Renuncia de diputados y senadores: Crítica a un exceso interpretativo
10.06.2015
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10.06.2015
Una cosa es sostener una interpretación particular de una norma jurídica y otra muy distinta es sostener precisamente lo contrario a lo prescrito por ella y dejar sin efecto sus disposiciones, excediendo el rol hermenéutico, cuya finalidad es precisamente determinar el sentido y alcance de las fuentes del derecho y en caso alguno privarlos de ellos. Tal es el resultado del ejercicio que el profesor José Ignacio Núñez Leiva practica en su columna publicada en CIPER (ver columna) respecto de la posibilidad de renuncia de diputados y senadores.
Fundamenta su tesis en dos motivos: En primer lugar, que la cesación de congresistas para asumir cargos ministeriales no constituiría una “cesación del cargo producto de la aceptación de una función incompatible” sino una renuncia que incluso califica de “tácita”. El segundo motivo consiste en el tenor literal del artículo 60 inciso final de la Constitución, según el cual no obstaría a la existencia de otras causales de renuncia, partiendo por la “renuncia tácita” a que se refiere en el motivo precedente.
Analicemos el primer motivo invocado. Según Núñez Leiva, existe una prohibición consagrada en los artículos 58 y 59 de la Constitución para diputados y senadores de ser nombrado en cargos incompatibles, desde el día de su proclamación por el TRICEL, en tanto que el artículo 60 “establece como causal de destitución la concurrencia de inhabilidades (desempeñarse como ministro de Estado, entre ellas). Como la cesación para ejercer el cargo de diputado o senador requiere que asuma como ministro de Estado, y la improcedencia para asumir dicho cargo operan de pleno derecho, no existiría cesación en el cargo sino una renuncia –a lo menos– tácita.
Al respecto, cabe señalar que esta interpretación omite que el artículo 60, en su penúltimo inciso, dispone la cesación en el cargo de diputado o senador de aquéllos que pierdan un requisito general de elegibilidad o incurra en alguna de las causales de inhabilidad a que se refiere el artículo 57 (la primera de éstas es la relativa a los ministros de Estado), sin perjuicio de la excepción del artículo 59 inciso segundo (relativa a ejercicio simultáneo con un cargo congresal) respecto de los ministros de Estado. Entonces, si un diputado o senador adquiere la causal de inhabilidad consistente en ser designado ministro de Estado, entonces cesa en su escaño legislativo, por regla general, salvo que el nombramiento se produzca en estado de guerra exterior.
En tal sentido, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado, afirmando que “se desprende de manera inequívoca que la Constitución no prohíbe en ninguna de sus partes que un parlamentario sea nombrado como ministro de Estado, sino sólo que una vez nombrado mantenga ambos cargos, todo lo cual además se reconoce con una excepción establecida para caso de guerra” (ver sentencia).
Asimismo, de seguir la tesis del profesor Núñez, en lo relativo a la improcedencia de pleno derecho para asumir como ministro, caeríamos en el absurdo de que la Constitución establecería una causal de cesación en el cargo de senador o diputado que carecería de efectos por no poder ser aplicable, lo cual claramente no es el propósito de una norma jurídica.
Queda claro entonces que –si excepcionalmente un congresal puede ser nombrado ministro de Estado en caso de guerra exterior y ejercer ambos cargos– la regla general, a contrario sensu, es que siendo designado ministro pierde la calidad de senador o diputado. Y ello constituye una causal constitucional de cesación del cargo –inhabilidad sobreviniente– y no una renuncia tácita. Causal que, por lo demás, se encuentra expresamente dispuesta en el penúltimo inciso del artículo 60 de la Constitución.
Analicemos ahora el segundo motivo esgrimido. Según Núñez, el inciso final del artículo 60 no sería causal única de renuncia, o impedimento para invocar otras. Ello en razón de que la libertad es un valor asegurado a todas las personas, que los cargos públicos no son cargas públicas, y que es deber de los órganos del Estado velar por el Orden Institucional de la República y de dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus funciones.
Pero aparte de invocar tales preceptos, Núñez omite convenientemente efectuar la integración de tales disposiciones y máximas a fin de demostrar otras posibilidades de renuncia. De hecho, el que la libertad sea un valor asegurado a todas las personas y que los cargos públicos no sean cargas públicas no constituyen óbice a que el ejercicio de una función pública ha de efectuarse en la forma prescrita por la ley (y con mayor razón por la Constitución), dentro de su competencia y sin posibilidad de atribuirse otras atribuciones, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, que las conferidas por la Constitución y las leyes (artículo 7º). Y ello implica que tanto en el ejercicio como en la cesación del cargo deben atenerse al estatuto constitucional o legal del cargo en cuestión, no pudiendo invocar causales distintas de las contempladas expresamente para ello. De nada sirve invocar las libertades reconocidas como límites al ejercicio de la soberanía en este caso por cuanto el ejercicio de la función pública se encuentra sometido al principio de juridicidad y no existe libertad alguna para elegir sujetarse o no a dicho principio.
Valga lo mismo a las referencias a los artículos 6º y 8º de la Constitución. El que los Congresistas tengan por deber garantizar el orden institucional de la República en caso alguno implica como primera responsabilidad el dar cumplimiento al principio de juridicidad en el ejercicio de la función pública. Asimismo, la infracción al deber del artículo 8º, incurriendo en faltas a la probidad, implicará hacer efectivas sobre el infractor las responsabilidades constitucionales y legales en el orden penal, civil y administrativo que correspondieren, pero en caso alguno haber faltado al principio de probidad constituye fundamento para configurar una causal de renuncia no contemplada por la constitución o la ley.
Ya vimos como la suerte de renuncia tácita invocada por Núñez no era tal, por tanto no existe evidencia de otras causales de renuncia fuera de la contemplada en el artículo 60 inciso final de la Constitución, pero aun en el caso que existieran otras reconocidas expresamente en el texto constitucional, en ningún caso podrían invocarse si no están contempladas expresamente. Ello por la sujeción de la cesación de la función pública al principio de juridicidad.
Y es más, si la misma Constitución reconoce un solo caso de renuncia, cuya efectividad debe ser calificada por el Tribunal Constitucional, es precisamente porque la renuncia no es la regla general, sino la excepción. De otra forma no tendría sentido la formulación de la norma constitucional ni la revisión de mérito por órgano jurisdiccional y, como ya hemos dicho, la finalidad de las normas jurídicas es producir efectos y no ser letra muerta, destino que tendría el inciso final del artículo 60 siguiendo la tesis de Núñez.En efecto, si existieren otras causales de renuncia o no constituyere la causal expresa un impedimento para invocar otras, resulta que carecería de aplicación práctica la calificación de los motivos de la renuncia por el Tribunal Constitucional, ya que bastaría con esgrimir un motivo distinto de enfermedad grave (fundado en la forma que propugna Núñez) para hacerla efectiva.
La tesis de Núñez carece de sustento, por cuanto resulta contraria a texto expreso y unívoco de la Constitución Política de la República, desconociendo además la jurisprudencia existente sobre la materia, y se sostiene en dejar sin aplicación disposiciones expresas de la Constitución, cuestión que excede cualquier labor de interpretación jurídica.