Apagando el incendio con bencina: cómo la obsesión por la transparencia puede dañar la democracia
17.11.2016
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17.11.2016
Aunque el voto castigo a la Nueva Mayoría y la baja participación dominaron la agenda política post municipales, hay otro elemento importante que caracterizó esas elecciones: la casi completa ausencia de publicidad electoral.
La implementación todavía parcial de las medidas de probidad, muchas de ellas surgidas en el seno de la Comisión Engel, así como el impacto de los escándalos de corrupción sobre las donaciones privadas a la política, seguramente están detrás de la casi desaparición de una antigua plaga de las elecciones chilenas: “las palomas”.
Compartiendo el espíritu e incluso la letra de varias de las recomendaciones de la Comisión Engel, quiero discutir aquí algunas de las expectativas que esta normativa ha generado respecto del sistema de partidos en Chile. Su objetivo central es constreñir el impacto del poder económico en el resultado electoral, pero aquí quiero enfocarme en otra meta igualmente relevante: el colocar incentivos para que las campañas se centren en elementos y propuestas programáticas. ¿Permiten estas reformas que las campañas dejen de ser mero marketing electoral (imágenes, eslóganes, jingles)? ¿Generarán condiciones para que los viejos aparatos partidarios se transformen y para que emerjan nuevas organizaciones políticas más programáticas?
Una reciente investigación señala que los partidos que hasta hace poco eran organizaciones institucionalizadas y vibrantes provenían de un pasado en que primaban fuertes niveles de polarización y violencia
Siendo muy cauto y analíticamente riguroso, el propio Eduardo Engel ha declarado que las nuevas medidas posiblemente contribuyan, paulatinamente, a generar condiciones para la realización de campañas políticas más programáticas. Esto, entre otras cosas, porque como los políticos no tienen plata, no pueden generar recordación de nombre imprimiendo palomas, por lo que deben aplanar las calles, hacer puerta a puerta, y hablar con los vecinos de sus propuestas.
Las múltiples y bienvenidas iniciativas digitales que hoy permiten ubicar programáticamente a los candidatos, conocer su filiación partidaria (las palomas siguen escondiendo esta información, salvo honrosas excepciones) y saber cuánta plata recibieron y quién los financia, deberían facilitar también, al menos luego de un período de aprendizaje ciudadano, la irrupción de un sistema de partidos más programático.
Sin embargo, es necesario examinar estas expectativas a la luz de los datos empíricos que tenemos sobre los partidos y su comportamiento histórico.
La evidencia de que disponemos en la ciencia política muestra claramente dos cosas. Primero, América Latina se ha caracterizado en las últimas décadas por la creación y rápida desaparición de partidos políticos. Según una estimación muy antigua de Michael Coppedge, hacia fines de los años noventa, un 95% de los partidos latinoamericanos habían competido en una elección para luego desaparecer. De acuerdo a la estimación más reciente de Thomas Mustillo, desde la última transición a la democracia registrada en cada país hasta 2005, Bolivia había visto la irrupción de 37 nuevos partidos, Chile de 20, Ecuador de 93, y Venezuela de 797 organizaciones partidarias (se considera 1958 como año de transición en este caso, mientras que en los restantes la transición se produjo en los años 1985, 1989 y 1979 respectivamente). De dichas organizaciones, muy pocas sobrevivieron a la primera elección, y menos aún, lograron alcanzar representación parlamentaria. En el mismo sentido, un libro recientemente editado por académicos de la Universidad de Harvard también señala que son escasísimos los casos de partidos nuevos que logran permanecer en el tiempo e institucionalizarse en las democracias latinoamericanas contemporáneas[1].
Segundo, dos tesis doctorales recientemente defendidas sugieren que los partidos tradicionales están en extinción en la región[2], y que las condiciones para el surgimiento de un partido político, y su sobrevivencia como una organización dinámica y perdurable en el tiempo, tiene muy poco que ver con incentivos institucionales[3]. Es decir, el desarrollo de los partidos no se relaciona tanto con las reglas a las que son sometidos -aunque dichas reglas son muy relevantes también-, sino a procesos de organización internos que están ligados a su origen histórico. Este último trabajo señala claramente que los partidos que hasta hace poco eran organizaciones institucionalizadas y vibrantes provenían, sin excepciones, de un pasado en que primaban fuertes niveles de polarización y violencia.
Como argumentó Max Weber, el liderazgo político requiere de magia. Y la magia, por definición, involucra cierto grado de asimetría de información entre el público y el artista. Explicarlo todo y transparentarlo todo, mata la capacidad de encantar. Quien no entienda esto no entiende la política ni la naturaleza humana
También es claro que los partidos políticos tradicionales, admirados muchas veces por sus altos niveles de institucionalización y por la fuerte identificación que generaban con el electorado, se desarrollaron en un contexto de expansión de los aparatos estatales nacionales. Los estados grandes (y muchas veces ineficientes en términos económicos), constituían una “caja” fundamental para el financiamiento de la actividad partidaria. También permitían, en distintos niveles, montar un sistema de mediación que conectaba cada localidad con el centro político, intercambiando votos por la gestión de favores de distinta envergadura (desde un empleo vitalicio en el Estado, hasta una cita con el médico o una línea telefónica).
Con los parámetros actuales, este tipo de configuración es visto como fuertemente corrupta e ineficiente. Pero, como lo muestra Arturo Valenzuela en su texto Political Brokers in Chile (recientemente traducido y editado en Chile), también producía organizaciones partidarias vibrantes, coherentes en términos programáticos, y con fuerte arraigo social y capacidad de movilización electoral (en muchos casos clientelar).
En otras palabras, los partidos que hoy queremos reconstituir se gestaron en tiempos de violencia, y usualmente en un contexto no democrático. Es en esas condiciones de dificultad, en que las ambiciones individuales no tenían cabida (no había posibilidad próxima de algún éxito electoral), surgen los niveles de cohesión interna y cristalización programática que luego vemos operar en el contexto de sociedades democráticas. El manido ejemplo del MAPU como partido transversal, o el pacto indisoluble entre el PS y el PDC que asentó a la tradicional Concertación, fue producto también de ese tipo de momento histórico, y se gestó en la clandestinidad, el exilio y la oposición a un régimen brutal. Las organizaciones partidarias potentes y omnipresentes que muchos añoran, también se desarrollaron al amparo de una gestión estatal que hoy calificaríamos de corrupta y económicamente insostenible.
Para que quede claro, esta serie de afirmaciones proviene de la constatación empírica, no de cómo yo creo que debieran ser las cosas. Tampoco debe ser leída como una sugerencia de que se acepte la corrupción o la necesidad de pasar por tiempos violentos y de radicalización para que tengamos partidos fuertes. Nadie pretende volver a un pasado no democrático en que primaba el cohecho y la corruptela generalizada para poder reconstituir partidos políticos funcionales para la democracia. ¿Para qué nos sirve conocer aquellas regularidades empíricas entonces?
Nos sirven para entender que muchas características partidarias que hoy parece deseable emular fueron gestadas y tienen su raíz en condiciones históricas que nos resultarían invivibles. En otras palabras, ni todo lo bueno va junto, ni haciendo las cosas bien hoy generaremos necesariamente procesos virtuosos en el futuro. Esta condición no solo aplica al caso de los partidos políticos, sino que es recurrente en el análisis de procesos sociales y políticos. El hasta hace poco admirado proceso de unificación europeo, por ejemplo, no puede ser entendido sin el trasfondo de siglos de guerras totales entre las principales potencias continentales. Es por eso también que otros procesos de integración regional (como el Mercosur), que intentaron avanzar mediante la mímica institucional del proceso europeo, se quedaron tan cortos y terminaron funcionando en algunos casos tan mal.
Estas constataciones empíricas también nos sirven para problematizar las propuestas de reforma institucional como las de la Comisión Engel, que buscan resolver, desde un enfoque más bien técnico, problemas del sistema de partidos tales como la falta de contenido programático o la débil institucionalización y coherencia interna de los partidos.
Es necesario ahondar en un par de fundamentos que caracterizan a las propuestas tecnocráticas, en especial las que vienen desde la ingeniería y la economía. Estos profesionales nos hablan, generalmente, de la necesidad de alinear incentivos. Esto es, de diseñar mecanismos institucionales para que los actores (en este caso los elencos políticos), al perseguir sus objetivos también contribuyan a generar bienes públicos.
Es importante notar que cuando se piensa en términos de incentivos, se asume, en general, que los procesos sociales poseen causalidad simétrica. Esto es, que cuando tengo un problema causado por un factor x, dejaré de tenerlo si restrinjo la ocurrencia de x y lo cambio por z. En términos técnicos esto se conoce como reversibilidad causal.
Muchas características partidarias que hoy parecen deseables fueron gestadas en condiciones históricas que nos resultarían invivibles. En otras palabras, ni todo lo bueno va junto, ni haciendo las cosas bien hoy, generaremos necesariamente procesos virtuosos en el futuro
Aunque parezca muy sensato, este tipo de razonamiento enfrenta una limitación importante. Parafraseando al sociólogo Carlos Filgueira, creer que los fenómenos sociales son causalmente reversibles es como esperar que una vez que apreté el tubo de dentífrico y saqué pasta de dientes, la puedo volver a meter en el tubo presionando en sentido contrario. Lamentablemente, los actores sociales son tan rebeldes como la pasta de dientes fuera del tubo y no responden linealmente (y en reversa) al cambio de los incentivos.
Eso no es todo. Otra limitación que enfrenta el diseño de políticas públicas centrado en “colocar incentivos”, es que asumen que cuando restrinjo el factor x, el resto de los factores que operan para causar determinado resultado permanecerán constantes (lo que los estadísticos llaman, en condición de ceteris paribus). A modo de ejemplo, si uno desea modelar qué resultados electorales obtendríamos si cambiamos un sistema electoral por otro, normalmente se toma como base el resultado de la elección anterior, y se aplica la nueva distribución de escaños. El problema es que esto asume que los partidos y la sociedad no cambiarán sus estrategias de coordinación electoral bajo el nuevo sistema electoral (algo que sabemos es muy probable que suceda).
En suma, los fenómenos sociales y políticos tienen una mecánica más compleja de lo que muchas veces asumen quienes diseñan las políticas públicas. De ahí la referencia a términos bastante esotéricos, como “externalidad negativa”, para dar cuenta de resultados que el diseñador no pudo prever en su diseño. También hay que reconocer que muchas veces el diseño original es modificado, como es natural y deseable, en su proceso de tramitación y negociación política. Los técnicos se quejan entonces de que el sistema de incentivos original fue alterado por los políticos.
La evidencia comparada también nos enseña que los sistemas políticos en crisis, acometen reformas para intentar mantener el barco a flote. Al hacerlo en un contexto de alta incertidumbre, usualmente calculan mal sus efectos. Esa es la historia reciente de sistemas de partido estables que colapsaron en América Latina (Bolivia, Ecuador, Venezuela, Colombia), introduciendo en el camino reformas con las que pretendían legitimar y mantener su posición. La remoción de la obligatoriedad del voto en el caso de Chile ejemplifica también una instancia de este tipo. La clase política buscó ser empática con la ciudadanía y reducir los costos de ir a votar, pero terminó potenciando la deslegitimación del sistema al llevar a mínimos históricos la tasa de sufragio en el país.
Mucho me temo que la obsesión por la transparencia y por transparentarlo todo, aunque es valorable en términos normativos, genere también importantes externalidades negativas. En un contexto como el actual, el aumento de la transparencia y el escrutinio público puede terminar contribuyendo a deslegitimar organizaciones políticas más que gestando partidos programáticos.
Las reformas institucionales hechas a partir del trabajo de la Comisión Engel, se pensaron, intuyo, asumiendo que a la gente le importa más la transparencia y lo procedimental que los proyectos políticos. Me temo que este es un supuesto poco sostenible. También se asumió que proyectos políticos más consistentes surgirían como resultado de tener procedimientos más transparentes. También me permito dudar. Creo, al contrario, que lo que con toda buena intención y rigor analítico se pensó como un mecanismo para legitimar a la clase política del futuro, garantizando su transparencia y probidad, terminará probablemente apagando el incendio con bencina.
¿Por qué?
Como argumentó Max Weber hace ya muchos años, el liderazgo político requiere de magia. Y la magia, por definición, involucra cierto grado de opacidad y de una asimetría de información entre el público y el artista. Explicarlo todo y transparentarlo todo mata la capacidad de encantar. Quien no entienda esto no entiende la política ni la naturaleza humana. Se me dirá que se puede encantar sintonizando con los tiempos de la transparencia y competir por ser el más probo y transparente de todos. Y es posible que eso rinda electoralmente, pero no es sostenible en el tiempo. Todos nos equivocamos alguna vez. Las personas con que trabajamos y que forman parte de nuestro equipo también pueden equivocarse. O tenemos familiares que se enredan en algún negocio turbio, o simplemente declaran algo que nos perjudica al hacerle una broma a sus amigos en Facebook. En el mundo de la transparencia absoluta, de la corrección política innegociable, y de la hiper-conectividad eso a veces alcanza para dar por tierra con años de construcción política.
El dilema de nuestros tiempos es el siguiente: ya no es factible –entre otras cosas por los cambios tecnológicos que facilitan el escrutinio del poder–, mantener los grados de opacidad y lejanía necesarios para legitimar, como antaño (a la Weber) el orden político. Tampoco es sostenible en términos normativos. Sin embargo, tal como argumenté en una columna anterior, esos mismos mecanismos que facilitan el denunciar prácticas indeseables, contribuyen, al menos por ahora, a limitar la capacidad social para institucionalizar y legitimar vehículos de representación política que se estructuren en torno a proyectos políticos y “de sociedad” suficientemente amplios y consensuados.
Sin esos mecanismos los partidos políticos institucionalizados y programáticos seguirán siendo parte del parque jurásico de la política latinoamericana y global. Y mientras tanto, florecerán vehículos electorales de distinto tipo, que compiten por el voto y presentan o apoyan candidatos, pero que no logran institucionalizar la representación política como lo requiere una democracia de alta calidad.
[1]Challenges of Party-Building in Latin America. Steven Levitsky, James Loxton, Brandon Van Dyck, Jorge I. Domínguez. Cambridge University Press, 2016.
[2]Latin American Traditional Parties, 1978-2006. Laura Wills. Uniandes, 2016.
[3]¿How to party?Fernando Rosenblatt, tesis de doctorado, ICP, PUC-Chile, 2014.