21 de noviembre de 1922. Y poco después, el 21 de diciembre de 1924, titulaba «Hitler domesticado por la cárcel» (ver artículos).
Por supuesto, Trump no es Hitler. Si el austríaco era un fanático sin escrúpulos, el estadounidense es un pragmático sin escrúpulos. Pero ese «pragmatismo» no necesariamente es sinónimo de moderación. Al revés: Trump ha ido comprobando, paso a paso, que el extremismo, la doctrina del odio y la mentira como método político son herramientas eficaces. Tan eficaces, que han puesto a un empresario sin experiencia política, sin apoyos institucionales y sin grandes redes de donantes en la Casa Blanca.
¿Por qué habría ahora de renunciar sin más a armas tan útiles? Por cierto, en el período de la «luna de miel» puede ser eficaz tender puentes y moderar el discurso. Pero, apenas aparezcan las dificultades, ¿por qué no volver a apostar por la misma tecla? Si insultar a los mexicanos y discriminar a los musulmanes sirvió para llegar al poder, ¿por qué estas u otras víctimas no habrían de ser utilizadas ahora para conservar y reforzar ese poder cuando las circunstancias así lo aconsejen?
Una estrategia de conocida utilidad para cualquier gobernante en problemas, desde que Nerón usó el incendio de Roma para desviar el odio hacia una minoría religiosa. Y vaya que hay incendios posibles de aprovechar para un imperio en el mundo de hoy.
Trump ya tiene al hombre adecuado para ello: nombró a Steve Bannon, líder de Breitbart, el sitio web favorito de los supremacistas blancos y los teóricos de la conspiración, como su nuevo jefe de Estrategia en la Casa Blanca. Bannon no tiene escrúpulos en difundir noticias falsas, publicar artículos misóginos y atizar la xenofobia. Ahora podrá hacerlo, no desde un sitio web marginal, sino desde el corazón del poder mundial.
¿Domesticado? Suena bastante salvaje aún.
Al menos a mí me hacen más sentido las palabras de alguien que ha estudiado a fondo a Trump: su biógrafo David Cay Johnston. «Estamos en aguas desconocidas, y no tenemos idea de lo que sucederá», dice el autor de «The Making of Donald Trump». «No va a cambiar (…) Cuando esté bajo tremenda presión por eventos mundiales, no sé cómo va a lidiar con eso, porque él no es un adulto maduro, este es un hombre de 70 años cuyo desarrollo emocional finalizó a los 13, por eso habla así de las mujeres».
Sí, ese es el mismo hombre que dentro de dos meses tendrá en su mano el botón nuclear.
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Pero, ok. Demos por un momento el salto de fe: tras pasar una noche meditando a la sombra del monumento a Lincoln en Washington, al despuntar el sol, Trump se ha convertido en un estadista, preocupado de llevar concordia a su país y paz al mundo.
¿Fin del problema? No. Porque las fuerzas que ha desatado Trump, el aprendiz de mago, están fuera de su control.
La narrativa predominante, en especial en la intelectualidad de izquierda, es que esta fue una elección sobre la economía. Tras perder sus empleos, las víctimas de la globalización (en especial, trabajadores blancos despedidos de industrias en decadencia) dieron la espalda al elitizado Partido Demócrata y se lanzaron a los brazos de quien pudiera ofrecerles un cambio.
En parte tienen razón, por supuesto. Pero cuidado: el desempleo en Estados Unidos hoy es de 4,9%, la cifra más baja desde la crisis subprime. La cesantía, la desigualdad y la decadencia económica de la clase media no alcanzan para explicar un fenómeno tan disruptivo como Trump.
Hay un elefante en el salón (y no me refiero a la mascota del Partido Republicano). Es el racismo.
Donald Trump no se convirtió en un fenómeno político hablando sólo de cifras de cesantía o de industrias en decadencia. Él armó un cóctel mucho más explosivo, que mezcla miedos económicos, culturales y raciales atizados por la globalización. Y basó su vertiginosa carrera en el tema racial. En el rechazo a los que no son WASP (blanco, anglosajón y protestante).
Trump se convirtió en una figura política como vocero de los «birther», una teoría de la conspiración levantada por grupos racistas que, sin evidencia alguna, proclamaban que Barack Obama había nacido en Kenia y por lo tanto no cumplía con el requisito constitucional para ser presidente de Estados Unidos.
Trump lanzó su candidatura, en junio de 2015, proclamando que los inmigrantes mexicanos «traen droga, traen crimen, son violadores… y algunos, asumo, son buenas personas», y prometiendo obligar a México a pagar un muro en la frontera.
Y, en diciembre de 2015, Trump definió la campaña al proponer «una total y completa» prohibición del ingreso de musulmanes a Estados Unidos, una medida tan extrema, que convertiría al país de la libertad religiosa en la nación religiosamente más intolerante del planeta (ni siquiera los talibanes prohibían el ingreso de personas a Afganistán por el solo hecho de ser cristianos).
Ahí está, en los tres hitos de la construcción política del magnate, el arco completo del racismo WASP: si en vez de blanco el Presidente es negro, es ilegítimo; si en vez de anglosajones los inmigrantes son latinos, son criminales; si en vez de cristianos los visitantes son musulmanas, se les debe prohibir la entrada (porque, claro está, son terroristas).
El elemento racista estuvo a flor de piel durante toda la campaña. El día previo a la elección viajé a Scranton, Pensilvania, donde Donald Trump realizó uno de sus últimos mítines.
La fila de medio kilómetro de largo en que 4.500 personas esperaban para repletar el gimnasio del Lackawanna College tenía un solo color: blanco. Aunque el 15% de los habitantes de Scranton son latinos o negros, ellos simplemente no estaban ahí. Corrijo: algunos sí estaban. Casi todos los vendedores de poleras, chapitas y parafernalia trumpista eran de raza negra.
Cuando conversé con los partidarios de Trump, la xenofobia estalló de inmediato. Bastó una simple pregunta («¿No creen que Trump es racista?»), para que, en menos de dos minutos, aparecieran gritos como «Estás en el lugar equivocado», «Largo de mi país», «Fuera de América» y «Tú no eres americano, ¿qué haces aquí?». (Traté de explicarles que América es un continente, y que por lo tanto sí soy americano, pero no creo haberme dado a entender).
Las erupciones xenófobas fueron pan de cada día en la campaña, y el triunfo de Trump las ha multiplicado. En colegios, competencias deportivas, universidades e iglesias, se están repitiendo los gritos, rayados o amenazas directas contra hispanos, afroamericanos y musulmanes, usando el nombre de Trump o sus consignas de campaña: ya van 437 «actos de odio» reportados desde el día de la elección.
Voceros de organizaciones tan extremas como el Ku Kux Klan y el Partido Nazi Americano han festejado el triunfo de Trump, llamando incluso a manifestaciones para expresar su júbilo. «Los supremacistas blancos están celebrando, y ellos ven que es su momento», alerta Richard Cohen, presidente del Southern Poverty Law Center, que monitorea las expresiones de odio en la sociedad estadounidense.
Es un fenómeno que va más allá del control de Donald Trump y de su equipo. Al legitimar en el espacio público un discurso de odio contra las minorías, esta campaña movió abruptamente las fronteras de lo aceptable, e hizo retroceder décadas el respeto a los valores de la tolerancia y el multiculturalismo.
¿Datos? Entre el 64% y el 78% de los votantes republicanos en cinco estados de las primarias del «Súper Martes» respaldaban la prohibición de entrada a los musulmanes. Un tercio de los adherentes de Trump van más allá y quieren prohibir a gays y lesbianas entrar a Estados Unidos. Y el 20% es contrario a la emancipación de los esclavos negros firmada por Abraham Lincoln.
El daño ya está hecho. Lo indecible ahora puede gritarse con orgullo. Los bajos instintos están desatados, legitimados y convertidos en discurso oficial (¡del Presidente de la Unión, ni más ni menos!)
Y el orgulloso Partido Republicano de Lincoln es hoy el Partido Republicano de Trump. Un Doctor Frankenstein cuya creatura monstruosa, como en la novela de Mary Shelley, no tiene por qué obedecer las órdenes, ni los intereses, de su pragmático creador.