Educación Técnico Profesional: Viejas preguntas, viejas respuestas.
30.04.2015
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30.04.2015
Con la propuesta del Gobierno de crear Centros de Formación Técnica (CFT) a lo largo del país, una vez más se ha puesto en el debate la relevancia de la educación técnico profesional (TP). Sin desmerecer la idea de fortalecer la presencia pública en este nivel de formación –la cual me parece no sólo positiva, sino necesaria–, sigo sin comprender cuál es el plan que se le propone al país. La creación de estos CFT no traerá por sí sola la mejora en la calidad que el sector necesita. Pero no es eso lo que más me preocupa, sino un supuesto que no está en la discusión y que es clave para el cambio de paradigma que necesitamos: comprender cuál es el propósito de todo esto.
Mucho se argumenta que la educación TP, en todos sus niveles, le dará mejores “oportunidades de desarrollo a los más vulnerables”. ¿Por qué la educación TP tiene que ser pensada para los pobres? El hecho de que más del 80% de los estudiantes de los dos primeros quintiles asista a un liceo técnico profesional es un dato y no significa que deba seguir siendo así.
La “horrible distinción entre educación académica y técnica”, en palabras de Ken Robinson, es creer que lo único valorable es el conocimiento abstracto. No he visto ningún argumento consistente que limite estas actividades sólo a esos primeros quintiles de nuestra población. No veo por qué los colegios particulares pagados, por ejemplo, no puedan formar en oficios a sus estudiantes, o alguien que nació en Vitacura no pueda ser feliz contribuyendo como técnico a su sociedad. Los hay, pero son los menos.
La locura por entrar a la universidad, siendo que las carreras técnicas tienen cerca de un 90% de empleabilidad en los primeros meses de egreso, hace que personas que no quieren hacerlo, o que no tienen los talentos para desempeñarse de buena manera en el mundo académico –el 30% de los nuevos alumnos desertan al primer año en la universidad–, terminen con un título universitario que poco les entregó. Es como dice Richard Reeves: “Aquellos que vienen de familias más adineradas están protegidos de caer de su clase social por un piso de vidrio, incluso si son sólo modestamente talentosos”. Es cosa de ver las presiones familiares en los círculos más acomodados para darse cuenta de que el único camino aceptable para ellos pareciera ser la universidad.
Es cierto que al tener una duración menor –dos años y medio en promedio– se puede ingresar al mercado laboral más rápido desde una carrera técnica, lo cual ayuda sin lugar a dudas a quien tiene la urgencia de generar ingresos. Sin embargo, pensar en la formación TP sólo como una vía de movilidad social perpetúa el ciclo en el que ya estamos inmersos. Nada cambiará si seguimos concibiendo un sistema de educación para ricos y otro para pobres. El enfoque debiera apostar por un sistema que entregue las vías de desarrollo personal sin importar cuánto dinero tengas, sino más bien cuál es tu pasión. Pero como la urgencia de generar ingresos es real, debieran existir otros mecanismos de apoyo, tales como la flexibilidad laboral y de estudios, un nuevo mecanismo de financiamiento de la educación superior, y tantos otros que van más allá del ámbito educacional, que permitan combinar ambos requerimientos de los jóvenes y sus familias.
No cabe duda de que la educación TP está directamente relacionada al modelo de desarrollo del país. Un dato alentador es que la matrícula de educación superior actualmente está dividida en prácticamente un 50% para la técnica y otro 50% para la universitaria. Sin embargo, no puede seguir siendo exclusivamente una respuesta a los requerimientos del mercado, sino que el Estado debiera contar con una visión de largo plazo que guíe las necesidades de nuestra sociedad y tener un rol más activo. Para ello, CORFO debiera volver asumir el liderazgo en la materia, como lo fue al momento de su nacimiento en el gobierno de Pedro Aguirre Cerca en 1939. Debería también haber consejos interministeriales fuertes, permanentes y resolutivos, y un sistema de competencias laborales acorde a las necesidades presentes y futuras, como bien ya lo hace el Consejo Minero.
La educación TP es tan digna como la educación académica, y debemos dejar de verla como las actividades manuales y la creación de mano de obra calificada. Es una expresión diferente, igual de importante, y que requiere de toda nuestra atención por su vital contribución al desarrollo del país y de todos aquellos que libremente quieran desempeñarse en estas funciones.
La reforma no puede seguir pensándose con cada sector por separado, sino que debe hacerse sistémicamente. Esto se traduce en que la carrera docente debiera considerar la especificidad que necesitan los profesores de los liceos TP, y, en consecuencia, las carreras de pedagogía debieran tener un rol en todo esto. El proyecto de nueva educación pública debiera también incluir, a lo mejor, un giro en nuestros liceos y optar por centros que entreguen capacidades técnicas a todos por igual. También debiera considerar vínculos con la reforma laboral; un cambio en los mecanismos de medición (entiéndase PSU y SIMCE), que sólo priorizan un sector; un proyecto de educación superior flexible que facilite el tránsito entre un CFT y una universidad, aunque ya sea sabido que algunos de estos centros ofrecen mayor calidad que varias dudosas carreras universitarias, a pesar de que la gran mayoría de los CFT tienen una dudosa acreditación; y por sobre todo, crear un plan nacional real de educación técnica profesional, porque con los quince CFT Públicos, si bien es un paso positivo en la presencia de educación pública nacional, nos quedamos con gusto a poco. Las sinergias son muchas y ojalá se aprovechen.