Por qué usted puede estar ayudando a la crisis de nuestra democracia
02.11.2016
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02.11.2016
Vea las dos primeras columnas de esta serie:
– “Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres”
– “Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad”.
De acuerdo a los datos recientemente difundidos de la Auditoría de la Democracia, del PNUD, quienes no se identifican con ninguno de los partidos políticos existentes pasó de un 53% en 2008 a un 83% en 2016. Además, casi nueve de cada diez chilenos creen que el Congreso y los partidos cumplen mal o muy mal con su función de representar los intereses de los ciudadanos.
Si bien los porcentajes observados en 2016 son récord (y por definición están cerca del techo de cada indicador), la crisis que hoy se manifiesta en Chile tiene raíces de larga duración y viene profundizándose hace años. No es, tampoco, una crisis que deba explicarse por la aparición masiva de casos de corrupción. Estos casos, sin duda, han catalizado la desconfianza y el hastío ciudadano, pero el origen de la crisis actual es distinto. Su raíz es política y desde ahí se traspasa al sistema económico y social. Es, en esencia una crisis de legitimidad, en que el sistema político no logra reconstituir niveles razonables de confianza ciudadana.
Si la política es el ámbito de la negociación de diferencias, los ciudadanos mono-temáticos son en esencia anti-políticos.
Pensando la transición chilena y su problemática, el sociólogo Norbert Lechnerescribió a mediados de los ‘80 que la legitimidad era una “cuestión de tiempo”. Afirmaba que, construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento), con los tiempos subjetivos de la sociedad. Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su pega) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil, aunque plausible, construcción) en el futuro. Un buen ejemplo de esto se observa en el gobierno del Presidente Patricio Aylwin. En su momento, construyó legitimidad convenciendo a los chilenos que era necesario pasar por un período de normalización (luego de la dictadura militar), en que las demandas sociales y aquellas asociadas a la justicia respecto a las violaciones de DDHH, debían contenerse, al menos durante la primera etapa de la transición. Con este movimiento, Aylwin logró sincronizar los tiempos sociales y políticos creando niveles significativos de legitimidad.
Remarco esta idea de Lechner porque resulta claro que hoy el sistema político chileno está fuertemente des-sincronizado. En la columna pasada analicé este problema desde la elite política, describiendo cómo el proceso de desmovilización hizo que esta se alejara de los ciudadanos y se identificara crecientemente con los intereses del empresariado, generando desconfianza, falta de empatía y dificultando la capacidad de las elites para interpretar y canalizar institucionalmente las demandas ciudadanas. En esta columna el problema se abordará desde los ciudadanos, describiendo tres causas de la des-sincronización que se originan en y afectan principalmente a ese nivel: la compresión temporal, la vida en universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos mono-temáticos (single-issue citizens).
La institucionalidad democrática, al igual que la legitimidad, se estructura fuertemente sobre la base del tiempo. Examinemos, por ejemplo, las elecciones presidenciales. Si seguimos la conceptualización del politólogo Juan Linz, las elecciones generan mandatos y en un régimen presidencialista como el chileno, los elegidos (idealmente en base a un programa de gobierno) tendrán cuatro años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo, antes de tener que someterse nuevamente a evaluación en las urnas. En este nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.
Esta concepción de “la rendición de cuentas” está en la base de la institucionalidad de la democracia liberal y, sin embargo, se ha vuelto increíblemente anacrónica. Los problemas que ha enfrentado España para formar gobierno durante el 2016 demuestran que el parlamentarismo como una solución alternativa, probablemente también se ha quedado corto. ¿Qué ha sucedido?
Una explicación plausible es que los tiempos sociales y políticos se han comprimido brutalmente. Las “lunas de miel” de los nuevos gobiernos probablemente sean hoy más breves y más frágiles que en el pasado. Cualquier escándalo que se viralice en las redes sociales alcanza para acortar el período de gobierno que la ciencia política reconocía como clave para asentar a un gobierno y avanzar en su programa. Las redes sociales y la irrupción de lo que el sociólogo Zygmunt Bauman denominó la “sociedad líquida” tienen sin duda un impacto significativo en la compresión temporal. Sólo a modo de ejemplo, mientras usted lee este párrafo se han publicado sólo en Twitter 30.000 comentarios a nivel global, varios de los cuales tienen contenido político[1].
No obstante, otros procesos menos señalados son también clave. La irrupción de las encuestas y la medición permanente de la popularidad de actores y propuestas también comprime el tiempo.
En la política del pasado, los líderes buscaban implementar su programa y trabajaban con un elenco de su confianza. Si bien recibían señales mediante la penetración social que poseían sus aparatos partidarios desplegados en el territorio, dichas señales llegaban con filtros, con sesgos, y eran en todo caso menos nítidas que el porcentaje de aprobación obtenido en la medición semanal. Como en la industria televisiva en que se pasó del rating mensual al people meter por segundo y los productores deben hoy maximizar los peak de audiencia improvisando al minuto, los políticos deben “marcar” bien en las encuestas y sostener su popularidad con frecuencia semanal. Entonces, no cuesta mucho imaginarse al otrora “segundo piso” racional y cerebral, en una continua crisis ansiosa.
En una columna anterior argumenté que dada la fuerte desigualdad económica que tiene Chile, los ciudadanos de distinto nivel social viven en universos paralelos. Eso permite a los partidos desplegar estrategias electorales distintas y a veces contradictorias en los distintos sectores sociales, y así ser competitivos en todos.
Aunque sin plataformas programáticas medianamente coherentes se puede ganar elecciones a nivel local, y armar una bancada parlamentaria, resulta muy difícil generar coaliciones que sean más que la suma de las partes.
Los primeros datos provenientes del análisis de las actas del proceso constituyente nos están mostrando ahora que las preferencias de la ciudadanía también siguen un patrón de segmentación territorial y socioeconómica. Así se desprende del trabajo realizado por académicos del Centro de Investigación de la Web Semántica (CIWS). De acuerdo a su análisis(que busca generar grupos de comunas en base a los siete valores y conceptos más frecuentemente mencionados en los Encuentros Locales Autoconvocados y que resultan “identitarios”[2]), es posible concluir, entre otras cosas, lo siguiente:
En un primer grupo de comunas, predominan las preocupaciones por los derechos de propiedad, la libertad económica y la familia (Banco Central, derecho de propiedad, derecho a la libertad de enseñanza, familia, tribunal constitucional, subsidiaridad).
En un segundo grupo, predominan valores asociados a preferencias respecto a procedimientos democráticos y ciertas referencias a valores de izquierda, formulados en términos bastante abstractos (voto obligatorio, democracia participativa, asamblea constituyente, estado laico, equidad, derechos sociales, libertad personal).
En un tercer grupo de comunas, los términos más frecuentes priorizan cuestiones similares, aunque con énfasis en la igualdad económica y en formato “combativo” (dignidad, derecho a la sindicalización y negociación colectiva, cambio o reforma constitucional, derecho a la salud, derecho a la educación, igualdad, protección y respeto de los Derechos Humanos y fundamentales)[3].
Cualquier observador medianamente informado sobre la realidad chilena puede estimar, con grados altos de precisión, qué comunas pertenecen a cada grupo.
El primero corresponde, exactamente al viejo distrito electoral 23 (Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea). En el segundo grupo de comunas predominan territorios de residencia emblemáticos de la clase media y media alta “progre” (Ñuñoa, La Reina, Providencia, Peñalolén, Santiago). En el tercer grupo, finalmente, encontramos comunas populares, con historia de movilización de izquierda. Varias de ellas también cuentan hoy con alcaldías de ese signo político (La Pintana, Cerro Navia, El Bosque, Pedro Aguirre Cerda, San Ramón, Lo Espejo, Renca, Cerrillos, etc.)
También sería relativamente sencillo identificar grupos de comunas en función de los niveles de participación ciudadana registrados en los Encuentros Locales Autoconvocados.
En suma, los resultados de la primera etapa del proceso constituyente replican, con altísima precisión, un mapa político segmentado en términos socioeconómicos y territoriales. Aún en el marco de un proceso que por definición busca elementos comunes entre los diferentes, y que “baja” a los territorios de forma homogénea (la convocatoria y el formato de los cabildos fue realizada a nivel nacional), la presencia de universos paralelos se muestra determinante.
Un tercer factor, el ascenso de los ciudadanos mono-temáticos, constituye también un rasgo predominante en la actualidad. En los años ‘80 y ‘90, los analistas europeos manifestaban preocupación por el ascenso de los partidos de un solo asunto (los partidos verdes eran el caso más claro en ese contexto). Los viejos y estructurados sistemas de partidos europeos se veían desafiados por la emergencia de partidos muy radicales (intensos), pero preocupados por una agenda muy restringida (en el caso de los verdes, la política medioambiental). Actualmente, los intensos se han atomizado aún más: ya ni siquiera construyen partidos de un solo asunto. Se organizan cada vez más en red. Si bien logran superar la segmentación y los problemas de acción colectiva que crean los universos paralelos (gente muy diversa converge en torno a agendas específicas, pero comunes, y se organiza de forma virtual o eventual), son radicales de una sola causa.
En función de esta configuración de sus preferencias, los ciudadanos mono-temáticos, desde la superioridad moral que genera toda preferencia absoluta, someten a juicio al gobierno, a los actores políticos y a sus pares en las redes sociales. Dichos juicios son generalmente negativos, porque por definición, no pueden ser otra cosa. Aún cuando puedan celebrar una declaración o decisión de política pública, seguramente otras muchas los alienarán y descontentarán. Si la política es el ámbito de la negociación de diferencias y la búsqueda de mínimos comunes denominadores, los ciudadanos mono-temáticos son en esencia anti-políticos. Algunos líderes lograr canalizar la energía que aporta esta radicalidad, y movilizan electoralmente a los mono-temáticos. No obstante, una vez ganada la elección, cuando se trata de gobernar, se vuelven el blanco perfecto de sus electores ocasionales (y de tantos otros conglomerados de mono-temáticos), y descubren lo endeble de su zurcido electoral.
La compresión temporal, la consolidación de universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos mono-temáticos, hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren ‘comprar tiempo’ en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.
Nobleza obliga. Ser político –tradicional o emergente– se ha tornado una pesadilla. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado, no puede hoy sincronizar los tiempos políticos y los tiempos sociales. La compresión temporal, la consolidación de universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos mono-temáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren “comprar tiempo” en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.
Si bien la alta segmentación ha permitido a los políticos especializar sus campañas de acuerdo al territorio en que compiten, la compresión temporal, los universos paralelos y el ascenso de los mono-temáticos, suponen en conjunto un enorme desafío para las elites políticas nacionales. ¿Cómo hacer para representar tal diversidad de preferencias en base a un programa común? ¿Cómo crear plataformas programáticas medianamente coherentes e integradas? Aunque sin esas plataformas se puede ganar elecciones a nivel local, y armar una bancada parlamentaria que constituye la “suma de las partes” a nivel nacional, resulta muy difícil generar coaliciones políticas que sean más que eso. Y sin esas coaliciones, gobernar el todo se torna básicamente en una fuga hacia delante en que es necesario, constantemente, apagar incendios locales o actuar sobre temas y problemáticas puntuales, para lograr sobrevivir una medición de popularidad más.
Desde hace unos años, los comentaristas de los discursos del 21 de Mayo acusan la falta de “relato”. Los discursos son en cambio, una colección amorfa de anuncios segmentados sobre bonos o iniciativas de política pública que interesan a públicos específicos. Son también un conjunto de declaraciones políticamente correctas que intentan satisfacer el hambre de algunos votantes, sin ojalá, alienar a otros. En la sociedad actual, en que la legitimidad es la nueva utopía (así de inalcanzable se ha vuelto), los discursos del 21 no podrían ser otra cosa.
Los tres factores sociales descritos en esta columna no son exclusivos del caso chileno, sino que constituyen fenómenos que se verifican a nivel global. En este contexto social es cada vez más difícil construir partidos políticos que, mediando entre el Estado y la sociedad, logren sincronizar los tiempos y producir legitimidad. En el caso de Chile, el distanciamiento entre elites y ciudadanía y el quiebre de las confianzas complica aún más esa construcción. Además, como argumentaré en una próxima columna, algunas de las medidas impulsadas recientemente en Chile para solucionar la crisis de confianza y legitimidad, corren el riesgo de destruir lo poco que queda, sin promover, necesariamente, el surgimiento de partidos políticos con capacidad de articular, mediar y representar intereses.
[1]Me baso en estimaciones provistas por Ernesto Calvo en Anatomía política de Twitter en Argentina.
[2] Se aplicó un algoritmo basado en frecuencias inversas, buscando identificar los conceptos que caracterizan de modo diferencial a cada comuna. Luego se aplicó un procedimiento de identificación de conglomerados (clusters) para generar grupos de comunas con marcas identitarias similares. El dendograma resultante, así como otros resultados, pueden consultarse aquí.
[3] El análisis del CIWS identificó otros dos grupos con configuraciones también diferentes, pero para simplificar, esta columna se enfoca en los tres recién descritos.