Una república de kindergarten
30.05.2016
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
30.05.2016
«Urge fortalecer el principio del respeto y la autoridad. Respeto de los hijos a sus padres, de los alumnos a sus profesores, de los ciudadanos a sus autoridades».
La frase la dijo el ex presidente Sebastián Piñera, en un video subido a su cuenta de Facebook. Y, a juzgar por la naturalidad con que fue recibida (las críticas al mensaje se centraron en otros puntos), tamaña declaración de principios no parece haber causado disonancia alguna en la sociedad chilena.
Es, sin embargo, una frase feroz. Una que cuestiona frontalmente los principios básicos de la democracia.
Revisemos la enumeración, que, como acostumbra el ex presidente, lista tres elementos que entiende análogos. Del lado de los ciudadanos quedan los menores de edad: los niños y los alumnos. Del lado de las autoridades, los mayores: los padres y los profesores.
Las jerarquías padre/hijo y profesor/alumno son fáciles de explicar. Entendemos que existe ahí un orden natural, en que un adulto responsable se hace cargo de educar, cuidar y formar a un menor impedido de tomar esas tareas en sus propias manos.
Por esa desigualdad básica, ni la familia ni el colegio son democracias. La figura de autoridad está definida de manera externa, por las características biológicas (padre), etáreas (adulto) o profesionales (pedagogo) de quien está en el tope de la pirámide.
Por esa razón, las posiciones no son intercambiables. Los miembros de la familia no votan cada año quiénes ocuparán en el siguiente período el rol de padres y quiénes, el de hijos. Tampoco hay un sufragio cada mañana en las salas de clases, para definir quién pasa al pizarrón y quiénes se quedan sentados en sus bancos.
Y si la autoridad abusa de su poder, se espera que el control sea externo: que el Estado, el colegio y la sociedad en general se encarguen de separar de su cargo al padre o profesor que ejerza la autoridad de una manera que dañe gravemente el bienestar de sus hijos o alumnos.
Este modelo no es democrático; es despótico. Padres y profesores tienen un rol similar al de los reyes europeos del Siglo XVIII, que recibían su autoridad de una fuente externa (Dios, nada menos), y proclamaban ejercerla en beneficio de sus súbditos. El despotismo ilustrado.
Tout pour le peuple, rien par le peuple, resumían los déspotas franceses del 1700. Government of the people, by the people, for the people, les replicó desde el otro lado del Atlántico Abraham Lincoln en 1863.
La democracia de la que hablaba Lincoln es esa forma de gobierno que, según el filósofo estadounidense Richard Rorty, «permite construir una comunidad política donde la gente se atreve a tener ideas y concepciones del mundo que compiten entre sí», y donde el poder nace del resultado de esa competencia.
En ese concepto, los ciudadanos han alcanzado la mayoría de edad, y por lo tanto ya no existen jerarquías «naturales» ni inmutables. En la teoría de la democracia, el ciudadano de a pie hoy puede ser autoridad mañana, y ciudadano de a pie de nuevo, pasado mañana. El derecho a elegir viene unido al derecho a ser elegido. No hay nada natural que habilite a la autoridad, y sólo a ella, para ejercer esa posición. Su mandato es transitorio, y depende de la decisión del soberano –del ciudadano.
Son representantes, no padres.
Son mandatarios, no profesores.
¿Por qué, entonces, echándose al bolsillo dos siglos y medio de teorías sobre la soberanía popular (desde Rousseau hasta hoy), se infantiliza inadvertidamente a los ciudadanos, dejándolos en el estatus del interdicto frente a su tutor?
Esa pulsión despótica es parte constituyente de la sociedad chilena, desde Diego Portales hasta nuestros días. Se le huele en las alusiones despectivas a «la calle», en la reivindicación de las «cocinas» secretas, en el desprecio por los programas de gobierno, en la reivindicación de la ruptura de las promesas de campaña como sinónimo de «seriedad», antónimo del despreciable «populismo».
Es el paternalismo de una elite que entiende el ejercicio del poder como el resultado de sus aptitudes naturales, en que las elecciones periódicas son poco más que un molesto trámite, y no como la delegación de un mandato transitorio y revocable.
José Ortega y Gasset llamaba a la elite «minoría egregia»: aquella que tiene conciencia de sus circunstancias, mientras la masa vegeta en la inercia. Ortega visitó Chile en 1928 y dejó aquí una legión de discípulos y seguidores, desde Jorge Millas a Sergio Onofre Jarpa.
Su tesis cayó en terreno fértil. Este paternalismo inveterado explica la incredulidad de la elite contemporánea, ante estos interdictos que, de pronto, tienen la audacia de pedirles explicaciones, hurgar en sus pecadillos, controvertir sus decisiones. Que incluso se atreven a pedir reciprocidad y hablar del respeto que las autoridades le deben a sus representados, a sus mandantes, a los ciudadanos. De un respeto que significa rendir cuentas por el poder delegado y transparentar la forma en que este se consigue y ejerce.
Nada de eso está en la lógica de la cúpula política tradicional. Esa que, al infantilizar a los ciudadanos, entiende a la democracia como una república de kindergarten.